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20 abril, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El sonido de la alerta sísmica, tras los hechos ocurridos el pasado 19 de septiembre, sembró una dosis fantasmagórica sobre los cuerpos de algunos habitantes urbanos. Un timbre similar que aparezca en las calles provocará el miedo. Pero no se trata únicamente del mensaje que emiten las bocinas de la ciudad tras un movimiento tectónico. Probablemente, la fobia urbana actual sean los sonidos. Constantemente, leo en redes sociales a tuiteros que denuncian el silbido de los camotes, un comercio itinerante. También debemos recordar que una de las razones por las que los ciudadanos apoyaron el desalojo de los vagoneros, el comercio informal que poblaba con abundancia el sistema de transporte subterráneo, fue por desaprobar el ruido que estos generaban. El descontento de quienes se enfrentan al sonido puede transformarse en ira, en franca repulsión. Podría decirse que los sonidos intrusivos son una suerte de germen que debe erradicarse, una forma de contaminación.
En la jerga de la planeación urbana sostenible aparece el término ecología acústica. En artículos como “Celebrating the Natural Soundscapes of Cities” y “Designing the Urban Soundscape” (ambos aparecidos The Nature of Cities en 2013) de Tim Beatley y Thomas Elmqvist, respectivamente, los ambientalistas proponen que en la construcción de ciudades se contemple al sonido, aunque su interpretación de lo que tendría que escucharse en los entornos urbanos está más centrada en el artificio. Ambos autores plantean que las ciudades tendrían que privilegiar, entre otras cosas, el acto de escuchar, aunque dentro de los parámetros de lo “agradable”. La categoría, tan vaga como es, busca que las urbes mantengan espacios donde el habitante pueda escuchar a la naturaleza, el viento cruzando el césped, los grillos nocturnos, los pájaros. Es verdad que la presencia de la flora y la fauna pasa desapercibida, sino es que es nula. Pero esta ambientación imaginada resulta un tanto moralina para las ciudades, sitios que, ante el encuentro de los insectos o de las ratas responden con venenos y pesticidas.
Aquí vemos un nexo bastante obvio, y bastante ideológico, entre la higiene y la calle. Volvamos, por ejemplo, al transporte subterráneo. En “Vagoneros, nuestros oídos y el neoliberalismo” (Animal Político, 2014), Simón Hernández León escribe: “No es sólo una persona cantando, vendiendo discos piratas, herramientas, bisutería, golosinas o cualquier otra mercancía. Es el empleo –en condiciones de suficiencia y dignidad– en el DF y el Estado de México, en el país e incluso en América Latina, en que, según la Organización Internacional del Trabajo, alrededor de 50 por ciento de la población se mantiene en la economía informal”. Probablemente, una ciudad sanitizada de disonancias sea una que alcanzó la prosperidad capitalista, una que tiene el tiempo de escuchar y disfrutar los sonidos de una naturaleza cuya única función sea relajante, decorativa. Este acercamiento de la ecología construye una naturaleza que se queda en los límites de lo controlable, y todo lo que quede fuera adquirirá la etiqueta de una plaga. No se intenta hacer una apología del ruido, más bien se invita a comprenderlo. Cuando se describe al comercio informal (piratería, los oficios que traen consigo algún pregón, los cantantes ciegos del metro o sus faquires, quienes llaman la atención con sus gritos y con sus cuerpos lacerados) como una epidemia, pienso que se escoge la palabra correcta. Es una intoxicación a una idea de ecología, una disrupción que parasita las aspiraciones de quienes buscan un territorio limpio y ordenado, uno que permita olvidar las fallas estructurales de un sistema económico imperante.
Siempre vuelve esa plaga, como un fantasma, a los oídos.
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