Saberes al borde. Materialidades para habitar el río Medellín
Construir al borde de la precariedad constituye saberes valiosos que se vuelven ilegítimos en la medida en que existe un [...]
10 mayo, 2018
por Ricardo Vladimir Rubio Jaime | Twitter: VladimirRub
“El capitalismo se está apropiando cada vez más de los bienes comunes”
–De la película El joven Karl Marx
Participación ciudadana, ¿o simulada?
A la puerta de los años 90, bajo la premisa de la modernización y liberalización de la política cultural en nuestro país, Salinas de Gortari creó al hoy desaparecido Conaculta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) y al Fonca (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes), bajo un discurso político tanto simple como eficaz: cambiar la política cultural de un sistema discrecional y autoritario, a uno basado en la democratización y participación ciudadana. ¿Por qué un estado distinguido más bien por el autoritarismo, crearía de pronto semejante apertura a la liberalización y democratización en una de las esferas más importantes que pueden posibilitar la transformación social? El sociólogo argentino Antonio Camo, nos tendría hace ya algunos años una posible respuesta: “La liberalización aparece como una estrategia de supervivencia del régimen autoritario: abrir espacios de participación, de libre expresión o de extensión de derechos, para ‘descomprimir’ políticamente una situación crítica”. Es decir, que más allá de buscar una integración y transformación social, donde la participación ciudadana es su columna vertebral, se busca entretener y persuadir a los actores que están buscando un verdadero cambio.
Lo que se propone con este breve argumento es lo siguiente: que tras el discurso al derecho a un espacio público de calidad, así como la necesaria –y da la impresión ahora casi obligatoria— participación ciudadana, se esconde, al igual que tras el discurso de la cultura y las artes hace casi ya treinta años, una estrategia política para apaciguar los conflictos y las tensiones sociales, sin generar cambios sustanciales en la sociedad. Ya lo explicaba muy bien Lipovetsky:
“¿Por qué un sistema cuyo funcionamiento exige la indiferencia se esfuerza continuamente en hacer participar, en educar, en interesar? ¿Contradicciones del sistema? Mucho más, simulacro de contracción por cuanto son precisamente esas organizaciones las que producen la apatía de masa y ello, directamente por su misma forma, será inútil imaginar planes maquiavélicos, su trabajo se consigue sin meditación. Cuanto más los políticos se explican y exhiben en la tele, más se ríe la gente, cuantas más octavillas distribuyen los sindicatos, menos se leen, cuanto más se esfuerzan los profesores porque sus estudiantes lean, menos leen estos. (Y agregaría: Cuanto más participación ciudadana se exige, más apatía y recogimiento a los intereses privados hay). Indiferencia por saturación, información y aislamiento.”
Renovación del espacio público: cimiento para la privatización, desplazamientos y segregación. Continuando con los simulacros de contradicción en el sistema: ¿Qué hay detrás de la atención fulgurante por el espacio público? ¿Por qué, como en una especie de primavera revolucionaria, se coloca en toda agenda política y se hace un esfuerzo porque tenga voz e interés en cada uno de los estratos sociales?
Instantáneamente, políticos, académicos, profesionistas, y hasta ciudadanos, parecen estar de acuerdo –de forma casi inédita— en algo: hay que reformar y crear espacios públicos de “calidad”. Mas, en nombre de esa calidad, el espacio público remodelado —sean cuales sean las dinámicas implementadas para la participación ciudadana— tiene por característica unánime: ordenar, clasificar y limpiar de toda “suciedad” al espacio que le pertenece, solo en discurso, a todos. ¿Quiénes son esos todos?
Con mayor cotidianidad y velocidad, los discursos del espacio público están encaminados a algo en lo que se reflexiona poco: la eliminación de elementos indeseables para dar cabida a un mercado determinado.
Para muestra un pequeño ejemplo. En la zona industrial de Guadalajara, el parque el Dean (o de la Liberación), con más de 6 hectáreas de áreas verdes, anuncia su renovación en redes sociales por uno de los paisajistas mexicanos más destacados a nivel internacional, aun cuando se trata de una de las zonas más pobres de la ciudad. Al unísono, el ayuntamiento en turno hace venta de terrenos que eran públicos a privados y se proyectan de forma inexplicable torres habitaciones de alta densidad.
Ya el antropólogo español Manuel Delgado, comentó en alguna de sus múltiples conferencias que si en algún momento escuchábamos a alguien con el deseo de levantar un espacio público de calidad, nos echáramos a temblar. Porque sin dejar pasar mucho tiempo, habríamos de preguntarnos si es que nosotros estamos a la altura de ese espacio público de calidad, ya que requiere de usuarios de calidad, ¿y lo somos?
La desigualdad, el conflicto, la suciedad y hasta la fealdad, son conceptos cada vez más indeseados en los espacios públicos. ¿Qué de público tendrá un lugar que excluye lo que evidencia la diversidad o, peor aún, la desigualdad, propia de una ciudad mal administrada? Prostitución, drogadicción, comercio informal, vandalismo, personas en situación de calle, entre otros, deben ser expulsados en nombre de la “seguridad”, el “civismo” y la “belleza de la ciudad.” Pero, ¿se trata entonces aún de espacios públicos o de su privatización, dignos exclusivamente para un sector poblacional con nivel adquisitivo determinado?
Para poder tener una perspectiva más allá del discurso político repetido hasta el cansancio, baste observar lo que se genera a partir —y a través— de estos espacios públicos remodelados. Brotan, de la noche a la mañana, torres habitaciones, se crean restaurantes, las tiendas locales sobrevivientes son remodeladas y sus insumos encarecidos, brotan pieles más blancas, camina gente con mejor vestimenta, hay incluso un perro con mejor ropa y corte de pelo que el mendigo que se encontraba antes en el parque. Los vecinos que integraron alguna vez la bandera de la participación ciudadana y acomodaron su presupuesto participativo en el parque de su barrio, toman sus cosas, y se van. ¿A dónde se fueron los habitantes que ya no pudieron soportar el encarecimiento de sus servicios básicos, el ruido de los bares o el tráfico peatonal de desconocidos en sus calles? ¿A qué esquina se fue la prostituta? ¿A qué puente se fue a morir de frío el mendigo que estaba en el parque? ¿Dónde está reproduciéndose el resentimiento de todos esos desplazados y olvidados?
Cada vez que hablamos de un nuevo espacio público de calidad, hablamos de batallas perdidas por comprender qué es realmente un espacio inclusivo, diverso, apropiado. Llegará en la utopía del mercado el momento en que, por las plazas perfectamente ordenadas y limpias, encontremos la uniformidad de las personas: maniquís caminando en su pequeña burbuja de perfección, donde curiosamente el espacio público es donde no pasa nada. Y allá lejos, una putrefacción sin espacio para ser vista, atendida y entendida. Desterrados no solo ya de la posibilidad de una casa, sino también de la calle. Ni dentro, ni fuera. Sin lugar.
Espacios de calidad, hoy más que nunca, se asemejan al concepto de productos de calidad. ¿A quién le estamos vendiendo esa ciudad, y quién puede comprarla? Ya lo decía Herni Lefevré en su libro El derecho a la ciudad: nada más contradictorio que un espacio que se pronuncia de todos y desarticula en nombre del civismo las inquietudes ciudadanas. El espacio público es, ante todo, el lugar donde se refleja el conflicto y la contradicción. Fuera de la narrativa divulgada por los empoderados, el espacio público parece ser hoy más que nunca un antónimo a las etimologías de sus palabras: la cimentación de un proceso urbano que ayuda de forma descarada a los desplazamientos a la segregación, alimenta al clasismo y colabora con la privatización.
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