Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
31 agosto, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Una escuela no es un edificio. Lo mismo se puede decir de otras especies de espacios: la biblioteca, el templo o el teatro, por ejemplo. La imagen romántica de un grupo de niños sentados bajo la sombra de un gran árbol escuchando al anciano del pueblo y aprendiendo de él nos lo enseña: es el acto que pone en relación al aprendiz con el maestro —o al lector con el libro, al creyente con sus dioses o al actor y a su público—, la acción y no el espacio; el acontecimiento —como afirmaba Tschumi— y no el edificio. En principio suscribo la idea. Pero hay que pensar también lo contrario: que los espacios o bien nos imponen usos y costumbres que nos hacen actuar de cierta manera y no de otras, o bien nos permiten e incluso nos invitan a inventar otras formas de ocuparlos. Por eso la arquitectura —y aquí hay que hablar de la arquitectura sin arquitectos: más allá o más acá del celo y del ego profesionales— también juega un papel en la enseñanza. No en balde Foucault ponía a la escuela junto al hospital, al monasterio, al cuartel y, finalmente, a la prisión, como ejemplos de esos dispositivos cuya función era disciplinar al cuerpo: siéntate derecho; no te muevas; pon atención. Ésas máximas de cierta rudimentaria pedagogía parecen estar inscritas en la forma misma de nuestras escuelas. Desde su escritorio, muchas veces elevado sobre una tarima, el profesor profesa la misma vocación del guardia en el panóptico: vigila y castiga. También enseña, claro, pero eso podría hacerlo en condiciones distintas: en un salón sin sillas ni pupitres fijos, como en las escuelas que se llaman a sí mismas activas, o bajo la sombra de un árbol. En cualquier caso la escuela es una fábrica: produce cierto tipo de humanos. Eso es claro en el edificio de la Bauhaus diseñada por Gropius, de la que Mark Wigley dice que es, literalmente, una fábrica que producía diseñadores para exportar al mundo entero —allá va Bertrand Goldberg a Chicago, Mizutani Takehiko a Japón o Michael van Beuren a México. Pero también podemos verlo en las escuelas rurales prefabricadas y producidas en serie en México, con el diseño —más bien: la estrategia— de Pedro Ramírez Vázquez.
Entonces, la escuela como edificio es tal vez sólo un recinto, pero su arquitectura es mucho más compleja. El edificio es parte de un dispositivo que produce y reproduce humanos pues, como escribió Jean François Lyotard, nosotros no nacemos humanos como los gatos nacen gatos —con unos minutos de diferencia. Producir un humano no es mero asunto biológico: lleva tiempo. Y la escuela —de nuevo: como un dispositivo y no sólo como edificio— es parte fundamental de ese proceso. Es un espacio, sin duda, pero también uno social, cultural y sobre todo político, en el más amplio sentido del término: como explica Peter Sloterdijk, la política es “el arte de una comunidad humana de repetirse en las siguientes generaciones”. Parafraseando la clásica cita de Churchill: formamos espacios que después nos forman a nosotros, ahí nos conformamos —en varios sentidos: nos damos forma los unos a los otros, nos damos por satisfechos, llegamos a estar de acuerdo. En la política clásica, la escuela es el lugar de la paideia: de la construcción del miembro ideal de la polis; y en la política de las cosas de la que habla Bruno Latour, la escuela es sin duda un sitio privilegiado de la asamblea: uno de esos sitios en los que “hablamos, decidimos, votamos y somos concebidos,” con “su propia arquitectura, su propia tecnología del discurso, su complejo juego de procedimientos, su definición de la libertad y del dominio, sus modos de reunir a los interesados y lo que les interesa”. En la escuela, pues, como edificio y sobre todo como dispositivo en este sentido amplio, la arquitectura se encuentra con una de sus dimensiones políticas, comunitarias y éticas fundamentales.
En su número 65, Arquine toca a la escuela desde varios aspectos. Por supuesto hay proyectos: grandes y pequeños, monumentales y otros básicos —y no sólo por su técnica o su apariencia sino por el papel que juegan: son soportes de lo que vendrá después. Algunos de esos proyectos son ejemplo de una doble enseñanza: han sido realizados por jóvenes en su etapa formativa y el aprendizaje así resulta doble: para el arquitecto en ciernes y para la comunidad con la que trabaja. También se dedican algunas páginas a reflexionar sobre el aprendizaje y la enseñanza desde la arquitectura —para arquitectos o no. Además, en las próximas semanas, en este sitio, iremos ampliando la discusión sobre este tema que, sabemos, es hoy —en general y en particular en México— de particular importancia: la manera como imaginamos ese espacio y esas arquitecturas que sirven para ayudarnos a imaginarnos a nosotros mismos como lo que somos y lo que queremos y podemos ser.
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
Paulo Tavares sostiene que debemos cuestionar radicalmente una de las presuposiciones que sostienen a la arquitectura moderna: que toda arquitectura [...]