Barcelona longitudinal: ejes verdes y supermanzanas
Las superislas, el proyecto urbano que busca recuperar algo del espacio que a lo largo del siglo pasado fue tomado [...]
17 mayo, 2024
por Carlos Lanuza | Twitter: carlos_lanuza_
Fotograma de "Off the Record" . Imagen: Gabin Rivoire
This is the need: that for a few beats, or thousands, I’m not. Not here. Not anywhere. In the place where there’s usually me, with all her anxieties and racing-racing thoughts and second-second guesses, there’s just happy flesh, pumping and swaying, tethered only by gravity.
McKenzie Wark, Raving (2023)
En 2010 hice un viaje a Irlanda y visité el University College de Dublín. Una de las personas con las que iba me comentaba, mientras entrábamos al campus, que las plazas de la universidad estaban llenas de jardineras, porque las autoridades no querían que estos fuesen lugares de reunión o de manifestaciones. Los estudiantes no tenían espacios, entonces, para juntarse, socializar, debatir, ponerse de acuerdo o simplemente para divertirse en grupo, porque esto resultaba una amenaza a la institución.
Hasta hace unos años, siempre había pensado que el espacio político es exclusivo de las instituciones gubernamentales en las que se decide el futuro de las naciones, de nuestras vidas y nuestros cuerpos: parlamentos, senados, juzgados, casas presidenciales, ministerios, cárceles. Hasta una edad muy avanzada no me di cuenta de la verdadera importancia que tiene el espacio público como espacio político, como espacio de lucha y manifestación. La calle y la plaza son escenarios donde la sociedad civil es capaz de demostrar aquello con lo que no está conforme cuando esas instituciones, que se supone que velan por nuestro bienestar, no representan la voluntad de esa sociedad.
Tampoco hace falta decir que en regímenes totalitarios estas actividades están controladas por completo, si no es que prohibidas. La abolición del pensamiento divergente o contestatario es síntoma de cualquier devenir antidemocrático. Pero, ¿qué pasa entonces cuando la sociedad no tiene espacios para reunirse, espacios para ser uno mismo, espacios de libertad? ¿Es posible encontrar lugares en los que la normatividad desaparece, en los que podemos demostrar nuestro descontento, nuestro “verdadero” yo? ¿Y cómo reacciona la sociedad biempensante ante ellos?
En el documental Off the Record (2021), Dave Haslam, DJ en el club nocturno The Haçienda, relata cómo el gobierno de Margaret Thatcher —igual que el de Ronald Reagan— promovía una visión de la vida por completo individualista, así como una visión de la vida en la que cada uno era responsable de su futuro, disolviendo la idea de lo colectivo. Este cambio de paradigma resulta radical: la idea de la soledad existencial se multiplica al no tener con quien identificarse, compartir o sentirse acompañado. Tus temores, alegrías o frustraciones no pueden ser compartidas, no hay empatía, pero sí aislamiento. Es fácil pensar entonces que los problemas personales no son problemas sociales generales, y que la causa de todo esto somos nosotros, y no la economía y la política.
Así fue como las salas privadas se convirtieron en espacios donde los jóvenes podían evadirse. Aupados por el éxtasis —hoy conocido como MDMA, cristal, M o Molly— estas salas se encargaron de liberar a la gente. Altas dosis de empatía generadas por el consumo de drogas y espacios donde uno podía ser quien quisiera se convirtieron en válvulas de escape para toda una generación. La música electrónica, sin letra, con ritmos repetitivos y a diferentes velocidades generaría atmósferas adecuadas para desaparecer, como dice McKenzie Wark, de un presente completamente alienante por unos instantes.
La música house y tecno, tal como las conocemos hoy, surgieron en la década de los 80, la primera en Chicago a principios de la década y la segunda en Detroit. Ambas fueron el producto de un contexto de espacios marginados donde negros, gays y latinos se reunían. También en los años 80, el vogue aparecería en los ballrooms de Nueva York. La película Paris is burning (1990, Jennie Livingston) es un gran registro en el que se muestra este fenómeno. Jóvenes negros y latinos gays, todos pobres, se reunían en salones para hacer competiciones de baile. Crearon toda una subcultura, oculta y despreciada, que generaba un valor en sí misma y se situaba ya no en el borde de lo normativo, sino en lo completamente opuesto. Estos jóvenes crearon su propio mundo con sus propias reglas, una sociedad en sí misma agrupada en familias que se convertían en el refugio de personas rechazadas por otra sociedad en la que no tenían cabida.
A todos estos fenómenos se sumó la epidemia del SIDA, que se superpuso a las capas de marginalización de minorías negras, gays y trans y que acudían a estos espacios de fiesta. El componente sanitario añadiría una arista más a una realidad ya de por sí compleja, y que alargaría la sombra de la connotación negativa que la sociedad proyectaba sobre ellos. Un cóctel que ayudaría a perpetuar la idea de grupos sociales malditos a ojos de los otros.
Estos espacios de fiesta, de contra y subcultura, de rechazo a lo normativo, de cuidado por lo diferente, por lo abyecto, también son espacios sociológicos, conformados por multiplicidad de capas, olvidados y rechazados por aquellos que lo consideran sucio, sin importancia, porque son habitados por monstruos, por personas que no tienen ningún valor, ni social, ni económico, porque no son rentables. Los espacios que ocuparon estas manifestaciones contraculturales, y que siguen ocupando, suelen estar en la periferia de la ciudad, en edificios abandonados, en predios baldíos. Como dice McKenzie en Raving, son junk-spaces —definidos por Rem Koolhaas como espacios residuales, productos que deja a su paso la modernización, sus daños colaterales, sus residuos.
Música y política convergen en las antípodas, y quizás han creado, no un movimiento, pero sí una cultura en la que el proceso de volatilización de lo colectivo, la ruptura del grupo, la lucha organizada, de esta atomización de la sociedad, ha llevado a que sea el propio cuerpo el espacio de lucha. Ahora es el cuerpo el que se politiza, ya no el colectivo. El cuerpo es un amasijo de miembros, con mente propia, quienes se manifiestan y reivindican unos derechos que les han sido siempre negados, porque estos cuerpos han sido predispuestos por la tradición a producir, procrear y mantener un sistema económico que sólo sabe crecer. Una vez abierto el frente de los derechos de negros, homosexuales, queers y trans, la lucha política trasciende el espacio de la fiesta y continúa contaminando y esparciéndose por la ciudad. Porque al final, la lucha por los derechos de estas minorías es la lucha por los derechos de todos los demás.
Estos espacios rave, música electrónica, de drogas que te vuelven empático, o que simplemente te transportan a otro lugar, han ido nutriendo una conciencia colectiva que ya no se basa tanto en las manifestaciones más usuales —las de tomar la calle, por ejemplo—, como en ser conscientes de que nuestros cuerpos y éticas los construimos a base de reflexión, y no de sometimiento. Estos espacios físicos han permitido la visibilización de personas que no se sienten conformes con lo establecido, y han ido dado oxígeno a personas que necesitan recrear una realidad alternativa, porque la otra las asfixia.
Además, cuando pensamos que el espacio político está en los parlamentos, nos olvidamos que esos espacios políticos están poblados por cuerpos políticos también, sometidos a una carga identitaria de la que probablemente no son conscientes: personas blancas y heterosexuales que no logran entender que puede haber diferentes sexualidades y afectividades, así como no logran entender la suya propia. Porque en el momento de querer, no hace falta entender, hace falta sentir.
Es muy complicado explicar por qué las personas homosexuales se sienten atraídas por personas de su mismo género, así como es difícil de explicar por qué las personas heterosexuales se sienten atraídas por personas del género opuesto (las explicaciones religiosas o darwinistas son meros mantras vacíos que sirven para justificar estructuras económicas y políticas, pero no explican en sí esta atracción). Cuestionarnos por qué otras personas se sienten como se sienten no es una cuestión sólo de entendimiento, sino de empatía, de libertades más que de encasillamientos.
Estos lugares son la disco, la fiesta, la calle, el cuerpo, los libros; espacios de lucha que siguen abriendo caminos y que, pesar de todo, siguen permitiendo la reunión de cuerpos —física y mentalmente— que, a su vez, siguen creando colectividades ahí donde la economía los expulsa. Siguen siendo espacios que habitamos y que nos habitan.
Mi cuerpo vivo, no diré mi inconsciente ni mi conciencia, sino mi cuerpo vivo que engloba todo, absolutamente todo, en su mutación constante y en sus múltiples devenires, es como una ciudad griega, en la que los edificios contemporáneos trans conviven con postmodernas arquitecturas lesbianas y con bellas mansiones femeninas art déco, bajo cuyas fundaciones subsisten ruinas clásicas, restos animales o vegetales, fundamentos minerales y químicos a veces invisibles.
Paul B. Preciado, Yo soy el monstruo que os habla. Informe para una academia de psicoanalistas (2020).
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