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Columnas

Escala de grises: sobre el (des)encanto cromático

Escala de grises: sobre el (des)encanto cromático

19 julio, 2018
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio

Se anticipó al escribir este texto que lo más probable sería que su lectura fuese vía una pantalla: un celular, una computadora o una tablet. Por lo contrario, en caso de que este texto se imprima, lo sería digitalmente vía una interfaz que trans-codifique las letras a una imagen textual imprimible: tinta sobre papel. Vivimos rodeados de imágenes y de pantallas. Como lo apuntó Martin Jay,(1) el régimen de lo visual tiene sujetada nuestra realidad contemporánea: más allá de cualquier cosa que podamos oír, oler o sentir, es lo que vemos lo que constituye nuestra percepción y luego nuestra identidad. Pero ¿qué es una pantalla o una imagen sino un arreglo especifico de pixeles? Y a su vez, ¿qué es un pixel sino un punto de color particular entre otros de color distinto? De aquí surge una desafortunada contradicción: por un lado, nuestra sociedad contemporánea valora por encima de lo demás las imágenes y lo visual, mientras que por el otro lado, transcurrimos por un momento histórico en el cual los colores —las piezas fundamentales que constituyen las imágenes— han sido aparentemente secularizados. 

¿A que nos referimos al hablar de la secularizaron de los colores? Estos existen hoy principalmente en su condición cuantitativa. Los tenemos bien ubicados dentro del espectro cromático: un color con relación a otro y con sus respectivas frecuencias de onda electromagnética. Es decir, al reducir los colores a sus características meramente numéricas desde la perspectiva científica —particularmente la física— quedan ofuscadas y excluidas todas las demás alternativas a través de las cuales podrían ser concebidos. El acto de cuantificar de esta manera todos los colores posibles tiene implicaciones fuertes. El despojar al color de su dimensión cualitativa implica que todos tienen los mismos valores o, mejor dicho, todos carecen de valor alguno. Si así se supone, cualquier color dentro de la extensa gama cromática se puede usar indistintamente, inclusive de forma arbitraria, pues se le niega algún otro significado más allá del color mismo. Subyugados bajo esta mirada, pareciera ser que los colores no están conectados de ninguna manera con nada fuera de sí. No se supone una exterioridad porque el color es ya una unidad limitada, sujeta a nuestra percepción y luego a nuestro gusto.

Esto no siempre fue así: antes de nuestra sociedad occidental moderna, las culturas de todo el mundo relacionaban los colores con algún tema cosmogónico o místico. A diferencia de hoy, los colores tuvieron en otros tiempos un trasfondo de plenitud cualitativa, es decir, algo más allá de su percepción: tenían personalidad, sensualidad y un discurso valorativo. En la cultura Náhuatl, por ejemplo, Tlatlaltik se usa para designar a cualquier cosa grisácea, pues se trata de una metáfora cuya origen es el sustantivo tlalli, que significa tierra, y a dicho color grisáceo le acompaña su respectiva carga simbólica, pues la tierra se concibe dentro de dicha cultura como una fuente creadora de vida. Lo notable al mencionar dicho ejemplo es el hecho de que un color que pareciera para nosotros reducible a un código digital (o de cualquier otra sistema de estandarización), para otras culturas representaba un engranaje medular que, junto con todo lo demás, conforma su compleja cosmovisión y campo de representación.                    

La condición actual, que mantiene al espectro cromático limitado bajo a la racionalidad lógica moderna, es el resultado de una serie de procesos históricos que se intensifico a lo largo del siglo pasado. Podríamos anotar aquí dos ejemplos que ayudan a esclarecer este devenir. El primero: la colección de pigmentos de Edward Forbes, exhibida hoy en uno de los Museos de Arte de Harvard. Esta consiste en una compilación de mas de 2,500 objetos y pigmentos de todo el mundo, acumulados a lo largo de la primera mitad del siglo XX y cuyo objetivo es coleccionar, analizar, conservar y posiblemente reproducir sus distintos colores y tonos. Esta manera de coleccionar colores podría representar un primer esfuerzo hacia la secularización cromática, pues se coleccionan de una manera no jerárquica, acumulativa, taxonómica, y cuya meta es sintetizar la integridad de los colores a su aspecto medible. Dentro de esta colección de pigmentos, un color solo adquiere su sentido con respecto (y contraste) a los demás pero nunca por si solo, pues la dimensión cualitativa del color es sutilmente cancelada. El segundo ejemplo de un suceso dentro la progresión histórica hacia la neutralidad del color va en una dirección similar: el sistema de estandarización Pantone. Dicho sistema podría considerarse la consecuencia lógica del proceso de secularización del color, pues supone una codificación y estandarización universal, que sitúa a todos los colores en un mismo nivel y después les asigna un código como única manera de identificación. Los recientes productos Pantone (tasas, libretas, bolsas, fundas de celular, etc.) representan un afán por introducirle al color una nueva faceta cualitativa: travestir al color de mercancía, es decir, la secularización ultima. Desafortunadamente, si los colores carecen de un trasfondo alegórico, aquella gama de productos no es más que una variación del mismo tono de gris. 

El desenlace contemporáneo propio de este desencanto del color y su respectiva neutralidad valorativa se refleja en las pantallas: las interfaces digitales que constituyen una parta significativa de nuestras vidas, leen desde esta interpretación frívola todos los colores y refuerzan nuestra concepción exclusivamente cuantitativa de ellos. La codificación digital sRGB tiene la capacidad de descifrar y reproducir más de 16 millones de colores vía un código hexadecimal, es decir, la carga simbólica, alegórica, cualitativa, o comunicativa de cualquier color es anulada, pues se le ha destilado hasta la pureza de la futilidad cuantitativa. Aquellos 16 millones de colores reproducibles digitalmente superan por mucho a los 2,500 dentro de la colección de pigmentos de Edward Forbes y los 1,867 tonos catalogados por Pantone; cada vez hay más colores y menos significado. Gracias a esta secularización tajante se podría anunciar metafóricamente, que lo que hoy nos queda es una desencantada escala de colores pálidos, descoloridos no por sus carencias cromáticas, sino por su falta total de contenido trascendente.  

La arquitectura ha sido fiel cómplice y colaboradora de este proceso de limpieza del color. Hoy, al construirse un edificio, puede proceder a pintarse del color que sea, indistintamente. El color parece ser una muletilla, un accesorio que se le agrega al final en vez de ser un elemento constitutivo dentro de mismo proceso de diseño y producción. El tono y color de un edificio se piensa prescindible, pues no se considera que ningún color tenga jerarquía o valor con respecto a otro. Tal podría ser la razón por la cual resulta mejor forrar una torre con cristal reflejante para ahorrarse una discusión irrisoria. A lo largo del siglo pasado, la arquitectura típica del movimiento moderno fetichizo el muro blanco, cediendo a la contradicción al establecer un vinculo casi cosmogónico de progreso y pureza —una paradoja que inclusive hoy ha perdido vigencia. 

En el pasado hubo intentos formidables por revertir la vacuidad cromática y bríndarle a los colores las particularidades cualitativas de las cuales fueron despojados con la modernidad. La Teoría de los colores de J.W. Goethe aspiraba a reconciliar las explicaciones científicas del espectro cromático con una serie de atributos cualitativos; asoció el rojo con la hermosura, el naranja con lo noble, etc. De la misma forma, las vanguardias de principios del siglo XX aspiraban a romper el esquema de lo racional y transcender el descanto moderno vía el color: un ejemplo podría ser el neoplasticismo de Piet Mondrian y de Theo van Doesburg. El ultimo intento de emancipación cromática importante vino con los expositores del movimiento artístico conocido como el expresionismo abstracto, pero al igual que sus antecesores falló, pues el color por si solo resultó impotente sin un marco de referencia que lo permita establecer relaciones alegóricas, es decir, representaciones no racionales. 

La digitalización del mundo ha subyugado los aspectos cualitativos de los colores, aunque su secularización total es imposible – algo que las agencias de publicidad, por ejemplo, saben muy bien. Aun nos quedan fragmentos asociativos cromáticos y salen —literalmente— a la luz cuando decidimos pintar nuestras casas, cuando escogemos la ropa al vestirnos, al designarle algún fondo a nuestras pantallas, etc. Una pregunta con la cual podríamos contrarrestar el desencanto cromático es, ¿cuál es tu color favorito? Y mejor aun, ¿por qué?


Notas:

(1) Martin Jay, “Force fields: Between Intellectual History and Cultural critique” (New York, NY: Roultledge, 2013), Chapter 9: Scopic Regimes of Modernity, 114-134.

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