José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
19 enero, 2018
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En el año 2009, el Jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, y el médico y secretario de salud, José Armando Ahued, tomaron la decisión de suspender las actividades públicas del entonces Distrito Federal por alerta epidemiológica. Tal como lo reporta Arturo Páramo para Excélsior, “los casos reportados en hospitales del sur de la ciudad eran de una rara especie de gripe que se resistía al tratamiento con los antivirales de rutina. Cultivos de la cepa fueron enviados a los laboratorios en Canadá y Estados Unidos al tiempo que en la Ciudad de México se multiplicaban los casos de esa gripe fulminante”. Gracias a las medidas que se accionaron, cuerpos de enfermería trabajaron a un lado de la milicia, las escuelas capitalinas fueron desalojadas y en los transportes públicos aparecieron los tapabocas y los desinfectantes. En el mismo texto de Páramo, una memoria retrospectiva de los sucesos, se encuentra señalado que poco más de 1200 personas murieron por la influenza AH1N1. En un panorama mucho más general, Ahued le declara al periodista que la ciudad atraviesa una crisis: “Más que administrar la actual la salud de los capitalinos, avizora que hay que prepararse para la debacle que se avecina”. Y esa visión no tiene únicamente un fundamento biológico. La obesidad y el riesgo que implica para los mexicanos su propia actividad sexual se encuentran espoleados por idiosincrasias culturales y educativas. Mientras ambos síntomas incrementan sus índices, existen los esfuerzos por evitar que arribe la educación sexual a las escuelas o por sostener con presupuestos o espacios dignos a las actividades deportivas, ya no digamos en lo que respecta únicamente al ámbito escolar: las áreas para hacer ejercicio son expropiadas para que así cumplan con otras agendas.
Pero, aparte de estas tensiones eternas entre las iniciativas públicas y las consciencias que reprueban la repartición de preservativos, se construye otra significación que resulta, algunas veces, mucho más activa que los debates meramente informativos sobre la enfermedad en los ámbitos urbanos. Cada epidemia trae consigo un relato, una ficción colectiva que, en sí misma, no se opone a una construcción de verdad sino que termina funcionando precisamente como una definición de la realidad. En las crónicas neoyorkinas que se pueden leer sobre los primeros años del SIDA, se narra cómo los doctores, para atender a ésos enfermos, no usaban únicamente las batas reglamentarias sino que se aproximaban usando un traje casi de astronauta. Los hospitales modificaron sus funciones espaciales con el fin de que ingresara aquello que aún era desconocido y que tenía la forma de una decrepitud que, aún para el personal médico, acostumbrado a las violencias del cuerpo humano, no podía asimilar tan fácilmente. De la misma manera, los espacios fueron tomados por la pulsión del SIDA. Primero se dijo que se esparcía a través de los retretes y, en los momentos más cruentos, surgió el terror ante la proximidad. Estar a un lado de alguien contagiado era estar en presencia de la enfermedad misma. Tal vez sea por esto que la enfermedad pone en crisis a los espacios públicos y a la civilidad que albergan. Si te era indiferente tu vecino de asiento en el autobús, la evidencia de un sarcoma sobre su piel puede provocarte pánico. De la misma manera, durante el brote de sífilis londinense a principios del siglo XIX, las prostitutas fueron la encarnación del virus y no sus meros huéspedes, al borde de que, hoy por hoy, los índices de prostitución citadina son tomados en cuenta también en las esferas de la salud pública. Desde otro extremo histórico, el antisemitismo en la época fascista tuvo su explicación biológica, lo mismo que el racismo contemporáneo estadounidense. La frenología y la microbiología proveyeron de los sustentos “objetivos” que aceleraron la segregación espacial de ambas poblaciones, lo que trajo como consecuencia la suspensión de lo público en los espacios urbanos, antes de que el periodo neoliberal propusiera a los centros comerciales como un dispositivo discriminador.
El relato ideológico sobre la enfermedad permite expandir nuestras nociones mismas sobre lo que es la enfermedad. Si un virus es una alteración sobre la armonía de la salud, una diferencia a la que hay que erradicar, la pulcritud de los espacios públicos puede verse alterada por aquello que no corresponda a lo que normalmente se encuentra ahí. Las noticias sobre migrantes que son atacados por hablar español en tiendas, en parques o en medios de transporte, nos permiten intuir que, para cierta nacionalidad, el lenguaje es un virus, un síntoma que intoxica los espacios. La influenza que vació la ciudad no estuvo exenta de sus teorías conspirativas, aunque ese cuidarse de las calles actualmente permanece. Después de la gripe, para la ciudad comenzó la paranoia ante otra alerta de salud pública: el narcotráfico.
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