Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
3 abril, 2016
por Juan Palomar Verea
Queda el público enterado, por algunos periódicos, que el famoso arquitecto canadiense-norteamericano Frank Gehry proyectó y construyó su primer velero. Magnífico. Se espera entonces que tengamos ante los ojos una estramancia flotante llena de chipotes y geometrías retorcidas, de gestos gratuitos y materiales extraordinarios, y cuya más que caprichosa forma no pudo haber sido determinada más que con ciertas computadoras que compiten en sofisticación con las de la Nasa. Un seguro candidato al naufragio, pues, y al acostumbrado ridículo que acarrean la pretensión y la vanidad formal.
Las imágenes, por fortuna para el armador, desmienten lo anterior. El navío responde sobriamente a las leyes marinas: el casco es simétrico, afilado, de atinadas proporciones. Su cubierta es limpia y lleva en torno a ella una prudente barandilla muy normal. La vela mayor está en su lugar y tiene una botavara curiosamente recta (para las manías de quien la dispuso) y el foque guarda el orden obligado. Nadie lo creería, de entrada.
Pero construir un edificio que además navegue es cosa muy seria. Las exigencias de la supervivencia en los mares son astringentes. Primero, flotar sin zozobra, soportar el incansable ir y venir del oleaje; y luego, avanzar con eficacia, con certeza, utilizando las fuerzas de los vientos como herramienta. Estos son principios milenarios, invariables. Los marinos de todas las latitudes y de todos los tiempos, a pesar de la relativa variación de sus soluciones, se atienen a ellos, rigurosamente. Hay simetría, equilibrio, escasa resistencia a la fricción del agua, reciedumbre. Hay proporción entre la superficie de las velas y el casco. Hay quilla, proa, popa, timón: todas estas piezas funcionan con un orden claro, bajo el mismo imperio de los elementos. Y hay, con frecuencia, una extrema, depurada belleza. La que nace de la función bien resuelta, del acuerdo de la embarcación con sus fines –y en algunos casos, del genio intransferible del marino. Pero, al final, un buen velero es todos los veleros, y es él mismo.
Los edificios que se fincan sobre la tierra deberían, quizás, atender a los mismos principios. Adaptándose, claro, a cada emplazamiento particular, a cada circunstancia específica. Pero, por encima de estas señas, una arquitectura debería aspirar a la economía, la funcionalidad en términos amplios, la expresión de la belleza que reside en su misma esencia. Como un velero. (Esto, Renzo Piano, descendiente de armadores genoveses, bien que lo sabe.)
Nada que ver entonces, señor Gehry, con las protuberancias confusas y desconcertantes que por años han hecho su fama. Nada que ver con las inquietantes incoherencias de los espacios internos de sus construcciones con su manifestación externa, con los elementos disparatados, con el vacuo despliegue tecnológico y monetario que no alcanza ni a tocar la piel de la belleza, ni a entregar –en medio de un mundo convulso- ni un ápice de serenidad. Más bien, parecería que toda esa gesticulación es un superficial intento de sumarse a esas siniestras convulsiones del mundo. En otras palabras, podría ser que estos multipremiados, multifotografiados edificios, a pesar de sus onerosas estructuras, se hundan, como veleros absurdos. Que se hundan en el extravío de una época tan necesitada de sentido común, de lógica, de inteligente economía, y sobre todo de belleza. Lo peor es que esos naufragios ocurren, encandilan y engañan a los ojos ingenuos de miles de estudiantes de arquitectura y de arquitectos de todo el mundo, a la mirada de quienes creen que tales producciones son la última manifestación de la moda, de “lo que se lleva esta temporada”.
Extraño velero, pues, por ser de un autor como Gehry. Muy bonito, sin duda, muy útil también como reflexión, esperemos. Apenas algunos inevitables gestos ensucian la grácil nave: el timón está hecho de tablas desordenadas; y cualquiera que haya empuñado un timón sabe cómo tal artefacto debe construirse. Luego, la cabina tiene un grotesco plafoncito con perforaciones medio “fractales”. Y así, casi nada. El velero, por lo demás, parece impecable.
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