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El templo y el cenotafio

El templo y el cenotafio

25 diciembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

¡Espíritu sublime! ¡Genio prodigioso y profundo! ¡Ser divino! ¡Newton! ¡Dígnate aceptar el homenaje de mi débil talento! ¡Ah! Si me atrevo a hacerlo público es porque estoy persuadido de haberme superado en el proyecto del que voy a tratar.

Así empieza Etienne Louise Boullée la presentación en su Arquitectura, ensayo sobre el arte, del monumento fúnebre que le dedicó al físico inglés. Nacido en Wolstrop, condado de Lincoln, el día de Navidad del año 1642, escribió Bernard le Bovier de Fontenelle en una biografía publicada en Londres al año siguiente de la muerte de Newton, el 20 de marzo de 1727. Fontenelle dice que Newton fue admitido en el Trinity College de Cambridge en 1660, a los dieciocho años, y que al estudiar matemáticas empleó sus pensamientos muy poco en entender a Euclides, juzgándolo demasiado simple y fácil como para dedicarle demasiado tiempo; lo entendió, agrega Fontenelle, casi antes de haberlo leído.

Además de la geometría, la óptica y, por supuesto, la física, a Newton también le interesó la arquitectura. Newton dedicó más tiempo que el merecido por Euclides a estudiar los libros de Vitruvio y la reconstrucción del Templo de Salomón emprendida por Juan Bautista Villalpando a finales del siglo XVI. Tessa Morrison dice que el interés de Newton por el Templo de Salomón inició a principios de la década de 1680 y se prosiguió a lo largo de toda su vida. También dice que “Newton consideraba de suficiente importancia intentar la reconstrucción del Templo a partir de la Biblia y de fuentes históricas, al mismo tiempo que escribía sus Principia Mathematica. Dedicó una cantidad considerable de tiempo a investigar el diseño del Templo, la longitud del codo hebreo y los rituales del Templo.” Morrison explica que Newton “veía al universo como un criptograma dispuesto por el Creador e intentaba descifrarlo,” y que “el Templo era una parte integral del rompecabezas.” Para Newton sus Principios Matemáticos de Filosofía Natural, su obra fundamental publicada en 1686, eran una pieza fundamental para entender el diseño del Gran Arquitecto, mismo que había sido puesto en operación en la construcción del Templo de Salomón —una obra, dice Alberto Pérez Gómez, “que revelaba el auténtico orden más allá de los caprichosos gustos de los hombres y de cualquier expresión temporal de poder político.” Pérez Gómez también explica que la reconstrucción del Templo emprendida por Newton estaba guiada por “especulaciones místicas y religiosas” y que a diferencia de Villalpando, ignoró a Vitruvio en su proyecto, para centrarse en una tradición exclusivamente judeocristiana. Agrega que su reconstrucción “era consistente con la metafísica y la teología que implícitamente sustentan su filosofía natural.”

El Templo de Salomón que Villalpando y Newton, entre muchos otros, intentaron reconstruir a partir de las visiones del profeta Ezequiel, era más que un edificio simbólico: más que el emblema del orden del universo era su manifestación material de acuerdo a los designios mismos del Creador. El centotafio que diseñó Boullée para Newton era también más que un edificio. Pérez Gómez, de nuevo, dice que “más que un monumento a los objetivos comunes del arte y de la ciencia, es la enfática imagen de un cosmos jerárquico y perfectamente integrado, de un marco radical de valores compartido por todos.” Pero aunque apuntaba a esa visión trascendental que revelaba el orden último del cosmos, era física y materialmente la imagen de un universo cerrado. En su exaltada descripción, Boullée continuaba:

¡Oh Newton! Si por la amplitud de tu inteligencia y la sublime naturaleza de tu genio, has determinado la forma de la tierra; yo he concebido la idea de envolverte con tu descubrimiento. De alguna manera es como envolverte contigo mismo. ¡Ah! ¡Cómo encontrar fuera de ti nada que pueda dignificarte! De acuerdo con estos puntos de vista, he proyectado caracterizar tu sepultura por medio de la figura de la tierra. La he rodeado con flores y cipreses para rendirte homenaje a la manera de los antiguos.

La retórica de Boullée revela mucho: un hombre, por más vasto y profundo que fuera su genio, es transformado en espíritu sublime que, al mismo tiempo, se transforma en el mundo entero con el que es envuelto: ¡como envolverte en ti mismo!, dice Boullée. Más aun: ¿cómo encontrar fuera de ese hombre ahora divinizado algo que pueda dignificarlo? En el cenotafio de Newton realmente no hay más allá. El mundo trascendente en el que aún pensaba y creía el científico inglés —ese que se materializó en el Templo de Salomón— se reduce a una proyección: de día, el interior de la gran esfera que envuelve la imagen de Newton —un cenotafio es una tumba vacía, sin cuerpo— es totalmente oscuro: los límites del espacio físico desaparecen, pero no para apuntar a un más allá sino para hacer que ese más allá se presente aquí y ahora. Boullée escribe:

La luz de tal monumento, que debe ser tan parecida a la de una noche pura, está producida por los astros y las estrellas que decoran la bóveda del cielo. La disposición de los astros es conforme a la que presentan en la naturaleza. Estos astros están figurados y formados por pequeñas aberturas en forma de embudo, practicadas en el exterior de la bóveda y que, viniendo a dar al interior, establecen la figura que les es propia. La luz exterior, al penetrar a través de esas aberturas en el oscuro interior, contornea todos los objetos expresados en la bóveda.


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El efecto de esa imagen extraordinaria —como de magia, dice Boullée—, traslada el universo entero a la superficie interior de la esfera. En el Panteón en Roma, por ejemplo, la esfera virtual se abre literalmente mediante el óculo en el domo hacia un orden superior, mientras que en las cúpulas de muchas iglesias católicas la luz que viene de afuera simboliza la trascendencia del orden divino. Incluso la decoración pintada, de haberla, disuelve la materialidad de la cúpula para hacer manifiesto un orden sobrenatural. En cambio, en el cenotafio para Newton de Boullée, la materialidad de la bóveda también desaparece pero no para abrirse o para simbolizar un orden sobrenatural, sino para hacer patente el orden natural: el edificio es el cielo —justamente porque es un artilugio mágico. El edificio es, además, el universo, que es el mundo, que es el hombre envuelto en sí mismo porque ya es imposible encontrar fuera de él algo que lo dignifique. Seguramente a Newton, que tanto tiempo dedicó a entender el orden divino del universo a partir de la descripción del orden, también divino, de un edificio, le hubieran parecido extrañas y quizás inaceptables las implicaciones del diseño de Boullée, donde el edificio-mundo se refería finalmente a un hombre, genial sin duda, pero al fin humano, demasiado humano.

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