Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
2 octubre, 2017
por Juan Palomar Verea
Jojutla, Morelos. 18,000 habitantes menos cuarenta. Las partes nuevas del pueblo, por las que obviamente se entra, muestran una apariencia horripilante. Pero no por el terremoto que convirtió a esta localidad en una de las más afectadas por los recientes ataques telúricos mexicanos. Más bien es por el prolongado sismo que han representado décadas de abandono, corrupción y descuido general por conservar y construir un pueblo razonable y coherente. Aunque pueda parecer frívolo (y ciertamente no lo es) es preciso decir que la fealdad y la desarmonía, que expresan distorsiones sociales profundas, han operado aquí a sus anchas y largas sus efectos corruptores.
Pero el centro, el pueblo viejo, es otra cosa. Desde que se pone allí el pie desciende una honda tristeza. Todo está dislocado, y cerca de cuarenta muertos no se acaban de ir, no se irán. La parroquia está totalmente destruida, una cercana capilla casi toda; multitud de viviendas y tiendas yacen por el suelo. Los bulldozers están arrasando manzanas enteras de casas –muchas de más de un siglo de particulares e insustituibles historias familiares a través de generaciones. Nomás el río –Heráclito- parece ser el mismo. Junto a él, una gran tienda de abarrotes con vivienda encima se derrumbó rumbo a la corriente, y es un arquetipo de todo lo mal edificado, y de todo lo erigido en lugares de alto riesgo, lugares que la corrupción y la tontería sentencian a muerte a lo largo y lo ancho de todo el país.
Desafortunadas declaraciones están provocando una verdadera masacre de construcciones de adobe, muchas de ellas patrimoniales. Se infirió a la injustificada generalización de que este material “no es seguro” y se dio así carta abierta a la dilatada destrucción de muchas edificaciones arreglables. Se oyen voces diciendo que, como siempre, ya asoman las orejas los negocios del desastre. Pero la gente luce extrañamente pasiva, tranquila, o pasmada, quizás. Nadie de los damnificados se ve atestiguando la ruina total de sus casas. A lo mejor hacen así mejor. El antiguo Palacio Municipal perdió una esquina y el remate, con todo y reloj. Tal vez sea por eso que la general y lenta confusión que reina se hace más patente.
Una muy provisional y aventurada hipótesis podría sostener que los indescifrables temblores destruyen de muy diversos modos, como escogiendo sus víctimas cada vez. En México 1985 sufrieron los edificios relativamente altos, entre ocho y doce pisos. En el de este año la furia se abatió, sobre todo, con los que tienen de cuatro a seis niveles. En Jojutla, el temblor se encarnizó con el adobe (y por supuesto con lo deficientemente erigido). Pareciera que una determinada frecuencia del sismo (o como técnicamente se diga) se empata con la de ciertos materiales y estructuras y resulta entonces letal.
La ayuda, social y oficial, es nutrida. Un grupo de arquitectos voluntarios, cada vez más deprimidos, deambula entre los escombros, tomando fotos, haciendo evaluaciones y croquis, arriesgándose bajo los tejabanes a medio caer, hablando con la gente. Los taciturnos y fieros soldados los dejan hacer. Estamos en el Plan DN-3. En ciertos lugares huele a muerto ¿cadáveres por rescatar, animales?
Queda clarísimo que aquí lo que se ocupa es un nuevo pueblo. Una ciudad modelo. Que rescate su territorio, su patrimonio, su tradición y su vigencia, ahora negados por la marea de injusticia y corrupción que los últimos setenta años representa. Es indispensable un plan micro regional, otro del contexto inmediato, y otro del casco del pueblo. Son indispensables la antropología, la sociología, la historia, las ingenierías, y sobre todo la arquitectura urbana y la de edificaciones específicas, y restauraciones múltiples. Es preciso y urgente volver a acordar al pueblo con la naturaleza, con las formas de vida que quiere la gente, con las tradiciones valiosas, con lo nuevo.
Desde Zacatecas, los raudos bomberos llegaron a ayudar muy activamente, y hacen casi instantáneos diagnósticos sobre lo que se va y lo que se queda. Tres códigos marcan lo que resta de las fachadas: rojo, se demuele de inmediato; amarillo: se puede entrar a rescatar pertenencias pero no permanecer; verde, la edificación es segura. Los puntos rojos son una constelación del horror y la tristeza.
La labor es inmensa, aquí y en tantas partes. Y apenas comienza.
PD. Mientras esto pasa, llegan noticias de Guadalajara. Aparentemente la Academia de Arquitectura continuará ocupada preparando su bienal. Elocuente.
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