Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
14 mayo, 2016
por Juan Palomar Verea
Hace unos días, en medio de una de las últimas crisis de tráfico y contaminación de la Ciudad de México, se oía por el radio, a bordo de un taxi perfectamente atorado en el Circuito Interior, la voz de un “especialista” en movilidad que impartía su receta ante el problema. Es cuestión, decía, de cambiar todo el parque vehicular que actualmente se mueve con motores de combustión interna por vehículos eléctricos. Y ya, concluía muy orondo. Luego procedía a hacer cuentas alegres, y estratosféricas.
El problema no son las piezas: es el sistema. Moverse individualmente en las grandes ciudades a bordo de vehículos particulares, de manera indiscriminada, es un camino que no tiene salida. Eléctricos, hidráulicos o de gasolina o diesel. Basta observar la experiencia de todas las grandes ciudades. La contaminación ambiental producto del actual estado de cosas nos está (literalmente) matando. Pero hay también otro tipo de contaminación, más insidiosa y no menos letal: la del tiempo, precioso e irrecuperable, que el actual “sistema” de transporte nos está robando a diario. Y quitar tiempo es quitar vida. Los habitantes de las grandes ciudades se ven obligados a consumir partes cada vez más importantes de sus jornadas en intentar llegar de un punto a otro.
Tomemos otra vez el ejemplo de la avenida López Mateos de Guadalajara. De un extremo al otro, trayecto obligado diariamente para decenas de miles de automovilistas, puede un usuario tardar de hora y media a dos horas en ciertos periodos. Póngasele un precio real a cada hora/persona. No lo que gana en su trabajo; lo que significa además en términos vitales, humanos, plenos. Un buen economista de las ciudades podría dar una cifra. Ahora multiplíquese ese número por los millones de horas perdidas, como en un gigantesco resumidero, en transitar ese corredor. El resultado sería asombroso, e indignante. Pero también útil.
Útil, porque revelaría la magnitud del problema y la profundidad del error que se ha venido cometiendo. Útil porque pondría en contraste las cuantiosas inversiones realizadas para lograr que la velocidad promedio sea de 15 kilómetros por hora como espectacular resultado. Útil porque López Mateos es un ejemplo de punta de a lo que conduce la equivocada fe en un sistema de locomoción que desde hace mucho es absurdo, y que se ha intentado replicar por diversas partes de la urbe. Pero más útil porque con una pequeña fracción de la astronómica cifra que representan las horas perdidas en López Mateos, digamos, los últimos cinco años, se podrían cambiar radicalmente las cosas.
Esa cifra es ahora imaginaria en términos prácticos pero absolutamente real en términos humanos. Es un impuesto invisible, injusto, perverso. Que entre todos se paga con calidad de vida, con enfermedades, con horas perdidas junto a las familias, con oportunidades de crecimiento personal, con simple tiempo libre… La solución está al alcance. Que los centros de decisión y las voluntades políticas, las presiones ciudadanas, paren esta situación altamente perjudicial. Por ejemplo, haciendo de inmediato un par de líneas de BRT bien hechas: una por López Mateos y otra por Mariano Otero (y sus continuaciones). Y por bien hechas se entiende, para estas nuevas líneas, una gestión integral que propicie su uso adecuado e intensivo por parte de la ciudadanía. Que se entienda que, efectivamente, el BRT debe desplazar y subordinar al transporte individual en nombre del bien común. Que de una vez por todas quede claro que es todo el sistema de movilidad el que hay que cambiar, que son las mentalidades las que es indispensable que evolucionen.
La tibieza y el conformismo, reinantes hasta ahora, nos asfixian cada vez más. Es preciso la audacia, la imaginación, la lucidez. Es preciso moverse, pero de otro modo.
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