Espacio político: rave y cuerpo
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13 junio, 2016
por Carlos Lanuza | Twitter: carlos_lanuza_
Cuando coleccionamos cosas, según Deyan Sudjic, el objeto coleccionado pierde su función nominal. Sudjic también nos dice que coleccionamos para darle sentido a nuestra vida. Al crear un orden, generamos expectativa, nos volvemos expertos en una materia y nos vemos transportados de alguna manera a aquellos contextos que traen consigo esos objetos. Pero, ¿qué pasa si el objeto que coleccionamos es una casa? ¿Y si esa casa además es un clásico de la arquitectura?
Lord (Peter) Palumbo, hijo de un exitoso promotor londinense, encargó en 1962 a Mies van der Rohe que proyectara una torre de oficinas en el centro de Londres, en el número 1 de la calle Poultry, que nunca llegó a construirse.
Palumbo, entusiasta de la arquitectura de Mies van der Rohe desde que vio una fotografía de la casa Farnsworth en un libro de la escuela, la compró en 1972. Él mismo fue el responsable de restaurar la vivienda y amueblarla con el mobiliario diseñado por Mies; compró y acondicionó los terrenos aledaños e instaló obras de arte en la propiedad.
A partir de esta compra empezó a coleccionar más viviendas proyectadas por arquitectos famosos. La que seguiría sería Kentuck Knob en Pensilvania, proyectada por Frank Lloyd Wright, donde operaría de manera similar a como hizo en la vivienda de Mies. Finalmente, repitió la misma operación con la Maison Jaoul de Le Corbusier, en París. Quizá sea éste un caso curioso de coleccionista pues, en lugar de dejar las viviendas restauradas como piezas de museo, Palumbo vivió en ellas y las hizo suyas. Al instalar su propia colección de arte el valor nominal propio de la vivienda quedó a caballo del objeto de deseo que una vez obtenido no se toca y la vivienda vivida.
Esta nueva cualidad de la arquitectura –coleccionable- genera otra cara menos conocida. Asimilando el modo como operan el mercado financiero, los nuevos valores cotizables de la bolsa o una economía brutalmente especulativa, los ricos de hoy en día se preocupan por coleccionar viviendas en los centros de las principales ciudades del mundo. Ya no los mueve la nostalgia o el altruismo por restaurar viviendas abandonadas –también por los propios gobiernos- para ponerlas a disposición del público para ser visitadas. Lo que vemos ahora es la arquitectura y el espacio como moneda de cambio, donde se invierte parte de las ganancias generadas.
Esto no solamente genera un vacío en el valor de la arquitectura –ya no en el precio–, sino también crea niveles de gentrificación que desencadenan una dinámica contradictoria en el urbanismo a pie de calle. Y el fenómeno se repite en todo el mundo. Todas las clases sociales que no se lo pueden permitir, se ven arrastradas hacia las periferias de las ciudades dejando centros urbanos lujosamente vacíos donde manda el mercado financiero. Al final y al cabo, la arquitectura era uno de los pocos ámbitos que aún no había caído en manos del mercado; ahora asistimos a su desguace.
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