Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
3 septiembre, 2014
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
por Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog
Hoy se anunciaron oficialmente los nombres de los encargados del proyecto del nuevo aeropuerto de cuidad de México, incluyendo a los arquitectos: Sir Norman Foster, uno de los más respetados arquitectos contemporáneos, con una obra que sin duda asegura su capacidad para realizar un proyecto de tal envergadura, asociado con el mexicano Fernando Romero, autor entre otros proyectos del polémico Museo Soumaya y yerno de Carlos Slim. Esto último no puede ser, en las condiciones del país —y probablemente en ningún otro—, algo anecdótico: estar casado con la hija del hombre más rico del país y del mundo (aunque a veces le vaya mal y sea el segundo lugar en vez del primero en la famosa lista), no es cosa menor.
Habrá por tanto mucha especulación. El concurso, del que muchos sabíamos de oídas, de primera, segunda o tercera mano, por haber conversado con algún concursante, con sus colaboradores o consultores, se desarrolló con relativa discreción —menos discreción, con todo, que otro que se planteó en paralelo, aunque sin relación directa: el de la ampliación del Museo de la Tecnología de la Comisión Federal de Electricidad en Chapultepec. Se entiende el secreto: si algo hizo fracasar el intento de construir un nuevo aeropuerto durante la presidencia de Fox fue la poca habilidad de negociación política. Pero el gobierno actual, volviendo a métodos probados pero no por eso aprobados, parece estar convencido de que la negociación y la transparencia no pueden ir de la mano: los acuerdos se pactan en secreto y se anuncian sin discutirse. Ni los estudios necesarios para un proyecto de tal magnitud ni las condiciones del concurso se conocieron mas que por filtraciones de los involucrados. Hace casi un año los participantes en el “concurso” —y las comillas aquí son más que necesarias— presentaron ante un jurado y ante especialistas en el tema sus propuestas. Se trataba en su mayor parte de equipos formados por arquitectos mexicanos y extranjeros, estos últimos con experiencia en el desarrollo de aeropuertos. Además de Foster y Romero participaron entre otros Teodoro González de León y Alberto Kalach —que desde hace años habían propuesto un aeropuerto como parte de su proyecto vuelta a la ciudad lacustre—, Enrique Norten y SOM, Zaha Hadid y Francisco Serrano, Richard Rogers y Victor Legorreta, Javier Sordo Madaleno y Bernardo Gómez Pimienta.
La decisión, anunciada en el Palacio Nacional en una ceremonia digna del virreinato, debió sustentarse en una multitud de valoraciones técnicas y estudios de factibilidad prácticamente irrefutables. Están en juego no sólo la imagen que el gobierno actual quiere proyectar —un país en movimiento que por fin se transforma— sino la viabilidad económica, ecológica, urbana e incluso social de la región más poblada del país.
Lo más probable es que, más allá del gusto, cualquiera de los arquitectos invitados a “concursar” haya hecho un papel aceptable y los elementos que inclinaron la balanza a la hora de decidir a favor de Foster y Romero pueden —y deben— presentarse a la opinión pública con toda la amplitud merecida. Sólo así se podrá evitar que la decisión de un jurado y de especialistas —en donde lo arquitectónico es el menos complicado de todos los asuntos— se manche con otro tipo de especulaciones: juegos de poder, influencias, pago de favores, beneficios a particulares, etcétera. ¿Será Grupo Carso, una de las empresas de Carlos Slim, la encargada principal de la construcción del nuevo aeropuerto? En ese caso no se puede obviar la participación de ese grupo en la construcción de la línea 12 del metro de la ciudad de México, actualmente cerrada parcialmente por problemas técnicos aun no aclarados con suficiente claridad. ¿Cómo se relaciona el futuro nuevo aeropuerto con los planes ferroviarios del actual gobierno? ¿Qué infraestructura de movilidad se está pensando? ¿Cuáles son los planes para el enorme terreno que dejará libre el aeropuerto actual de la ciudad de México? Esas más de 700 hectáreas son una oportunidad única para replantear el modelo de ciudad que queremos para el futuro. ¿Cómo se relacionará el nuevo aeropuerto con la necesaria recuperación hidrológica de lo que fue el lago de Texcoco?
Entre tantas preguntas, lo que por mientras queda claro es que, de nuevo, las instituciones oficiales jugaron a las escondidas —incluyendo al Colegio de Arquitectos: un organismo ya poco útil empeñado en mantenerse en su papel de comparsa incapaz de nunca tomar una posición respecto a nada. Eso, a final de cuentas, no le conviene a nadie: ni al gobierno, ni a los “concursantes,” ni a los arquitectos en general pero mucho menos a los ciudadanos ni al país. Esperemos en unos años disfrutar de un aeropuerto de tal calidad que deje en segundo o tercer plano estas curiosas particularidades en el procedimiento para seleccionar a sus arquitectos y no padecer, una vez mas, un proyecto resuelto y construido con prisas con fines electorales.
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