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¡Felices fiestas!
9 enero, 2018
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
“Durante siglos, las distintas dinastías que se alternaron en el poder se plantearon el problema de cómo hacer frente a esa variable enloquecida que turbaba la tranquilidad del imperio. La de la muralla era una opción, pero no la única”
—Alessandro Barico, Los Bárbaros
Cuenta Rem Koolhaas que, durante su época de estudiante, visitó la ciudad de Berlín como parte de un trabajo académico. El holandés apunta que, frente al resto de sus compañeros, lo que a él le interesó fue El Muro. De ahí surge uno de sus primeros ensayos: El muro de Berlín como arquitectura, mismo que serviría de inspiración años después para su proyecto de titulación: Exodus, o los prisioneros voluntarios de la arquitectura. Que tan verdad o que tan mitificada sea la historia no lo sabemos —Koolhaas es un maestro de su propia autobiografía—, pero lo cierto es que quizá él supo entender el funcionamiento de algo tan vergonzoso como el muro que dividió el mundo en dos ideologías durante el siglo XX como un elemento arquitectónico, cambiando así el hecho de que la arquitectura debía reflexionar más allá de la forma o la estética: debía aventurarse a entenderse como fenómeno político, incluso en algo tan elemental como una pared.
El ejercicio posterior, Exodus, ampliaba la ambigüedad de aquel texto con una arquitectura que distingue entre buenos y malos, donde si bien la arquitectura aparece como un fenómeno asociado al poder, es elegida de forma voluntaria. Koolhaas evita posicionarse, su proyecto es abiertamente indeciso al determinar el papel del arquitecto en todo ese sistema. Es normal, después de todo su ejercicio es meramente especulativo. Pero, ¿y si pensáramos en aquel ejercicio de forma real?¿Qué papel juega ahí el arquitecto? ¿Cuál es su implicación ética a la hora de realizar un diseño de esas características?
Tales preguntas ya aparecieron de forma recurrente después de que otro muro, éste en la frontera entre EEUU y México, se volviera uno de los grandes debates entre los arquitectos, en especial después de que una iniciativa privada lanzara un concurso sobre cómo se podría imaginar el diseño muro de Trump. La discusión en torno a tal fenómeno vino de dos frentes, los que veía la oportunidad de pensar la frontera en otros términos —tomando como referencia trabajos como los de Eric Owen Moss (ver imagen abajo)— a los que decía que, en cualquier caso, el diseño de un elemento como ése era anti-ético: los arquitectos, apuntaban, nunca debieran trazar muros que separen.
Por supuesto, tal debate aparece perdido de antemano. En esta sociedad, parece, nunca faltan manos y cabezas dispuestas a reimaginarlo. Tal es así, que durante el pasado 2017, la administración de Trump mostraba con cierto orgullo los nuevos prototipos de lo que debiera ser el muro del futuro. Se presentaron ocho diseños. Todos, además, eran ejemplos que, teniendo la funcionalidad como criterio elemental, decidían mostrarse, además, como un ejercicio de poder: su imagen no es sólo utilitaria sino que también es impositiva, como si además del muro, la fuerza debiera expresarse desde el diseño.
La presentación de los prototipos no dejó indiferente a nadie. Algunos medios mandaron a sus críticos de arquitectura para analizar tanto su parte funcional como su sentido estético —el crítico de Los Angeles Times, por ejemplo, relacionó alguno de los diseños con la arquitectura de Peter Zumthor—; mientras, otros usaban la ironía como medio de crítica. De estos, el caso más destacado quizá sea, hoy por hoy, el del suizoislandés Christoph Büchel, que se atrevía a realizar un llamamiento insólito: los prototipos —infames o no— debieran ser tratados como arte, y protegidos como tal: “Debemos conservarlos, porque dicen mucho acerca de nuestra historia”. Büchel apunta, además, al impacto que, cuando los vio desde Tijuana —los prototipos no se pueden visitar por el público en el lado estadounidense—, le provocaron.
Algo de razón tiene. Al ver las imágenes, las referencias al Land Art son más que evidentes. Uno puede recordar en seguida otras obras levantadas en el desierto —que desde los años 70 del siglo pasado ha sido uno de los escenarios más recurrentes de los artistas— como el East-West/West-East de Richard Serra. A ellas, se me ocurre, también se le podrían sumar otras referencias arquitectónicas, como aquella imaginada por DOGMA para su proyecto Stop-City.
Más allá del humor que busca la propuesta de MAGA —el acrónimo del grupo que hace el llamado a su conservación y que reverbera en el lema de Trump Make America Great Again—, así como a las referencias cruzadas que se puedan realizar con el arte y la arquitectura, cabe analizar y estudiar el hecho atendiendo a su hecho material: mirarlas, como hizo Koolhaas, como arquitectura, pero más allá de lecturas estetizadas. Repasando las propuestas en detalle, parece existir un interés por querer dar una imagen de poder. Por ejemplo, de uno de los trabajos, el prototipo diseñado por Texas Sterling Construction, con un costo de 470.000 dólares, se dice en The New York Times que “presenta una agradable fachada de piedra en el lado de Estados Unidos y un despiadado muro de concreto con alambre de púas en el lado mexicano”.
Tal diseño, habrá quien diga, cumple cierta función primigenia de la arquitectura: la del refugio —aunque sólo para uno de sus lados— al tiempo que contiene también aquella que era criticada por aquellos arquitectos que se oponían a su diseño: la contención del otro. Arquitectura que protege y que separa. Pero, al mismo tiempo, el diseño se aleja de otros modelos de muro que ya existen alrededor del mundo, más funcionales, si cabe. Por ejemplo, el muro que separa Europa de África en Ceuta y Melilla es más alto y espeso que los aquí presentados, con dos elementos verticales y un espacio intermedio que funciona como una telaraña que atrapa a aquellos que desean cruzarlo. Es justo ahí donde aparecen preguntas: ¿por qué la imagen tan ofensiva y pretendidamente sólida de la propuesta?, ¿es únicamente funcional? Dicho de otra manera: más allá de la voluntad de separación, ¿está queriendo comunicar algo más?
Hay algo más: hay un mensaje: un lado es amable, el otro agresivo. Si perteneces al otro lado, no eres bienvenido. Las púas tienen un sentido no sólo material, sino también simbólico, como aquel que Homero J. Simpson se atrevía a expresar en el diseño de su mascota olímpica: sus extremos afilados representan la defensa del país frente a los enemigos extranjeros. Así, a diferencia de aquel muro que servía a RK para hablar de la arquitectura en un sentido amplio —nadie, en su generación, lo había pensado como arquitectura por su sentido puramente funcional y no estético—, esta nueva propuesta aparece no sólo como un ejercicio utilitario, sino una puesta en escena ante el mundo —y ante México—, sobre todo después de que cada vez parezca más difícil que la promesa de Trump sea sustentable: ni México está dispuesto a pagar, ni el Congreso de EEUU está dispuesto a gastar los 70 mil millones de su costo.
Pensarlo desde la óptica de ejercicio mediático explicaría que se levantaran tan cerca de la frontera, donde era visible por los ciudadanos mexicanos —y demás migrantes— que debieran ver en ello un llamado claro: “no entres, aléjate”, en la línea de lo que dice Wendy Brown en su libro Estados amurallados, soberanía en declive: “la importancia de (estos) muros no reside tanto en su dudosa eficiencia como en su ostentosa visibilidad“: el muro ya no visto como infraestructura, ni siquiera como arquitectura, sino como mero espectáculo.
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