Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
20 abril, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Por regla general, aquellos que gobiernan y administran un pueblo, por brillantes que puedan ser en sus campos específicos, representan al hombre común de nuestra época en cuanto a sus juicios artísticos. Como el hombre promedio, experimentan un quiebre entre sus métodos para pensar y sus métodos para sentir. El sentimiento de quienes gobiernan y administran los países no ha sido entrenado y sigue inmerso en los seudo-ideales del siglo XIX.”
Eso escribían en sus Nueve puntos sobre la monumentalidad, publicados en 1943, Jose Luis Sert, Sigfried Giedion y Fernand Leger. La nueva monumentalidad que proclamaban el crítico, el pintor y el arquitecto implica “la integración del trabajo del planificador, el arquitecto, el pintor, el escultor y el paisajista en cercana colaboración” —algo que no está lejos de lo que unos años después en México se calificará como integración plástica. En el noveno punto, hablan de los nuevos materiales y técnicas, de elementos móviles que pueden variar constantemente el aspecto de los edificios y de grandes superficies que ofrecerán “campos inexplorados a los pintores murales y a los escultores.”
Años después, alrededor de 1961, Sert volverá al tema de los murales. “Al pensar en la pintura mural, estamos acostumbrados a imaginarla cubriendo de manera continua una o más paredes de una estancia, con toda la superficie trabajada por el pintor, de derecha a izquierda y de suelo a techo.” Pensar así, dice Sert, llevaba a los pintores a “rellenar” zonas de los murales con “elementos pictóricos carentes de interés.” No es que Sert se desdijera en el 61 de su idea de la monumentalidad que integra pintura y arquitectura del 43, al contrario. El texto de Sert está dedicado a su amigo Joan Miró y se incluye en la colección de las cartas que ambos se escribieron y que editó Patricia Juncosa Vecchierini. Sert continúa: “He mantenido a menudo con mi amigo Joan Miró largas conversaciones sobre la pintura mural y su relación con la arquitectura (…). Miró, que habla menos pero piensa más que la mayoría de los pintores, ha concebido un nuevo planteamiento de la pintura mural que abandona la idea de los murales continuos, reemplazándola por un tratamiento mucho más lógico del muro mediante puntos focales.”
Joan Miró nació en Palma de Mallorca el 20 de abril de 1893. Sert cuenta que lo conoció en Barcelona en 1931, cuando varios jóvenes arquitectos formaron “un grupo interesado en integrar su trabajo con el de pintores y escultores que también hubieran roto con el pasado, particularmente el pasado reciente.” Volvieron a trabajar juntos en el Pabellón Español de la Exposición Universal de París de 1937, donde Miró “pintó sobre el panel del muro sin cubrirlo por completo. Un conocido marchante de arte —dice Sert— al ver el mural sugirió que necesitaba un marco, ya que para él resultaba inconcebible una pintura sin límites precisos.”
Sert dice que en una carta Miró le escribió: “No puedo concebir un mural estrictamente vinculado a un muro, formando con él un todo único. En el momento en que la arquitectura se caracteriza por su flexibilidad, ligereza y relativa provisionalidad (…) los murales deberían tener una característica más móvil.” En una nota Sert aclara que esas ideas no las siguió Miró en los murales que le encargaron para Cincinnati y para el Centro de Graduados de Harvard.
El 22 de febrero de 1950 Miró le escribe a Sert: “Acabo de enviarle la maqueta a Gropius. (…) Si por algún motivo no se llegara a realizar [el mural], lo ejecutaría para mi mismo.” Más adelante agrega: “Tengo muchas ideas sobre la colaboración del pintor con el arquitecto y el paisaje que los rodea. El fijarme directamente al muro pintado al fresco me parece más indicado para países latinos. Tenemos que hablar largo y tendidos sobre la intervención de la cerámica en la buena arquitectura, pero no colocada en los muros como decoraciones regulares y rectangulares, sino en el espacio, como si dijéramos.”
En otra carta del 28 de julio de ese mismo año, Gropius le explica las condiciones del sitio donde estaría su mural: “Para su información, el techo será blanco; el suelo es de caucho de un gris pizarra oscuro; el ladrillo de la pared es de un beige teja pálido; el mobiliario de un nogal oscuro. Las cortinas a ambos lados del gran ventanal son de tela de crin natural de caballo, con un efecto moteado gris pálido. Todo ello le revela que se trata de un entorno muy plácido y tranquilizador.” Gropius le pide a Miró un “lienzo” que “debería exceder suficientemente” las medidas del muro para “que se pueda clavar al marco. Si nos envía el mural enrollado —agrega Gropius– nosotros nos encargaremos del montaje.”
Una nota publicada el 26 de septiembre de 1951 en The Harvard Crimson, el periódico estudiantil de la universidad, se lee que “tras varios meses de viajar por Europa, terminado a medias, el nuevo mural de Juan (sic) Miró llegó al comedor del Centro de Graduados el mes pasado. Algunos aficionados están encantados, otros consternados.” ¿Terminado a medias? ¿Así se había entendido el vacío teorizado y justificado por Sert? “Miró no puede ser un pintor rutinario e indiferente”, había escrito Sert en 1961 acerca del vacío en los murales de su amigo, “cualquier buen pintor de paredes podría pintar esas zonas dándole las tres manos correspondientes siguiendo las instrucciones del artista.”
Finalmente, el lienzo-mural terminaría en un muro distinto al que estaba destinado. En otra nota del Crimson, del 10 de noviembre de 1960, se lee que el calor y la humedad lo habían dañado irremediablemente. El mismo Miró, en una visita a Harvard, había constatado el deterioro. Satírico, el anónimo autor de la nota agrega que “los estudiantes poco ilustrados que se regocijan porque se remueva esa configuración de formas extrañas” se desilusionarán pues “Miró generosamente ha ofrecido remplazarlo con una cerámica con el mismo tema.” El lienzo de Miró ahora es parte de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York.
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