José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
3 noviembre, 2017
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
En 2014, el Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona convocó a una exposición titulada Nonument. La muestra buscaba reflexionar sobre el sentido del arte hecho para espacios públicos. Los gestos occidentales suelen estar sostenidos en esas vistas panorámicas que pretenden abarcar condiciones complejas en una sola conclusión. Bartomeu Marí, el director de la institución, declaró para el periódico ABC: “Es un momento de cambios profundos en la sociedad y desde las prácticas del arte, en los vínculos entre evento, conmemoración, estética y ciudad. Por eso creemos que es interesante la voz de los artistas”. Para revisar esos momentos tan complejos, Nonument reunió a 28 artistas de distintas nacionalidades, mezclando ensayos de monumentos con arquitecturas imaginadas. La crítica al arte público queda en que este puede ser diverso y contemporáneo.
Ciertamente, ninguna exposición puede abarcar en su totalidad la manifestación artística que sea. Aún cuando se intente, no se alcanzará otra cosa más que canonizar, desde parámetros museísticos o curatoriales en específico, una visión de lo que es un campo artístico. Las miradas particularizadas resultan más productivas. Tomemos el caso del México durante los años posrevolucionarios. El Estado, apenas conformándose, produjo una estética que operó no solo a través de piezas de arte, sino también de un aparato de instituciones que funcionó (y a veces, continúa funcionando) como el guardián de un gusto nacional. Hasta la fecha, el simple hecho de ocupar cualquier calle en las ciudades del país equivale a mantenerse en un diálogo permanente con objetos patrimoniales, encarnaciones del espíritu de la patria. Por ello, las más de las veces el espacio en sí mismo marcha como contenedor de cierto conservadurismo mexicano, detentado por autoridades y por ciudadanía. Según sus perspectivas, el ambulantaje afea el espacio público, así como las protestas, los grafitis, la prostitución, los campamentos disidentes y un largo etcétera.
La exposición Monumentos, anti-monumentos y nueva escultura pública, curada por Pablo León de la Barra y recientemente inaugurada en el Museo Universitario del Chopo, revisa la difícil relación de Latinoamérica con sus objetos públicos. El discurso expositivo propone que el monumento puede enmarcar de una manera mucho más precisa el proceso modernizador de México y Latinoamérica. Es significativo que la exposición tome como punto de partida la Ruta de la Amistad, conjunto escultórico pensado ex profeso para las Olimpiadas de 1968 y que anunció, ornamentalmente, la disposición de México para ingresar a un proceso económico cuyo relato era la prosperidad nacional. Después de la globalización, las guerras internas y la democracia cada vez más fallida, la obra, físicamente, se encuentra venida a menos. Poniendo en el centro el deterioro de lo que fuera un símbolo, las obras seleccionadas generan múltiples lecturas que no atienden únicamente los aspectos objetuales del monumento. Ya sea como una señal que marca la existencia de productividades informales, como el multicitado Obelisco roto para mercados ambulantes de Eduardo Abaroa, o como una reflexión sobre las fracturas históricas, accionadas en la obra de Cynthia Gutiérrez, se plantea que al monumento se le debe de entender dentro del todo público: dentro de la plaza, de la representación identitaria, de las interpretaciones afectivas o de la protesta.
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