Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
12 mayo, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
“Cada jardín es una réplica, una representación, un intento de recapturar algo, pero la forma que encuentra para ese acto es una imagen mental, así que, a pesar de todas sus propiedades especiales, un jardín es sólo otra de las imágenes del arte.” Eso escribe Robert Harbison en el primer capítulo de su libro Eccentric Spaces, titulado Sueños verdes: jardines. Entre los jardines que menciona hay algunos inevitables, como el del Edén o los de Versalles, pero también incluye uno que no es verde sino blanco delineado en negro: el Jardín de esmalte, obra de Jean Dubuffet.
Dubuffet nació el 31 de julio de 1901 en el puerto de Le Havre y murió en París el 12 de mayo de 1985. Empezó a estudiar arte en Le Havre y en 1918 viajó a París a continuar sus estudios, pero tras varios viajes regresó a esa ciudad para dedicarse, como su padre, al comercio de vinos, aunque finalmente volvió al arte. En sus viajes se interesó por distintas formas de arte y visitando a un vendedor de corcho conoció la obra del escultor autodidacta catalán Joaquín Vicens Gironella, quien había permanecido un año en un campo de concentración francés al huir de la Guerra Civil española. A finales de los años cuarenta, Dubuffet acuñó el término Art brut –arte crudo, en bruto– para referirse a las obras producidas al margen de la cultura oficial, “obras ejecutadas por aquellos que no han sido dañados por la cultura artística, para quienes la imitación, al contrario de lo que pasa con los intelectuales, juega un papel menor o inexistente; para el cual sus creadores lo toman todo (tema, materiales, transposición, ritmo, estilo, etc.) de su propia individualidad y no de la base del arte clásico o de las corrientes a la moda. Asistimos a la operación artística pura, en bruto, reinventada por completo en todas sus fases por su autor, a partir solamente de sus propios impulsos. Un arte en el que se manifiesta, pues, la única función de la invención y no aquellas, constantes en el arte cultural, del camaleón o del simio.” Dubuffet pensaba que “el arte debía nacer del material y del útil.” El arte bruto y en bruto era el arte no sólo de pueblos “primitivos”, sino de locos, de criminales y, sobre todo, de autodidactas que no se regían por las normas del gusto establecido por el arte culto y de culto.
En su ensayo Dubuffet, Lévi-Strauss y la idea del Art Brut, Kent Minturn cuenta que el pintor y el etnógrafo se conocieron en 1948 en la exposición que Dubuffet organizó con la obra de Gironella. Minturn subraya la coincidencia entre las ideas de Dubuffet, en cierto modo sobre un arte salvaje, y quien en 1962 publicaría El pensamiento salvaje. Ya desde 1941, dice, Lévi-Strauss había escrito: “uno se rodea de estos objetos no porque sean bellos, sino porque dado que la belleza se ha vuelto inaccesible para todos excepto los muy ricos, ofrecen, en su lugar, un carácter sagrado —y, por tanto, uno es llevado a preguntarse sobre la naturaleza misma de la emoción estética.”
A fines de los años sesenta, Dubuffet empezó a producir obras a escala monumental. Entre 1971 y 1973, en Périgny-sur-Yerres, poblado con poco más de 2 mil habitantes a 25 kilómetros de París, realizó una obra de concreto y pintura de poliuretano blanco, de 1610 metros cuadrados, pensada como un simulacro de jardín, al centro se levanta la Villa Falbala. En 1974, repitió la experiencia con el Jardín de esmalte: “el más grande paisaje simulado, cuyo fuerte efecto —asegura Harbison— depende ciertamente de su extensión, arrojado desvergonzadamente en un muy verde bosque de la remota Holanda.” Harbison, al incluirlo entre sus Espacios excéntricos, lo define como “un jardín donde no hay necesidad para uno, el más artificial, el objeto importado de manera más grotesca, una especie de fortaleza en cemento blanco que no deja ver nada desde afuera.” Bajo esta simulación o engaño –dice Harbison– yace quizás “una fuerte insatisfacción con la realidad tal cual es, insatisfacción tan desesperada que en vez de embarcarse en el usual reordenamiento a la francesa, garabatea a penas diseños para los que rechaza pretender que pudiera encontrarse algún uso. Con todo, el hecho de abrir un claro en el bosque ya muestra una alentadora determinación, además que caminar sobre un Dubuffet parece radicalmente diferente y grandioso comparado con sólo ver uno.” Un jardín en bruto es, quizá por siempre, un jardín vacío: el primer jardín —o al revés.
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