Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
25 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El 10 de diciembre de 1980 un terremoto destruyó la ciudad de México. Un mes después del terremoto se desencadenó, en toda forma, una erupción del Popocatépetl. grandes corrientes de lava bajaron por sus faldas, y casi al mismo tiempo el Iztaccíhuatl explotó también.
Eso al menos cuenta Diego Cañedo en un breve relato titulado El Gran Planificador, publicado en 1971. Diego Cañedo fue un notable autor de ciencia ficción mexicano del siglo XX. En su libro Biografías del futuro, la ciencia ficción mexicana y sus autores, Gabriel Trujillo Muñoz dice que publicó su primer relato en 1943 siendo ya un hombre maduro. Se tituló El referí cuenta nueve y según cuenta Trujillo, fue elogiada por Alfonso Reyes. Narra desde el futuro —la acción sucede en 1961— las consecuencias de que México se hubiera aliado a la Alemania nazi en la Segunda Guerra. Su segunda novela fue Palamás, Echesete y yo (O el lago asfaltado), un viaje en el tiempo por la ciudad de México que el autor aprovecha para describir algunos errores y horrores de su desarrollo. Acaso por ese resultado fallido que supone es la ciudad de México, Cañedo la castiga destruyéndola en su último relato. Pero Diego Cañedo no destruyó la ciudad por mero placer o encono, conocía bien su historia, sus virtudes y sus defectos: en su otra vida era arquitecto.
Diego Cañedo era el seudónimo de Guillermo Zárraga, nacido el 25 de octubre de 1892 en la ciudad de México y hermano del pintor Ángel Zárraga. Fue uno de los arquitectos con mayor influencia en las generaciones que estudiaban arquitectura en las primeras décadas del siglo 20. Juan O’Gorman, por ejemplo, lo menciona en sus memorias como un hombre “muy inteligente, extraordinariamente culto y buen arquitecto” y quien por primera vez en la escuela le enseño “que la arquitectura no era simplemente una serie de copias de lo que se había hecho en el pasado,” afirmando que “por ser un arte vivo, requería la creación de formas nuevas, funcionales, que correspondieran a nuestra época, tanto por lo que se refiere a las necesidades materiales de albergue como por los nuevos sistemas de construcción.” Fue Zárraga, precisamente, quien, como director de obras públicas del Departamento del Distrito Federal a principios de los años 30, otorgó a la Secretaría de Educación un millón de pesos para la construcción de 24 escuelas públicas, mismas que proyectaría su destacado alumno O’Gorman. En 1928, junto con Vicente Mendiola, proyectó el edificio de Policía y Bomberos, donde hoy, tras la intervención de Teodoro González de León, se encuentra el museo de artes populares.
En El Gran Planificador, el narrador describe el crecimiento de la ciudad de México como natural y medianamente ordenado hasta mediados de los años cincuenta, y dice que si entonces “hubiera llegado al frente de ella un hombre inteligente y con espíritu crítico se habrían podido mantener todos estos acontecimientos dentro de cauces normales. Pero los dirigentes fueron siempre hombres cuya única mira era ejercer el poder.” Sucedió, dice, lo contrario. Sin ponerle nombre al regente Urruchurtu lo describe:
En la época de los cincuentas la regencia de la ciudad tuvo al frente a un hombre que desconocía la trascendencia de estos fenómenos cancerosos. Además, era autoritario y desgraciadamente muy trabajador. Su espíritu lo hacía sentirse cacique y reyezuelo de una gran comunidad, y su propósito fue siempre el de dominar un gran número de vasallos.
El regente “anunció que pondría un coto al sin número de fraccionamientos que surgían día con día, y el remedio fue infantil.” La ciudad creció sin control ni planeación fuera del cerco dentro del cual el regente ejercía su ilimitado poder. Conocemos las consecuencias. Tras la destrucción de la ciudad de México por los sismos y las erupciones del volcán, Michelena, el personaje de Cañedo, se refugia, como muchos otros habitantes de la ciudad, en San Juan de los Lagos. Ahí se encuentra a su amigo, el arquitecto Muñiz, quien le dice:
¿Recuerda usted cómo comentamos las lacras pestilentes de nuestra querida ciudad de México? ¿Recuerda usted cómo criticábamos al regente que recibió la ciudad con tres millones de habitantes y la entregó con siete u ocho? ¿Recuerda usted que se iniciaron los secuestros de gente adinerada y que cada día fueron más frecuentes? ¿Recuerda usted que siempre hablábamos de que se necesitaba un programa y un plan para evitar una catástrofe? Pues bien —terminaba el arquitecto— ¿sabe usted el nombre actual del Popocatépetl?: el Gran Planificador.
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
Paulo Tavares sostiene que debemos cuestionar radicalmente una de las presuposiciones que sostienen a la arquitectura moderna: que toda arquitectura [...]