Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
22 mayo, 2016
por Juan Palomar Verea
Todo comenzó con unos modestos postes de madera que trajeron, hacia la mitad del siglo XIX, el telégrafo a Guadalajara. De entonces a esta parte los tendidos de cables aéreos en la ciudad se han multiplicado exponencialmente. Es normal, pensarían algunos, dadas las necesidades tecnológicas de esta era. No lo es tanto. Lo que sí se ha vuelto tristemente normal es vivir bajo una inextricable maraña de cables que producen diversas consecuencias. Veamos.
En primer lugar, los cableados siempre debieron estar pensados para ir ocultos, soterrados. Es comprensible el hecho de que cuando las instalaciones eran algo novedoso se colocaran como mejor se podía: en postería más o menos improvisada. Pero, una vez pasada la primera oleada de cables, digamos a principios de los años treinta del siglo XX, era el momento preciso para establecer, de una vez por todas, una política urbana para las diversas instalaciones: agua, drenaje, electricidad, telégrafo, teléfono, y las que se siguieran requiriendo.
Fue entonces cuando un ingeniero con experiencias de trabajo en Europa propuso formalmente a las autoridades que, siguiendo el ejemplo de París, se obligara a todas las nuevas urbanizaciones a construir galerías adecuadas por donde todos estos servicios fueran suministrados. Y, además, a realizar paulatinamente estas obras en el área citadina consolidada (a la sazón modesta) con la contribución de propietarios y con fondos oficiales. La negativa fue rotunda, extremadamente miope y altamente costosa desde el punto de vista histórico, ambiental y económico.
Porque la anarquía de las redes que cruzan las calles es elocuente. Porque el cableado aéreo que ahora padecemos es abrumador. Presenta problemas de seguridad, altos requerimientos de manutención, incompatibilidad con el indispensable arbolado que requiere nuestro viciado medio ambiente y nuestro clima, y grave detrimento a la imagen urbana. Este último punto merece una reflexión económica: ¿cuánto ha costado y seguirá costando para toda la población padecer una imagen de la ciudad permanentemente lesionada, lo que demerita gravemente la calidad de vida de la comunidad?
El paroxismo de tal contaminación llegó con las compañías de cable para televisión. Aprovechando los postes de la Comisión Federal de Electricidad (o sea, los de todos), los cableros simplemente “se colgaron” alegremente y repartieron líneas a diestra y siniestra, al parecer sin ningún control ni normatividad. El colmo: estas compañías aprovechan ahora el espacio aéreo como sus bodegas. Así, vemos gruesos rollos de cables (“para cuando se ofrezcan”) colgando desfachatadamente por donde a los instaladores les da la gana y perjudicando al arbolado y a la imagen urbana en general. Es el máximo símbolo del deletéreo reinado tapatío de los cables. Y peor, de la dejadez.
Pero todo tiene arreglo, con voluntad y lucidez. Habría que exigir a la compañía de luz, a las de teléfonos y de cables que establezcan de inmediato un programa coordinado y permanente de soterramiento de sus redes aéreas para ir liberando a la ciudad de la tiranía a la que actualmente, de manera totalmente injusta, está sujeta. Y, por supuesto que se puede. La seguridad, la economía, la ecología y la imagen urbana están de por medio. Y, sobre todo, la esencial dignidad de la comunidad.
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