Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
22 enero, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El domingo pasado vivimos en la ciudad de México, una vez más, una breve pero intensa disputa pública sobre la calle y sus usos: la consulta sobre la instalación de parquímetros en las colonias Roma y Condesa. Aunque sólo pudieron votar a favor o en contra quienes habitan en esas zonas, el interés rebasó por mucho sus límites. En parte, seguramente, por ser sitios de moda y por la fuerte presencia de muchos de sus habitantes en medios de comunicación y redes sociales. Pocos se ahorraron su opinión. Era lógico. El tema iba más allá de la colocación de parquímetros en unas cuantas calles de la ciudad con el fin de organizar la movilidad e incluyó otros que, ciertamente, no le son ajenos y que apuntan a entender qué tipo de ciudad imaginamos, en tanto sociedad y no sólo en términos urbanos. Y ahí, quizás, el gran problema: ¿quiénes la imaginamos? ¿quiénes somos ese nosotros que queremos tal o cual cosa, tal o cual acción en nuestra ciudad?
Algunos insistimos en los parquímetros como un tema de organización y control del uso del espacio público por particulares –desde quien estaciona su coche hasta quienes lo cuidan– sean compañías supuestamente establecidas o trabajadores informales. Algunos otros, en cambio –más allá de muchos que sólo cuidaban sus propios intereses– lo vieron, a partir del mismo problema –el espacio público– como un mecanismo de control de quienes más tienen y pueden sobre los marginados y, por tanto, como una forma más de exclusión. Es probable que en ambos casos la realidad sea más compleja, y que tanto quienes los vemos sólo como parte de una estrategia de movilidad como quienes los entienden como un mecanismo de segregación, veamos sólo parte del problema, ignorando algunas aristas o magnificando otras.
Pero la oposición más fuerte en cuanto a sus razones más que por número y que va más allá, creo, de la mera costumbre, el capricho o los intereses privados, ha sido la que señala la innegable desigualdad de condiciones a que se enfrentan los habitantes de esta ciudad. unos tienen para pagar coches y estacionamientos, otros deben trabajar en lo que puedan, aunque sea de manera informal, para sobrevivir. La regulación supone que el valet parking y el acomodador, por ejemplo, operan del mismo modo y por las mismas razones, ignorando las diferencias entre una compañía privada y un individuo que se autoemplea como mejor puede. Pero, por otro lado, defender las acciones de los acomodadores como único recurso de los olvidados, reduce la desigualdad y la pobreza en este país a un problema de formalidad contra informalidad, lo que también es equívoco. Hay muchas pobrezas distintas en este país, desde la más extrema a quienes ni siquiera se conciben a sí mismos como pobres, del mismo modo que la clase media es un grupo nada compacto que incluye desde quienes ganan poco más de una decena de miles de pesos hasta quienes rebasan la centena de miles. además. Hay enormes diferencias en la manera de imaginar lo que es o puede ser una ciudad, desde su estructura social hasta sus efectos urbanos, desde lo que nos vincula –para algunos la formalidad de leyes y reglamentos, para otros la identidad plena de lo común– hasta lo que nos diferencia. y me parece que, pese a los mitos de la identidad nacional y la solidaridad, hemos sido incapaces de construir, desde abajo y desde arriba, un auténtico pacto, contrato o vínculo social –llámele como quiera– incluidos, por supuesto, sus efectos físicos en la urbe.
David Harvey explica la idea del derecho a la ciudad –planteada originalmente por el francés Henri Lefebvre en el 68– como “el derecho a cambiarnos cambiando la ciudad”. Más allá de la, insisto, aparentemente innegable utilidad de los parquímetros y de los beneficios o los perjuicios de su instalación, no habría que olvidar que esto, el pleno derecho de todos a la ciudad, es algo que en nuestra ciudad –y en el país entero– aún no se garantiza para muchos.
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