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El continente/agente

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26 junio, 2015
por Cuauhtémoc Medina | Twitter: cuauhmedina

Cierto fetichismo, localiza el poder y la presencia de un Museo en las connotaciones, tamaño y valor de su edificio. Aunque han dejado tiempo atrás de significarse como herederos de los templos griegos y las iglesias, los Museos operan como algo más importante que los edificios firma de la vanidad autoral de los arquitectos postmodernos: cada edificación sede de un museo tiene rasgos animistas, que no sólo articulan valores, mensajes y funciones, sino que se plantean como depositarios de sentimientos, memorias y aspiraciones.

Una vertiente curiosa de esa agencia está en el relativo esnobismo con que curadores y artistas tendemos a marcar distancia respecto a esta extendida forma de cosificación. Somos una de las pocas especies profesionales o urbanas que están unidas comunitariamente por el desprecio diversificado de las edificaciones que nos representan y que nos visibilizan ante el resto de la sociedad. Es cierto, lo confieso: el amor por los museos y el arte contemporáneo es con frecuencia idéntico, en sus clases profesionales, por el horror y odio por sus edificaciones. La pasión que los edificios del museo provocan en usuarios y visitantes, se nos aparece como una falla de atención: es como si nos enfrentáramos a un público que se contentara con juzgar, criticar o elogiar los marcos de los cuadros. Frente al culto de lo particular que define el terreno de la especificidad de sitio, el amoroso proceso de investigación y adición estética e histórica con que un artista se aproxima al aura y el residuo de una edificación preexistente, los museos de arte contemporáneo aparecen como formidables ciudadelas del exilio: las mazmorras blancas, sobrediseñadas, excesivamente luminosas y finalmente estériles donde, a pesar de arquitectos y patrones, batallamos para salvar de la extinción alguna clase de fragmento utópico o emanación de la negación.

Dicho todo esto, se erige un gran “sin embargo.” Esas reacciones elitistas de desprecio por el Museo como edificio fetiche son una denegación del rol que esos edificios tienen en la negociación del poder social que ejercemos como artistas y profesionales de los museos. Independientemente del prejuicio gremial por la arquitectura de los museos, es este el primer objeto de consumo, el medio/mensaje, el objeto cívico, el referente prestigioso, el medio de expresión de una fase de acumulación del capital, desde donde nuestra producción puede tomar cuerpo. Ser un profesional de Museos es admitir que en la práctica cotidiana, por más que se reniegue en la queja o la teoría, que ese odiado cascarón es nada menos que el museo mismo. Es de hecho la presentación del contrato que sostiene nuestras actividades: el testigo e instrumento de una locación en el imaginario social.

En efecto, pienso que la importancia que tienen los edificios de los museos, incluso cuando son el objeto desviado del patrocinio público y el producto de la práctica más irresponsable de levantar paredes, aparecen como una especie de un agente: un integrante con propio derecho del tejido social. El edificio, bien visto, incluso por la insatisfacción que nos significa, es ante todo un objeto transaccional. Es el sitio, pero también el rehén, por el cual exigimos que políticos, presupuestos, y públicos dirijan energías y recursos hacia nuestras actividades.

Este es un costado incómodo del oficio curatorial y museístico: admitir que la acumulación arquitectónica es siempre el medio y la indicación de una renegociación de términos, que a su vez postula ese edificio como el referente de un nuevo contrato. Tomemos como ejemplo el edificio del MUAC, construido en 2008 bajo el diseño de Teodoro González de León. Incluso en su retórica aspiracional modernista, constituye un enorme gesto de un desplazamiento político: se trata, en efecto, del documento de un compromiso por convertir a la institución universitaria en un agente clave del arte contemporáneo en México y más allá. Basta verlo en esa perspectiva, como un acto en una secuencia de actos-contrato. En 1952 la Universidad Nacional Autónoma de México fue el sujeto de una operación simbólica inmobiliaria de gran envergadura, con la construcción de Ciudad Universitaria sobre las rocas del Pedregal al sur de la ciudad de México. El complejo de edificios erigidos en la piedra volcánica producto de la erupción del Xitle en el año 100 a. c. fue diseñado y producido en cuestión de meses, como una especie de sinécdoque del imaginario de modernización del régimen postrevolucionario cuando entraba en su fase de estabilidad y desarrollo económico de postguerra. Uno de sus componentes era un espacio de exhibición: el Museo Universitario de Ciencias y Artes (MUCA) era una estructura de planta abierto, y con el techo de espina de pescado que era usual en los edificios fabriles de la época. Con periodos más o menos activos o marginales, ofreció a los estudiantes y visitantes un programa mixto de exhibiciones que unían ciencias, artes y humanidades, como eco del gran prado central que conectaba las facultades e institutos de investigación en el diseño original del Campus de Ciudad Universitaria. A pesar de sus altas y bajas, y cambios de dirección (el periodo particularmente brillante en que el MUCA fue conducido por Helen Escobedo que contrasta con su largo letargo en que pretendió ser un Instituto de investigaciones museológicas) el MUCA se entendía ante todo como un aparato de servicio al interior de la Universidad, un proyecto dirigido a acompañar la vida doméstica de estudiantes y profesores. Es tentador pensarlo como parte del filtro por donde ingresaba una información exterior al Campus, lo mismo que la estación de autobuses y la oficina de correos que eran sus vecinos inmediatos.

En el año de 2004 se dieron las condiciones para un cambio súbito de ese equilibrio, es decir, un cambio del contrato que enmarca las actividades artísticas de la UNAM que quedó signado en la producción de un nuevo edificio. En diciembre del año 2000 la continuidad del régimen del PRI se resquebrajó para dar entrada a un gobierno de derecha presidido por Vicente Fox. Uno de los resultados amargos de la llamada “transición democrática” fue el descenso de importancia que la cultura y el arte tuvieron en la agenda de la nueva administración.

En ese momento, el Rector de la Universidad Nacional, Juan Ramón de la Fuente (2000-2008), tomó la decisión de ocupar el vacío de administración cultural. Bajo la gestión de Gerardo Estrada, en un rectorado la Universidad pasó a ser un serio competidor de la estructura museística de la capital de México: la UNAM retomó el abandonado edificio de la Secretaría de Relaciones en Tlatelolco y lo destinó a convertirse en un Memorial del movimiento de 1968, a la vez que en sede de dos museos de colecciones arqueológicas, a la par que el Museo El Eco que Mathias Goeritz había imaginado en 1952 en un terreno en la calle de Sullivan, a fin de dotar a la ciudad de un centro de experimentación artística y restituir a la arquitectura mexicana de un referente clave, manifiesto hecho de ladrillos de lo que Goertiz designó como “arquitectura emocional”.

En esa rápida expansión, Difusión Cultural UNAM creo un poder cultural paralelo que el monopolio virtual que las instituciones federales de cultura pertenecientes (INBA y CONACULTA) habían ejercido en las artes visaules, mediante una alianza con un sector que, hasta ese momento, había sido más o menos marginal: el circuito del arte contemporáneo. Hasta ese momento había habido una falta de escala entre la importancia que el arte contemporáneo local estaba tomando en los circuitos globales y la falta de un desarrollo institucional paralelo. De la Fuente y Estrada contrataron a Graciela de la Torre, quien en la década de los 90 había transformado al Museo Nacional de Arte en una institución económicamente sólida y académicamente avanzada, a fin de crear una nueva institución museística.

A pesar de los resquemores de varios círculos de universitarios y de arquitectos, destinaron el terreno más prominente en el Centro Cultural Universitario, que se construyó en los años 70 para celebrar el medio siglo de la autonomía de la UNAM, para levantar una nueva institución. Para horror de los puristas del arte contemporáneo, pero satisfacción de periodistas y públicos, comisionaron al proyecto al veterano de los edificios monumentales oficiales mexicanos: Teodoro González de León. Con una mezcla de financiamiento universitario y privado, y en paralelo con el trazado conceptual de la institución y la inversión en una colección contemporánea a cargo de Olivier Debroise, el nuevo Museo emergió como una enorme mole de concreto, yeso y vidrio en 2008, ya bajo un nuevo rectorado de José Narro, con un par de inauguraciones que involucraron a cerca de 10 mil personas.

A seis años de fundado, y tras varias decenas de exhibiciones y proyectos, y habiendo sido visitado por un promedio de un cuarto de millón de personas por año (de hecho, casi 400 mil en 2013) el MUAC es un símbolo de una variedad de renegociaciones. Por un lado, implica la traslación del arte contemporáneo del margen cultural al centro de la representacióncomo una cultura institucionalmente sancionada. Lo peculiar del caso mexicano es que la inscripción del arte contemporáneo en la cultura visible haya ocurrido por medio de un edificio hecho bajo la iniciativa una universidad pública, pero la emergencia de una institución de ese tipo es, bien visto, un requisito de los procesos culturales globales en cualquier otro centro urbano significativo.

Ciertamente, hay muchos rasgos que justifican la incomodidad que estos “palacios sociales” producen en sus usuarios internos: artistas y personal de museo. La norma en este país es construirlos para todo propósito menos la exhibición de arte contemporáneo, especialmente de un corte periférico: el exceso de luz que no sólo daña las obras tradicionales sino que anula o hace muy caro el exhibir material luminoso o de video; el gigantismo que oprime la delicadeza de obras, documentos y residuos con alguna clase de humanidad; la absoluta ignorancia acerca de que la arquitectura de museos hoy debe incluir una atención a la acústica y el comportamiento del sonido, y no solamente a la visualidad, la monumental desconsideración por la eficiencia energética y la conservación climática que hacen estos edificios bombas de tiempo presupuestales en el largo plazo, y la forma en que la arquitectura asume en sus valores la fantasía de habitar un primer mundo de ensueño sostenido con trabajo barato tercermundista tanto en relación al mantenimiento de vidrios y pisos, como el derroche en obligar a cada exhibición replantear la arquitectura sin un mecanismo arquitectónico prediseñado. –se perfilan como un enorme cetáceo enemigo de todo esfuerzo de hospitalidad, en un momento en que el arte contemporáneo como tal se precia de transitar del modelo de contemplación silenciosa pública, a la creación de espacios de debate y estar.

Todo ello testimonia la baja o inexistente voluntad de diálogo, y la forma en que la arquitectura opera opresivamente en relación a complacer a los políticos o patrones burgueses, en lugar de a la función y los usuarios. Pero paradójicamente esos mismos valores, con los que (y contra los que) batallamos, producen la moneda corriente de nuestra transacción con los poderes sociales y los públicos. Son, querámoslo o no, la herramienta y el veneno con la que el arte contemporáneo establece su existencia no sólo espacial sino social, en un campo donde por debilidad constitutiva la arquitectura es la representante material del poder, contra y a pesar del cual debe existir alguna cultura. Frente a ellos sólo es factible tener una actitud de duplicidad y dialéctica: amarlos es reaccionarlo, probablemente odiarlos con profundidad lo sea aún más.

*Texto leído en “Arquine Jams No.11 | Marcos para la cultura” en la Librería del Fondo de Cultura Económica Octavio Paz el 11 de junio de 2015. Participaron: Frida Escobedo, Abraham Cruzvillegas, Nicolás Alvarado, Cuauhtémoc Medina y Luis Galán, como moderador.

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