Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
12 enero, 2016
por Juan Palomar Verea
Publicado originalmente en El Informador
Eduardo Padilla acaba de morirse. Es difícil creerlo, en alguien cuya poderosa presencia cubrió tantos años, tantos momentos señalados, tanta bondad y tantos logros y cariños. El arquitecto fue un tapatío por los cuatro costados, y un regiomontano ejemplar.
Estudió su carrera en las primeras generaciones del Tec de Monterrey. Regresó brevemente a Guadalajara para casarse con esa bellísima y encantadora señora que fue doña Carmen Silva Villaseñor. Y el matrimonio se fue a vivir luego a Monterrey por el resto de sus vidas. Establecieron allá un nuevo referente en cuanto a estilo y calidad humana. La apostura de la pareja –moral y física- fue legendaria.
Eduardo era un gigante: por su estatura, cercana a los dos metros, y por su desempeño moral y profesional. Logró, él sólo, conformar nuevos paradigmas para la arquitectura regiomontana, particularmente en el tema industrial, al coincidir su carrera con el despegue neoleonés en estos campos.
Resueltamente moderno, su arquitectura emana un profundo y alentador optimismo frente a los nuevos tiempos. Rigurosa, potente, imaginativa: su legado en este género del oficio está esperando una documentación y un estudio que le haga justicia, y que sirva de ejemplo para las nuevas generaciones, tan adictas al formalismo hueco y la autocomplacencia.
Sus aportes en la arquitectura sacra resultan también muy relevantes. Sus iglesias son un ejemplo de puesta al día del género, y de lectura inteligente de la tradición. En la plaza de San Pedro Garza García resplandece la fachada blanca de la parroquia -coronada de campanas- de una de sus más felices concepciones, ligada ahora indisolublemente al imaginario de quienes la han conocido, del de Monterrey entero.
Las casas que edificó para sí mismo y para su numerosa familia han sido una raya en el agua de una ciudad tan adicta a los remedos de las hechuras domésticas norteamericanas y a la pretensión irreflexiva. Son una indispensable lección. Primero, en los años setenta, la inolvidable “Los palomos”; y después, su última morada –realizada ya en colaboración con su hijo Ricardo- modelo de imaginación y adaptación al clima norestense. En los muros de alguna de las dos casas -el recuerdo se nubla: o en las dos- está grabado ese maravilloso canto a Monterrey debido al gran Alfonso Reyes, Sol de Monterrey: Yo no conocí en mi infancia/ sombra sino resolana…
Fue un maestro en toda la extensión de la palabra: en su casa, en las aulas, en su taller, en las calles. Su desempeño cívico fue también ejemplar, luchando siempre por el mejoramiento en todos los campos de su ciudad y su estado de elección. Creo y sostuvo (hasta la incomprensible falta de apoyo del Tec) la Cátedra Luis Barragán, con la que realizó invaluables aportaciones a la cultura arquitectónica regiomontana y nacional. Estudió y promovió con pasión la arquitectura popular norestense, la que llegó a conocer al dedillo.
Fue un Ferrari de la arquitectura y de la vida. Tal vez por eso –inconscientemente- tuvo desde hace mucho en uno de estos coches una de sus más caras posesiones. Su verticalidad y franqueza le enajenaron con frecuencia clientes y comisiones. Con invariable gallardía seguía adelante. Tuvo muchos éxitos, algunos fracasos y quebrantos. De los primeros no se envanecía, de los segundos supo levantarse siempre con su prodigioso brío, su intacta entereza.
Ahora hemos perdido a Eduardo Padilla Martínez Negrete. Para en algo consolar este vacío, quedémonos con su recuerdo y sus vastas enseñanzas, humanas y arquitectónicas. Esperemos que pronto exista la indispensable documentación editorial sobre su trayectoria. Esperemos también que Monterrey sepa rendirle el justo homenaje que merece, que se haga lo necesario para guardar su memoria viva. Preservando y rescatando su obra, exaltando su figura patricia y valerosa. Descanse en paz, ahora por siempre al lado de doña Carmen su mujer, de Catalina su también bellísima hija, de todos sus seres queridos. Y de un celestial Ferrari.
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