Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
30 abril, 2016
por Juan Palomar Verea
Levantar una construcción fuera de orden en la ciudad no es ningún chiste. Es una afrenta y un daño a la comunidad. Así de claro. Se ha hecho por decenios, utilizando diversas vías. La de la corrupción en primer lugar. Algunos promotores de obras irregulares han solido, con demasiada y conocida frecuencia, utilizar con efectividad el burdo recurso de abrirse el camino “regulatorio” a punta de billetazos. Desde la ventanilla de trámites hasta los escritorios de los más encumbrados funcionarios, se han hecho fortunas con esta cobarde traición a la ciudad.
Porque eso es lo que estos funcionarios han hecho: traición. Han agredido frontalmente, para su provecho, a la ciudad a la que protestaron cuidar y defender. Eso es también lo que los “promotores” hacen: esquilmar a la urbe, en perjuicio siempre de la gente más necesitada, para hacer sus negocios. Y, hay que decirlo, a eso es a lo que tantos ciudadanos colaboran con su indiferencia y su conformismo, con su abyecta adhesión al repugnante dicho “el que no transa no avanza”.
Zonas enteras de la urbe se han levantado por estas vías. La historia de los manejos con tierras ejidales circundantes a la mancha urbana llenaría tomos de infamia. Porque además esas zonas han representado en tantos casos la infelicidad y la injusticia –y aún la inseguridad física- para sus propios habitantes, así como una grave carga histórica para toda la comunidad.
Los años recientes han sido testigos del alarmante surgimiento de negocios inmobiliarios, muchas veces en forma de torre, que se inscriben en esta vil tradición. Resulta notable que el actual ayuntamiento haya tenido que hacer una minuciosa investigación de decenas -¿o centenas?- de casos ostensiblemente irregulares. Una cosa es clara: las actuales normas urbanas serán lo obsoletas o irregulares que se quiera. Pero son la ley, que solamente el Cabildo puede modificar. Muchas inversiones razonables se han visto entorpecidas por los planes vigentes. Pero ahora ha resultado que confusos intereses han empantanado los planes nuevos, más adecuados, siempre perfectibles. Y, por mientras, el río revuelto.
Se han oído voces de condena para el procedimiento en curso por parte del Ayuntamiento de “regularizar” a través de compensaciones en favor de la ciudad los edificios que propasaron la norma correspondiente. Pero no se puede tomar al toro más que por los cuernos, y dadas las circunstancias, parece ser la mejor salida para en algo reparar los agravios a la comunidad. Ante todo, porque es posible. Ponerse a demoler lo indebido, salvo en casos extremos, es un callejón sin salida y una alternativa que solamente los populistas, los maximalistas, piensan como única.
Ahora falta perfeccionar el mecanismo, cuyo uso ahora necesario esperemos que, con administraciones correctas, nunca se repita. No se trata simplemente de cobrar un dinero y exigir ciertas mejoras a los entornos afectados. Hay que ir mucho más allá: el daño hecho es una merma para la calidad de vida de toda la ciudad, no solamente para la de los vecinos inmediatos. Es deseable formar con esos recursos redes de saneamiento urbano uniendo, en lo posible, los puntos en donde se sancionará a los promotores con acciones de renovación urbana, aunque sea solamente plantar árboles a lo largo de ciertos corredores, que no es poca cosa. Pero, además, y como faltan de sancionar todavía muchos casos, se podría separar un fondo especial para hacer una obra pública de mayor calado. Por ejemplo, un buen parque, comprando terrenos o propiedades estratégicas. Y el parque, en el centro, tendría una estatua conmemorativa: un digno funcionario negándose enfática y terminantemente a recibir un fajo de billetes de manos de un promotor de bigotito. En bronce, por supuesto.
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