Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
14 septiembre, 2015
por Juan Palomar Verea
Solamente se puede cambiar a una ciudad si se la entiende. Con el cerebro y con el corazón. Y a Guadalajara es necesario cambiarla: por una ciudad más justa, más racional, más bella. Pero la ciudad es difícil de comprender, de abarcar. Y sin embargo, solamente quien lleva una imagen de la ciudad, integrada y comprendida, asumida en su conciencia y en su imaginación, es capaz de plantear soluciones para una situación urbana urgente, como la que vivimos.
Las respuestas no están en los cubículos o las aulas, en los escritorios de las burocracias, en las curules que sin cesar expiden leyes, en los seminarios de los “expertos”. Están más bien en el aprendizaje directo de la ciudad de carne y hueso, acero, concreto, asfalto y cartón: ésa que discurre a nuestro alrededor –cercano o lejano. Los buenos ciudadanos tapatíos (o de cualquier parte) siempre supieron hacerse cargo –espiritual y físicamente- de su contexto vital. Siempre han llevado a la ciudad consigo. Tres citas con ese posible destino:
Primera: Bruce Springsteen lo dijo de manera cristalina y contundente en una canción memorable: Sin rendición: Nos largamos de clase teníamos que huir de esos cretinos/ aprendimos más de un disco de tres minutos de lo que nunca aprendimos en la escuela… Quizá con la ciudad es exactamente eso: nada es igual al aprendizaje cotidiano, el cuerpo a cuerpo con los múltiples fenómenos que le dan forma y expresión. Nada se compara con verdadera audición de la compleja o sencilla música que cada ciudad compone. Ni desde la apestosa burbuja del coche, ni desde la asepsia de aulas y cubículos y oficinas o despachos varios, ni menos desde el pavor amurallado de los “cotos” es posible aprender, aprehender la ciudad.
Segunda: Un tratado completo del mejor urbanismo –de la arquitectura de la ciudad- quedó impreso en unas pocas líneas de Graham Greene: “Se pueden publicar estadísticas y contar a la población por centenares de miles, pero para cada hombre una ciudad consiste en no más de unas pocas calles, unas pocas casas, unas pocas gentes. Elimínense esos pocos y una ciudad deja de existir excepto como un dolor en la memoria, como el dolor de una pierna amputada que ya no está allí.”
Tercera: Contaba una artista polaca cómo había tenido que salir huyendo de Varsovia ante los destrozos y los bombardeos de la guerra. Años después logró regresar, volvió a buscar su casa. Su calle no era ya reconocible más que por los letreros de las esquinas. No podía creer que allí había vivido: todo era extraño y nuevo. Caminando a lo largo de la cuadra, cabizbaja, al fin reparó en unas pequeñas muescas en el cemento de una banqueta. Eran las rayas que ella misma, de niña, había marcado en el cemento fresco. Sólo a partir de esas señales pudo entonces comenzar a recuperar su ciudad, lo que de ella quedaba en su memoria.
La música de la ciudad, unas cuántas casas y gentes, las muescas en una humilde banqueta: signos, cifras y claves para entender el lugar en el que se vive, para conocer qué se espera de él, para resolver defenderlo, cambiarlo. Esa es toda la base (lo demás no es más que técnica e información) del urbanismo, de la arquitectura de la ciudad querida, recordada, deseada.
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