Gobierno situado: habitar
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2 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Son siempre los otros quienes mueren. Ellos. Nunca yo.
Marcel Duchamp murió a los 81 años de un paro cardiaco, el 2 de octubre de 1968. Su epitafio dice eso: por cierto, son siempre los otros quienes mueren. Otro juego de lenguaje, otra ironía de Duchamp, dicen. Lo dijo hablando with a tongue in the cheek, casi el título del autorretrato que unos diez años antes, en 1959, se hizo Duchamp: un vaciado en yeso de su lengua empujando su cachete y puesto sobre un papel donde completó a lápiz su perfil: nariz, ojo, ceja y frente. Pero como buen ironista, lo que dijo Duchamp tiene doble filo, como un cuchillo, a veces, o tiene canto, como el que separa las dos caras de las monedas —que usualmente vienen adornadas con un perfil en bajorrelieve; nunca, supongo, con un personaje mostrando la lengua en el cachete.
Los que mueren son los otros. Dicho así, como despedida, es de paso un guiño —lengua en el cachete incluida— a lo que pensó Bataille de la muerte y que es, de algún modo, la otra cara de lo que señalaba Heidegger. Éste, nos definió a los humanos como seres para la muerte, los únicos seres con una consciencia histórica, pues sabemos que allá vamos todos; aquél, al pensar las experiencias límite entendió que el límite de la experiencia es aquella de la que jamás podré dar cuenta: mi propia muerte, cuya propiedad y apropiación queda así puesta en duda o cuando menos en suspenso: al ser lo único de lo que yo no puedo hablar habiendo tenido la experiencia. Aunque si por experiencia pensamos en darse cuenta de algo y poderlo contar, ni siquiera se puede decir eso en primera persona: tener la experiencia de morir. Al muero porque no muero habría que completarlo con un yo no muero porque si muero no puedo decir: he muerto. Los que mueren, son siempre los otros. Y eso, que mueran siempre los otros, nos hace responsables de sus muertes: los lloramos, los enterramos, los recordamos. Exigimos justicia en su nombre si su muerte lo demanda, porque ellos ya no pueden hacerlo y esperamos que, dado el caso, alguien lo haga por nosotros. La muerte, pues, que nunca es propiamente mía y de la que jamás tendré experiencia en carne propia, es una de esas —pocas— cosas que hace de los otros un nosotros.
El 2 de octubre de 1968, el mismo día que Duchamp murió de golpe habiendo dejado dicho que siempre son los otros los que mueren, entraron miles de estudiantes a manifestarse en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, en la ciudad de México. Faltaban diez días para que iniciaran los Juegos Olímpicos que el gobierno mexicano había preparado con esmero para demostrar al mundo entero la cultura y el desarrollo del país. Un helicóptero volando sobre los manifestantes lanzó una bengala y de los edificios que rodean la plaza empezaron los disparos. Mataron a cientos o más, nunca se supo. ¿Quién los mató? Militares o paramilitares, los del guante. Hoy habríamos dicho que fue el Estado, entonces no era tan fácil decirlo. El que entonces era Presidente de la República tardó un año en asumir íntegramente la responsabilidad y lo hizo como si de un acto heroico se tratara: nos salvó del comunismo, dijo. Cuando se iban a cumplir 46 años de la matanza de Tlatelolco, el 26 de septiembre del 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa se preparaba para ir a la marcha del 2 de octubre en varios autobuses tomados. En el camino los atacaron. Mataron a varios y 43 desaparecieron. ¿Quién los atacó? ¿Militares, paramilitares, narcos? Repetimos que fue el Estado y a cinco años se sigue investigando quiénes fueron responsables.
Son los otros los que mueren, nunca yo. Pero no son sólo ellos, los otros: son parte de nosotros y por eso no se olvidan.
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