Teroarquitectura: territorios de lo salvaje
La invención de lo otro Selva, salvaje y silvestre, son palabras de una misma raíz latina cuyo uso metafórico comenzó [...]
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¡Felices fiestas!
30 noviembre, 2018
por Ricardo Vladimir Rubio Jaime | Twitter: VladimirRub
«La civilización occidental, exportada en mayor o menor grado por todo el planeta, acepta sin cuestionar el derecho individual de libertad y la búsqueda de felicidad personal. Esta condición se percibe universalmente como un derecho “natural” por buscar el placer y evitar el dolor, y se concibe como el complemento fundamental de la democracia. (…) Para una cultura hedonista, la vocación de la arquitectura es asegurar el mayor placer y el menor dolor para cada individuo. »
Alberto Pérez-Gómez 1
«El hombre no se destruye por sufrir; el hombre se destruye por sufrir sin ningún sentido».
Viktor Frankl 2
A Bernardo García
¿Puede ser el dolor un derecho sistemáticamente arrebatado? ¿Por qué sin cuestionar —como lo hacemos en tantos ámbitos políticos— aceptamos el progresismo absolutista por la enajenación total del dolor? ¿Es siempre ético acudir y permanecer bajo los efectos farmacéuticos, mediáticos o tecnológicos, al más mínimo grado de dolor? ¿Puede haber dolor “útil”? ¿Puede el dolor, actualmente, ser una posibilidad de sentido?, ¿hay dolor por y en la arquitectura?, ¿cómo puede la arquitectura contribuir a la ausencia o presencia de dolor?
Dar un esbozo de respuesta a cualquiera de estas preguntas requiere, cómo primer paso, dilucidar qué es aquello a lo que nombramos como dolor:
En el término más burdo, el dolor es llanamente: el resultado final de percibir una alteración o molestia (del latín moles, que significa masa, peso, carga), bien corporal, moral o psíquica, 3 y que guarda siempre una estrecha relación con otro fenómeno: la atención.
Según el filósofo Serrano de Haro: “el dolor llama siempre la atención”, o dicho de otra manera: el dolor obliga a la atención, “la urge, la incita y la excita, a intervenir sobre el padecimiento y contra su causa”. 4 La atención es aquello que nos permite diferenciar las cosas. No por casualidad, Heidegger escribió: “El dolor es la diferencia”.5 Mientras que Schopenhauer diría: “solo el dolor es positivo, puesto que hace sentir, (…) sentimos el dolor, pero no la ausencia de dolor.”6
En la arquitectura, ¿quién no ha sido de capaz de sentir, en palabras de Bachelard, “el dolor de los corredores”?,7 ya sea a causa de su disposición laberíntica, o su pesado aire, ¿sería osado argumentar que ese grado de dolor, peso, carga, es el que ha provocado, a través de nuestra atención, que el espacio quede impregnado en nuestra memoria?
“Siempre recordarás lo que estabas haciendo cuando más duela” 8, escribe el poeta vietnamita Ocean Voung, cuya vida ha sido marcada por el dolor de la guerra y la pérdida.
No obstante, pareciera que hay un miedo y desprecio casi unánime, no solo a proyectar pasillos “dolorosos”, largos, estrechos, sinuosos u oscuros, además; las puertas no deben gemir su edad, no deben pesar, no deben trabarse, detenerse, resistirse, incluso no se deben quedar allí donde la mano la ha soltado, deben —por si solas— regresar a su punto inicial. A eso le llamamos que las puertas “funcionan”. Las ventanas deben permanecer sin obstrucciones y suciedad, con capas anti-reflejantes e inhibidoras de calor, a fin de aproximarse en la medida de lo posible a su inexistencia; el cajón de la cocina debe ceder a su apertura al más mínimo empuje, y amortiguar por si solo el regreso hasta el susurro de su llegada. Los límites de las manijas deben molestar lo menos posible a nuestras manos. El reloj que “golpeaba” nuestra cabeza se ha callado para siempre en la sala de espera, es más: no existe más un lugar donde nos duela la espera. Todo es ahora. Los mejores muros —si existen— son los de menor peso y mayor facilidad de colocación o cambio. Las mejores regaderas vuelven al agua más ligera, el mejor piso de madera: el que enmudece más años. La mejor cama es la que nos deja sin peso, sin sentir lo más propio: nuestro cuerpo.
En el ámbito urbano; las banquetas deben ser continuas, lisas, sin interrupciones (sin comercio informal o raíces de árboles que sobresalen), las vialidades enmudecen simulando una piedra o un adoquín que no existe, que no friccionan y suenan con el peso de un auto. Las esquinas, aun en nombre de la accesibilidad universal, se difuminan en un flujo indefinido, perpetuo, aburrido, que no requiere nuestra atención, hasta los bolardos son de pronto entendidos como grandes estorbos.
En el ámbito personal, ¿no se parecen los espacios remodelados a nuestras relaciones contemporáneas? Ligeras, sin sustancia, eternamente fluctuantes, sin profundidad. No pesan. No se sufren. No duelen.
Byung-Chul Han, en un pequeño ensayo titulado: Cuerpos que se contraponen, analiza la etimología de la palabra objeto, procedente del latín obcere, y que significa: arrojar contra, reprochar, recriminar, y argumenta que, la materia al servicio del mercado, no se contrapone ya a nosotros, no nos “objeta”, “más bien —la materia— se quiere amoldar a mí y agradarme, sonsacarme un «me gusta».” 9
Para quienes no somos tan jóvenes: ¿quién no recuerda los primeros celulares?, distinguidos por su peso, con teclas recias, duras, que podían llegar a atascarse en su carcasa, con cámaras que habrían de colocarse como accesorio, hacer girar y crujir para su funcionamiento. ¿Podemos hablar de recordar con la misma intensidad los celulares que no se contraponen en lo absoluto, que analizan nuestras palabras más usadas para anteponerse al cuerpo y completarlas por nosotros, que todo convierte en la misma textura, que la mejor pantalla es la que ha reaccionado con apenas ser tocada, que no pesa, que se difumina mejor en nuestro bolsillo para no ser sentido?
Un umbral mínimo de dolor puede darnos la capacidad de atención a nuestro mundo. Una arquitectura complaciente hasta el extremo, nos deja en la incapacidad de percibir las cosas. Con un mínimo gesto doloroso hacemos que el mundo tenga “resistencia”, y se nos aparezca:
Aparecer, palabra más que pertinente que guarda en su etimología la palabra parto: un nacimiento doloroso. Un quebranto.
Pero hay más, además de lo físico, la arquitectura puede contribuir a sentir dolor a través de su belleza o seducción. Para Pérez-Gómez, la belleza duele:
“Cuando contemplamos la belleza y somos seducidos, nos rodean sensaciones placenteras y dolorosas mientras brotan las alas en nuestra alma, señalando el principio de lo que estamos destinados a ser.” 10
¿Hacer sentir las cosas, aparecerlas, que nos molesten, que tengan peso, o que se muestren por su belleza, será una forma en que el dolor, aun en un mínimo grado, tenga sentido en nuestras vidas?
No pasemos por alto las palabras del pensador argentino Hugo Mujica: “La creación en la que el dolor se transfigura en sentido: da salvación”. 11
Contra la defensa incuestionada de la ligereza y el desvanecimiento de las cosas, ¿habrá en el dolor y resistencia de los objetos más vida? Si la cultura hedonista, como argumenta Pérez-Gómez, tiende a crear una arquitectura cuya finalidad es evitar el dolor, ¿qué cultura podría ayudar a inaugurarse procurando salir de ese camino?
Como en una especie de paradoja, ¿es la búsqueda de enajenación de dolor y la pérdida de resistencia de las cosas, lo que más duele? Porque sin pensarlo demasiado, y a pesar de los esfuerzos del mercado por generar materia carente de resistencia o peso, parece no llegar nunca el alivio, incluso lo contrario: hay un peso exacerbado que la ligereza produce, la bien llamada por Milan Kundera: insoportable levedad del ser.
Notas:
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