Gobierno situado: habitar
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3 octubre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
¿Dijeron que querían una revolución? De acuerdo: todos queremos cambiar al mundo. Aunque no todos de igual manera. El 30 de noviembre de 1884, William Morris dictó una conferencia ante la Asociación de la Federación Democrática de Hammersmith titulada Cómo vivimos y cómo podríamos vivir. La palabra revolución, dijo, asusta: “suena terrible a oídos de la mayoría de la gente, aun tras haberles explicado que no significa un cambio acompañado por toda clase de tumultos y violencias.” Pero aun así, la revolución, para serlo, debe ser radical. No hablen de reforma, dice Morris, como si sólo hubiera que cambiar una cosa aquí y otra allá, ajustar pequeños detalles en el mecanismo social. Hay que cambiar mucho: poner todo al revés para enderezarlo. Si eso asusta a unos cuántos, está bien: ése es el trabajo del revolucionario, según Morris: infundir esperanza a la mayoría y temor a la minoría opresora, que muchas veces, agrega, ni siquiera es plenamente consciente del la opresión que ejerce sobre las mayorías.
Willam Morris nació el 24 de marzo de 1834 en Londres y murió en esa misma ciudad el 3 de octubre de 1896. Durante su vida fue testigo de los cambios sociales y económicos que acarreó la Revolución Industrial —una revolución, esa sí, con la que no estaba tan de acuerdo. La Revolución Industrial había generado, entre otros efectos —todos conectados para Morris— grandes masas de trabajadores que dejaron el campo y las pequeñas ciudades para asentarse en las florecientes ciudades industriales y que no sólo habían terminado empobrecidos económicamente sino, peor, habían perdido el control sobre lo que hacían: ya no eran dueños ni de su trabajo ni del producto del mismo que, además y por la misma razón, carecía de la calidad propia de los objetos artesanales —que Morris no diferenciaba finalmente de los artísticos. Estela Schindel explica que para Morris “la fealdad del mundo que el capitalismo estaba erigiendo a su alrededor” resultaba una insoportable demostración de la perversidad de ese sistema. Morris, como muchos otros a mediados del siglo XIX, cual Pugin o Ruskin, tenía una visión romántica del medievo como una comunidad de artesanos que producían cosas bellas pero también funcionales —o, más bien: bellas precisamente por ser funcionales— en un entorno común. Esa comunidad implicaba la necesaria continuidad entre quien piensa, quien fabrica y quien utiliza un objeto. Una continuidad que había sido rota por la Revolución Industrial, consolidando la separación entre quienes conciben pero no producen: los artistas, quienes producen sin concebir: los trabajadores manuales, y quienes acumulan el beneficio de dicha producción: los capitalistas y transformando a la mayoría en una masa amorfa de consumidores. Pero según Schindel, “la crítica de Morris a la disposición maquínica del mundo va más allá de la cuestión instrumental: «no es de esta o aquella máquina concreta de acero y latón de lo que queremos librarnos —escribió— sino de la gran maquinaria intangible de la tiranía mercantil que oprime las vidas de todos nosotros.”
Para Morris el sistema capitalista es uno que vive en estado de guerra perpetuo, donde cada batalla se califica con el mismo eufemismo: competencia: compiten los países y los mercados, los productores y al final hasta los trabajadores. Todo esto genera un sistema donde desaparece el valor más profundo que busca un auténtico comunista —como se asumía Morris—: la comunidad. Así vivimos y para vivir de mejor manera Morris planteaba algunas exigencias: buena salud para todos, no con la idea de salud pública que parece interesarse sólo en el cuerpo como fuerza productiva, sino de salud individual y común, por compartida, que no sólo incluye sino busca el goce e incluso la belleza física como objetivos. También exige educación: no como entrenamiento para hacer una cosa sino como oportunidad para hacer muchas: “la exigencia de una educación también presupone la exigencia de ocio abundante,” agrega. Y otra exigencia más de Morris era “que el ambiente material que nos rodee sea agradable, generoso y bello.”
Hace más de 130 años William Morris veía cómo la Revolución Industrial y sobre todo el Capitalismo, generaban un sistema en el que la pobreza era menos ofensiva que la desigualdad y, además, a su juicio, construyendo un mundo de objetos —de cosas y de casas— contrarios a cualquier idea de belleza o funcionalidad. Pensaba que llegaría el día en que la gente encontraría “difícil de creer que una comodidad rica y con tal dominio sobre la naturaleza exterior hubiera podido someterse a una vida tan mezquina, andrajosa y sucia.” No pensaba, como cuarenta años después lo haría Le Corbusier, que la arquitectura evitaría la revolución. Al contrario: la arquitectura y el diseño serían parte activa de esa revolución. Y por supuesto no deseaba que muchos intentos de reformular o, más bien, revolucionar la relación entre los objetos y quienes los hacen y los usan —como el movimiento Arts and Crafts, del que era muy cercano, pero también la Bauhaus y muchas otras vanguardias posteriores— terminaran o bien produciendo objetos de lujo a exponerse en museos o venderse en galerías a precios inaccesibles para la mayoría o estrategias de diseño como el marketing, el branding o el styling, que sirven para producir objetos “bellos” cuya finalidad es aceitar los engranes del mecanismo de consumo. Si Morris no hubiera muerto, tal vez pensaría que los objetos bellos que hemos logrado producir no bastan y esperaría, aun, la revolución posible.
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