Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
24 septiembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Gilles Lipovetsky dice que hoy “la arquitectura consagrada ha cedido el puesto a “estructuras asombrosas, a «extravagancias» arquitectónicas, a joyeros-seducción.” Lo vemos casi en cualquier revista de arquitectura, lo vemos también en la calle de cualquier ciudad y casi en cualquier calle. Pareciera que la arquitectura se ha puesto toda sus mejores galas: para lo que le alcance según su presupuesto, pero anda siempre como vestida de domingo. En una conversación entre Lipovetsky y Jean Nouvel aparecida en el suplemento Madame de Le Figaro en el 2013, cuando le preguntan al primero qué cosas simbolizan hoy lo bello responde:
A partir del siglo XIX, son cosas tan diferentes como el museo, el cine, la alta costura o los grandes almacenes y el diseño industrial las que lo encarnan. He intentado mostrar que hoy la hibridación entre el comercio, el mercado y el trabajo artístico se encuentra en todas las formas de producción del mundo. Hay una dimensión estético-emocional que se ha vuelto central en la competencia a la que se entregan las marcas.
Lipovetsky —que nació el 24 de septiembre de 1944— dibuja una historia de lo bello que va de los objetos rituales a los objetos de arte y de ahí a los objetos de producción y consumo masivo —historia que, de hecho, ya había planteado en los años veinte Walter Benjamin. Nouvel apunta que es la misma historia para la arquitectura: primero la tumba y la pirámide, luego el palacio y la catedral, al final la fábrica y el centro comercial. Es una historia de pérdida de la distancia o, también en los términos de Benjamin, del aura. Lo bello cada vez está más cerca. Si el objeto ritual era inaccesible más que para los iniciados y el objeto de culto se mantenía, aun en el templo laico del museo, tras la barrera del no tocar, el objeto de producción industrial hoy se nos ofrece como lo que se manipula, El objeto digital y no es sólo el que funciona a partir de un lenguaje binario sino el que responde al menor movimiento de nuestros dedos, directamente al tacto. La belleza y el lujo que muchas veces la acompañaba, se han vuelto, según LIpovetsky, accesibles a todos —o al menos hay variedades del lujo y la belleza al alcance de un mayor número de consumidores, término que ha desplazado definitivamente a cualquier otro que suponga el privilegio de la contemplación sobre el del uso.
En su libro La cultura-mundo, escrito junto con Jean Serroy, Lipovetsky dice que, destinada al consumo comercial. “la cultura de masas debe renovar su oferta sin cesar con productos que, sin salirse de las fórmulas establecidas, necesitan presentarse como singulares.” Productos “radicalmente efímeros, hechos para no durar.” El capitalismo artista, como le llama Lipovetsky, opera a partir de “la multiplicación infinita de objetos que desaparecen a gran velocidad.” Algo que, en principio, parecería contrario a las posibilidades de la arquitectura, que tarde en construirse lo que tardan en cambiar el color o las texturas de moda. La arquitectura, sugiere Lipovetsky en su conversación con Nouvel, aun apunta a lo sublime —esa categoría estética que pareciera indiferente a lo efímero y lo pasajero. Aunque también sugiere que el efecto estético-emocional de seducción que tiene la arquitectura ya es también cuestión de moda: más la imagen que la piedra misma —o el acero, el vidrio o el titanio, da igual. Marketing arquitectónico y urbano, como el Guggenheim de Bilbao, dice: “construcciones «publicitarias» para forjarse una imagen de marca, atraer a los turistas por lugares representativos inmediatamente reconocibles.” Edificios que los alcaldes piden como un CEO que imagina la nueva sede: por sus efectos de marca y de mercado. Ahí Nouvel entra al quite: “por eso es muy importante —dice— que exista un nuevo arte del encargo, como ocurrió durante siglos. Y les corresponde a los políticos tomar la iniciativa, como a los príncipes de otras épocas.” Aunque tal vez no haya nada menos hipermoderno y alejado de cierta idea de una democratización estética, que un arquitecto soñando la reinvención del príncipe-mecenas como antídoto del city manager.
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