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Con el auge del crimen organizado como gestor de las ciudades mexicanas, ¿por qué los planes y programas urbanísticos no [...]
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¡Felices fiestas!
25 septiembre, 2024
por Ernesto Betancourt
“Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx “todo lo sólido se desvanece en el aire”. [1]
Al edificio que hasta hace unos años ocupaba el predio ubicado en Avenida Juárez 92 se le conocía como el edificio “mala suerte”: incendios, daños por sismos, recortes de altura, reiteradas ocupaciones y desocupaciones le dieron su fama de infortunio. Se trataba de un anodino bloque modernista que sustituyó a un no menos aburrido pastiche neocolonial.
Sede, desde los años 60, de Petróleos Mexicanos, de la Secretaria de Turismo, de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo), [2] de Finanzas y Administración y Contraloría General del entonces Distrito Federal, con una ubicación privilegiada en la frontera que delimita la llamada “histórica” ciudad de la urbe moderna hacia el sur-poniente en el cruce de Avenida Juárez y el Paseo de la Reforma, pasó su “vida útil” sin más fama que la de sus desventuras. En años recientes, y debido a los daños irreparables acumulados permaneció abandonado, sólo ocupado por grupos asiduos de menesterosos “sin techo” que lo adoptaron para congregarse y como guarida y letrina.
Tras un fallido intento del gobierno de la ciudad para restituir un edificio afín a su ubicación y potencial edificatorio, se convocó a desarrolladores y arquitectos a que hicieran una propuesta que valorizara el predio y renovara el sitio de propiedad pública. Sin embargo, debido a la incertidumbre legal y financiera que no lograba desembrollar la convocatoria, se abortó la iniciativa y la mala suerte de la edificación se mantuvo.
Hace poco más de un año se tomó la decisión de demoler finalmente la estructura —que, salvo algún menesteroso, nadie echará de menos—, y construir a través de la Sedatu (Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano), en su lugar, el Archivo General Agrario (AGA) del Registro Agrario Nacional que sustituirá al “mala suerte”.
En 1912, en Nueva York, el ingeniero William J. Wilgus, asesor del magnate ferroviario, Cornelius Vanderbilt, El Comodoro, como le gustaba ser nombrado, inventó una fórmula para financiar la construcción de la nueva Grand Central Station y sustituir a la anterior terminal de su empresa, New York Central Railroad, que se levanta en la calle 42, Park Avenue, y la calle nombrada en honor de Vanderbilt.
La sustitución se hizo necesaria después del trágico accidente de 1902, que ocasionó al menos 25 muertes y cientos de heridos por la acumulación de humo que obstaculizó la visibilidad al interior de los túneles, provocando la colisión de dos trenes, y que obligó a electrificar y soterrar las vías y patios de maniobra.
La fórmula de Wilgus era muy sencilla: la nueva estación ocuparía los predios propiedad del Commodore, principalmente en el subsuelo de al menos 20 manzanas alrededor de la estación, y para conseguir los fondos necesarios para la reconstrucción sin la necesidad de endeudarse con instituciones bancarias, Wilgus propuso vender lo aparentemente menos vendible del mundo: el aire —mejor dicho, alquilar—, es decir: el propietario transferiría mediante contratos de cesión de derechos el aire por encima de sus predios; no el suelo, sino el aire que en un paralelepípedo virtual contiene los límites de su propiedad, tan arriba como su cartera, la técnica y la economía lo permitiese, pues no existía aún normatividad alguna sobre la altura de las edificaciones.
Así nacían los derechos de aire, los air rights, en la legislación anglosajona, derechos y atribuciones que surgen de manera formal en 1916, cuando Nueva York adopta la primera normatividad que restringía las alturas en relación con el ancho de las calles.
“Talking wealth from the air was an inspired idea for a railroad facing huge expenses at 42nd Street. In a stroke of genius Wilgus not only envisioned a complex multi-part plan for the New Grand Central, but also outlined a plan to finance the entire project.” [3]
Fue así como se financió el espléndido edificio diseñado por Charles Reed y Allen H. Stem en 1913, que aún alberga la icónica estación de Manhattan, su infraestructura renovada y que continua usufructuando los beneficios de tan sencilla y genial idea.
A partir de entonces la normatividad que la mayoría de las ciudades le asignan a cada predio un índice de altura y edificabilidad de acuerdo a distintos criterios: ambientales, estéticos, historicistas o urbanísticos; más o menos arbitrarios, pero que es lo que le da a un predio su potencial de construcción y en buena medida su valor, establecido fundamentalmente como aire, aire edificable.
A lo largo de la historia, el concepto de propiedad ha recaído en su recipiente más socorrido: la tierra, sea comunal o individual, feudal o privada. La tierra representa el valor más preciado por quien(es) se ostenten como sus legítimos propietarios, no el aire —que, como nos recuerda la cita de Marx que da título al libro de Berman, [4] desvanece la más sólida confiabilidad—. Sin embargo, es eso lo que le da sentido a la posesión del suelo interurbano, su capacidad edificable.
¿Y a quién le pertenece ese aire sobre nuestros techos? ¿Al poseedor de una escritura que consigna los límites catastrales del predio, o al Estado que le confiere el potencial aéreo de sus azoteas?
Volviendo al predio del “mala suerte”, el potencial asignado por el instrumento que lo regula, [5] consigna que su uso de suelo corresponde a HC (habitacional con comercio) con 8 niveles y 25% de área libre, sin embargo, debido a su privilegiada ubicación, la norma de vialidad que posee Avenida Juárez le da un incremento de 16 niveles, además de otorgarle el más deseable de los usos: habitacional mixto (HM), con un área libre de 30%, con lo que el valor urbanístico y económico del predio se incrementa de manera considerable.
Según los datos que aparecen en la página del proyecto del AGA, y la difusión en videos y noticias sobre su diseño y construcción, [6] se sabe que contará con 3 niveles de sótano y 8 niveles sobre el nivel de banqueta con una ocupación de 40% del predio. Según comenta en un video el propio titular de la Sedatu, el área de desplante de la plaza pública equivale al 60% de los aproximadamente 5,200 metros2 que tiene el predio, por lo que se contará con un área útil de aproximadamente 2,080 m2 por nivel que, multiplicada por los 8 niveles planteados, equivale a 16,640 m2, sin contar los 3 sótanos donde se ubicará el archivo.
Sin embargo, con el potencial edificatorio, que el predio admite por normativa, se podrían construir 16 niveles con un 70% de área de desplante, es decir, 3,640 m2 por planta que, multiplicado por los 16 niveles, equivaldría a 58,240 m2, es decir, 3.5 veces lo proyectado para el AGA de puros servicios complementarios, pues el archivo ni siquiera está contenido en el área útil sobre el nivel de banqueta.
Es decir, el proyecto dilapida más de 8,000 m2 útiles con un uso privilegiado, que al valor actual del mercado podría rondar entre los 800 y 1,000 millones de pesos de patrimonio público, que en el mejor de los casos quizás pudo ser privatizado para financiar parte de la onerosa y ostentosa construcción, y sin considerar que el polígono que ofrecía la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda (Seduvi) en la convocatoria original se incrementaba hasta 27 niveles.
Respondiendo a la pregunta que formulé arriba: jurídicamente el aire es propiedad del dueño del predio y normativamente de quien le otorga su disponibilidad: el Estado, que en este caso es el mismo pues el predio es del dominio público. Aquí es claro que el aire le pertenece a la ciudad y es despilfarrado a discresión por la propia autoridad.
El ampuloso edificio, cuyo diseño no fue concursado ni consultado con la ciudadanía, sepulta en un vulnerable sótano sujeto a probables inundaciones el motivo de su construcción: el archivo, que se ubica bajo tierra y arriba derrocha sobre el piso más de 3,000 millones de pesos con un programa de servicios turísticos y culturales desplegados al interior de espacios obtusos de aristas angulosas que con dificultad justificarán su utilidad y los más de 2,600 millones de pesos que, según se anuncia, costará la obra. A eso hay que añadir el valor del aire desperdigado, cantidad equivalente e incluso superior a las rentas que paga el gobierno federal por la ocupación de oficinas en edificios privados para sus secretarías y organismos desconcentrados, [7] sin incluir las rentas que eroga el Gobierno de la Ciudad de México a arrendadores privados por el alquiler de las oficinas que requiere su operación.
Así pues, lo más valioso de este renovado edificio “mala suerte” no es entonces lo que se ve, cuyo valor arquitectónico ya resulta dudoso, sino lo que no se ve: al despilfarro constructivo de sus pretenciosos y frívolos volúmenes se suma el despilfarro aéreo que dilapida el patrimonio público, y lo más reprobable es que sea la propia autoridad que se supone debe tutelar el “ordenamiento” territorial y urbano quien lo haga.
El despilfarro y el despojo, en el caso de tratarse de bienes públicos, son delitos tipificados como daño patrimonial en una ciudad que paga cantidades millonarias por la renta de espacios y que vive con un déficit de por lo menos 70 mil viviendas por año, por lo que es un despropósito criminal derrochar y dilapidar recursos públicos e intangibles en desatinos urbanos y arquitectónicos. Juárez es otra oportunidad perdida más para llevar a cabo auténticos proyectos estratégicos de utilidad pública y no gigantescos esqueletos vacuos.
Uno de los bienes más escasos en todas las ciudades es el suelo, que adquiere su valor justo por el aire gravado en su superficie y lo multiplica. Es ese valor lo que dificulta la posibilidad de construir vivienda asequible en zonas centrales y de disponer de espacios para los servicios y oficinas públicas en lugar de pagar rentas a propietarios privados.
Resulta paradójico que el gobierno electo de la CDMX, tenga que buscar suelo y aire para sus “utopías”, mientras por otro lado se despilfarran. Los próximos gobiernos no deberían mantener esa política de despilfarro y despojo patrimonial del suelo y del aire para construir aparatos arquitectónicos aislados y autónomos, que desoigan la lógica normativa y rentable de la ciudad, que renuncie a usar y usufructuar el aire y el suelo para beneficio público. El déficit presupuestal y habitacional solo irá en aumento, una urbe eficiente e inclusiva no puede renunciar a la rentabilidad en aras de la demagogia.
Hoy en día, con la fluctuación de los billones de bits de información transmitidos por el aire, nadie debería dudar del valor del espectro aéreo. Los predios alrededor de la Grand Central Station siguen produciendo utilidades administrando su potencial, contribuyendo a mejorar el servicio y la tecnología del transporte ferroviario.
El aire es un gas que puede solidificarse o liquidificarse en beneficio o perjuicio común según se le use y se le a-precie, lo que no puede suceder es malgastarlo en despropósitos grandilocuentes.
La ley contempla que las inversiones públicas realicen depurados estudios de costo beneficio que garanticen el mejor y mayor uso de los bienes patrimoniales. Esa es la única forma de impedir el abuso, el despilfarro y el daño patrimonial. Habrá que preguntar que análisis soportó la suerte actual de un predio que parece destinado permanentemente a la mala suerte.
Referencias
[1] Berman, Marshall; Todo lo solido se desvanece en el aire, Siglo XXI, México, 1988.
[2] Comisión Nacional de Subsistencias Populares: empresa paraestatal creada en 1961 por Adolfo López Mateos para abastecer de alimentos básicos con precios regulados al sector popular.
[3] Schlichting, Kurt; Grand Central’s Engineer, John Hopkins University Press, Baltimore, 2012.
[4] Berman, op. cit.
[5] Programa Delegacional de Desarrollo Urbano de Cuauhtémoc, Programa Parcial Centro Alameda.
[6] Íbid.
[7] Belmont, José Antonio; Milenio Diario, Ciudad de México, 6 de octubre de 2019. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=zyMLMjzi4tM.
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