31 marzo, 2015
por Enrique Larranaga | Twitter: ealv21
Concluida la “Red Carpet Season” del espectáculo comienza la “Black T-shirt Season” de la arquitectura; si es que podemos hoy posible definir dónde comienza lo arquitectónico y dónde termina la farándula…
La “temporada” de premios de arquitectura tiene, sin embargo, dos particularidades: comienza con el galardón mayor, el Pritzker (precipitado su anuncio este año por la muerte del galardonado, Frei Otto) y su notoriedad global es relativa y más reciente; quizá porque también lo es la globalización del trabajo del arquitecto y, por tanto, la convertibilidad, en encargos y honorarios, de la notoriedad que otorgan nuestros eventos.
Conviene recordar la nada casual y seguramente causal aparición casi simultánea de los Premios Pritzker y una sección dedicada a la arquitectura en la Bienal de Venecia.
La primera edición del Pritzker (otorgado entonces a Philip Johnson, seguramente el arquitecto más mediático de la historia) ocurre en 1979 y en 1980 Paolo Portoghesi organiza, con el lema “La presencia del pasado”, en Venecia la “Strada Novísima”: una sucesión de cubículos que, como entremezclando la exuberancia de vitrinas en un Shopping Mall y el acartonamiento de una escenografía de Cinecittá, desplegaba variaciones de entonces grandes estrellas del post-modernismo como objetos preciosos (re)cargados de alusiones; muy al estilo, por cierto, de aquella maqueta de su edificio para AT&T que el mismo Johnson ostenta en una fotografía como un trofeo o como si la acabara de tomar del anaquel de una tienda de juguetes o de decoración, para el caso más o menos lo mismo. Pues, como el propio Johnson había hecho unos cincuenta años antes con el movimiento moderno en la exhibición que montó en el MoMA con Russell-Hitchcock, la calle de Portoghesi reducía la ciudad y sus edificios a mero estilo, es decir, moda, como comenznado a sustituir la profundidad de una reflexión profesional por la banalidad de “Fashion Police”.
Desde entonces y como sucede con la “Red Carpet Season”, todos lanzamos apuestas para esta “Black T-shirt Season”, tememos designaciones que se ven venir pero nos resistimos a admitir y, otorgados los premios, casi siempre objetamos la decisión. Pues estas temporadas son como los viajes: hablar de ellos antes, anticipando lo que puede suceder, y después, recordando lo ocurrido con anécdotas que exageran sus detalles suele ser más incitante que el viaje real y nos permite extenderlo en el tiempo, añadiendo o suprimiendo cosas para orientar nuestros sueños futuros.
Y es que aunque todo premio parece referirse a la persona que lo recibe en realidad habla más precisamente de las que lo deciden y de las circunstancian en que ellas actúan e interactúan, así como de las de quienes los critican. Quienes hemos participado en jurados de concursos de distinto tipo sabemos que, como alguna vez me advirtió mi profesor Pablo Lasala, los jurados conforman un ente que incluye pero es diferente a los individuos que los constituyen. Tanto que ese nuevo y casi impersonal ente puede ser capaz de tomar decisiones con las que ninguno de sus integrantes esté plenamente de acuerdo pero que terminan siendo la única con la que ninguno discrepa tan fuertemente como para negarla.
Por eso y aunque solemos ver de los premios sólo su resultado, lo importante es analizar los procesos e individuos que llevan a ellos y, así, también sus pequeñeces y circunstancias y las de los entes que los promueven. Y en la crítica o el elogio entender que, también, cada uno de nosotros opera desde circunstancias, pequeñeces y preferencias análogas que, seguramente, en la circunstancia de ser miembro de alguno de esos jurados trataríamos de imponer y, de no poder hacerlo, adaptaríamos a la dinámica del evento del modo que mejor consiga conciliar la suficiente fidelidad con lo que decimos y una correcta cortesía con los compañeros de esos días.
Resulta mucho más sencillo entender la secuencia de ganadores del Premio Pritzker (1) al cotejarla con los integrantes del jurado del año respectivo; por eso cabe esperar, a partir de las recientes modificaciones en la conformación del jurado, un cambio en la orientación de los reconocimientos, algo que sólo podremos confirmar, como nuestros vaticinios, una vez cumplidos. Esa correlación permite también entender la ausencia de reconocimiento a arquitectos que lo merecerían con creces, como Rogelio Salmona, entre quienes ya no podrán recibirlo, o Charles Correa, sobre quien aún mantengo la esperanza de que lo reciba mientras pueda hacerlo. Pues una de las características que hace con frecuencia paradójicos estos premios “por trayectoria” es que tanto como a veces lucen precipitados cuando se otorgan a “figuras prometedoras” cuya obra posterior desencanta, otras llegan demasiado tarde (o simplemente no llegan), cuando la obra del galardonado y hasta su propia vida languidecen.
Ese “autorretrato” del jurado en lo que destaca, más allá de apariencias y matices, permite identificar una línea sobre temas de intensificación del sentido de lugar, predominio de lo matérico y experimentación técnica entre los galardonados por el jurado en funciones por los últimos años y a diferencia de otras que podrían leerse en anteriores secuencias de premiación o las que uno teme puedan venir ahora, con un retorno al predominio de lo espectacular sobre lo disciplinar, luego de los ajustes anunciados en la conformación del jurado. Pero esto, también es sólo una suposición, posiblemente cargada de prejuicios y temores.
En lo personal, llevo años apostando (fallidamente…) al argentino Rafael Iglesia, no sólo un arquitecto completo sino un intelectual retador, y deseando que el premio regrese a América Latina; aunque espero que no por el “Latin-fashion” que pueda desatar la próxima exhibición en el MoMA, como quizá fue influyente, en su momento, para destacar la obra de Barragán su entonces reciente muestra en ese museo. Pues es indudable el poder de las operaciones mediáticas (que algunos manejan con gran astucia) en el juego de presiones sobre estos premios y los personajes que los deciden, a las que no todos se resisten por igual; quizá secretamente aspirando a que una ola similar lleve, en su día, el premio a sus propias costas…
Después la temporada nos ofrecerá las sorpresas o desencantos del Premio Mies, el Premio Aalto, las medallas del AIA y del RIBA, las celebraciones “indie” del Serpentine Pavilion y, cada dos años, algún nuevo motivo de desagrado originado en Venecia, ya declaradamente más “Cine” y menos “Cittá” y una creciente devoción a la “lógica” del espectáculo. Y, lo que resulta más insultante para quienes conocemos estas realidades no por fotos y a la distancia sino como parte consustancial de nuestra cotidianidad, al usufructo de la miseria y la lástima como mercancía; útil consuelo para expiar las culpas del primer mundo con arrebatos de “buen corazón” sobre tragedias suficientemente distantes, tras soltar una lágrima o bailar un poco mientras se ”toma una cerveza bien fría”, como confesó Chipperfield al “justificar” la decisión del León de Oro en la edición de 2012. Y, liberados ya del peso de conciencia por su caritativo y bondadoso gesto, seguir disfrutando los canales con un buen Campari y ropa de estreno.
Desde hace unos años y también con periodicidad interanual pero casi para cerrar la temporada, nuestra región acoge la Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (BIAU), un evento que debería resultarnos más próximo e importante y que por el sistema de postulaciones y premiaciones (comités nacionales someten su selección a un jurado con miembros de distintos países que decide las distinciones finales) pudiera diluir un poco las dudas que despiertan eventos menos colegiados.
Sin embargo y a pesar de, o quizá precisamente por la indudable y creciente importancia de este evento, hay dos aspectos de él y sus recientes ediciones que considero deben hacerse notar.
El primero (aunque sé bien que no es muy cortés comenzar cuestionando al patrocinante) es que el encuentro es promovido y organizado (incluyendo la selección de los comisarios nacionales y el jurado internacional) desde lo que podríamos llamar “la metrópolis”. Con organismos regionales cada día más fuertes, como Mercosur o Unasur y las dificultades económicas de España, es quizá tiempo de proponer formas de co-patrocinio que, seguramente, influirían no sólo financiera sino conceptualmente la formulación del evento y la determinación de jurados, selecciones y premiaciones. No necesariamente para mejor, advierto; pero si es válido el argumento sobre los premios como expresión de las circunstancias dentro de las cuales se formulan, operan y deciden, incluso tales efectos posiblemente negativos ofrecerían, como aspecto positivo, la posibilidad de leer el evento no sólo por los “vestidos” (los premios) sino por las “tramas”, es decir, el entretejido de circunstancias, prioridades, visiones y presiones que puedan prevalecer en cada ocasión. Pues también esta película la definen las interrelaciones que establece su guión; quizá el componente que da real consistencia narrativa y mensaje legible a toda historia.
El otro, más crítico pues nos involucra a todos, tiene que ver con la abundancia en las selecciones nacionales o regionales y los premios oficiales de arquitectura privada de cierto y hasta gran lujo, con cierta especulación técnica y constructiva, en contraste con la escasez de arquitectura de propiedad o destino público, de impacto urbano o de bajo presupuesto; o su combinación.
Desde luego, han existido muy destacadas excepciones como, por sólo mencionar ejemplos de la edición más reciente, el reconocimiento a los peruanos Añaños y Restrepo, los colombianos Feldman e Quiñones, los mexicanos Rocha y Carrillo (ya casi una fija en estos encuentros) o la Praça das Artes de Brasil Arquitetura, uno de los edificios recientes urbana y arquitectónicamente más inspiradores. Y se agradece inmensamente el énfasis que sugieren estas distinciones. Como cuando, en otros casos también fácilmente identificables por la conformación de los jurados y las prioridades que personal y grupalmente desarrollan, se premia en Quito la perfectamente entonada precariedad de la casa proyectada por Enrique Mora o en los premios ENOR el trabajo de Sol89, o el de José María Sánchez García. Pero, se pregunta uno, ¿serán estos proyectos los que llegarán como mensaje principal a muchos profesionales y casi todos los estudiantes que, abrumados por publicaciones más interesadas en lo fotogénico, quizá favorezcan otros más “bonitos” o “audaces” a los que la selección previa dio una jerarquía equivalente?
Esa dimensión didáctica de los premios como modeladores de opinión y pensamiento o sus simulaciones, da a las estatuillas, los cocktails y los comentarios una responsabilidad que excede en mucho la vanidad, la banalidad o el ingenio de algún comentario ponzoñoso o un halago desmedido.
Aunque todos concordemos en que es si no imposible al menos muy relativo decidir cuál es el “mejor proyecto” y todos los galardonados repitan que el verdadero honor fue haber sido postulados en un “grupo tan distinguido” (todos sabemos, sin embargo, que nada iguala el placer de ganar…), dirigir la mirada pública, profesional y, sobre todo, académica y estudiantil en una determinada dirección tiene una evidente y exigente dimensión pedagógica; tan fuerte que debe asumirse como componente principal, si no el único verdaderamente trascendental de estos eventos si ellos buscan comunicar algo más que oportunidades editoriales o una diversidad simplemente elusiva.
Como sucede cada año, los portales están ya llenos de trabajos de Frei Otto (incluyendo varios antes desconocidos para mí) y en las redes sociales abundan comentarios a favor y en contra de la escogencia, como es también usual luego de cada anuncio. La particular condición de que la decisión se haya hecho pública un día después de la muerte del galardonado le da un dramatismo especial que suma al interés profesional una dimensión algo morbosa y lo poco conocido de su obra para profesionales jóvenes y estudiantes le otorga un valor casi arqueológico aunque, paradójicamente (y algún crítico lo ha hecho notar) se busca emparentar las formas fluidas de sus estructuras tensadas con elaboraciones digitales como para así legitimar estas últimas fabricando un linaje que luce al menos improbable. Por unos meses las publicaciones digitales y físicas se llenarán de imágenes y reseñas sobre Otto, aparecerán o resucitarán libros sobre su obra e investigaciones y quizá surjan en las escuelas distintos seminarios y hasta expertos sobre un trabajo que parecía olvidado. Sólo el tiempo dirá sobre los méritos de esta renacida atención y su capacidad de persistir más allá de los “quince minutos de fama” del premio, los portales, las fotografías y una ceremonia a la que el galardonado no podrá asistir y que, según se anuncia, será presentada, no sé si paradójica o muy calculadamente, por Frank Gehry.
Pero esta predecible dinámica del espectáculo y sus brillos consecuentes me importa bastante menos que lo que deje como residuo tanto alboroto en el ideario y jerarquías proyectuales de quienes vean la decisión como guía profesional o de quienes busquen utilizarla para legitimar sus propias prédicas y así conducir la formación de los futuros profesionales y, con ello, aún sin proponérselo, el aspecto de las ciudades que ellos construirán.
Sólo comprendí el poder que tiene un profesor cuando me encontré en la calle con alguien que había sido mi alumno durante mis primeros años como docente y lo escuché repetir las tonterías que yo decía diez años antes, cuando fui su profesor. Pensé que sólo él era responsable de su estancamiento, que si yo había evolucionado también él podría haberlo hecho y que, en última instancia, yo sólo había compartido en el taller, con vehemencia y honestidad, lo que en ese momento creía y luego descarté. Pero aunque la sigo considerando válida, sin saber ciertamente si es excusa o evasión, esa reflexión no me dio entonces ni me da hoy suficiente tranquilidad ni me libera de una responsabilidad sobre la que sólo los años, cuando ya es quizá demasiado tarde, permiten tomar plena conciencia: no hay comentario sin consecuencias ni actuación pública que se limite a lo puramente privado.
Quizá como otra causalidad, esta vez en espejo, cada premio anunciado con pocas semanas de diferencia, González Iñárritu insiste en que el tema central de “Birdman” es el ego (ése que, con su máscara y la voz tremebunda del personaje que fue, persigue y atormenta permanentemente al protagonista) y se cuenta que al enterarse de su escogencia, Otto manifestó jamás haber hecho “nada para ganar este premio” y su deseo de usar “todo el tiempo que me quede para seguir haciendo lo que he venido haciendo”.
Pues mucho más que la banalidad de la vanidad, propia o ajena, ejercer el oficio y dar sobre ello juicios que pueden afectar la formación de ideas es, ante todo, una responsabilidad.
Afortunadamente, algunos lo entienden así; previsiblemente, otros no…
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Nota
NE — Edición de enero de 2015; artículo publicado en marzo de 2015.
1 THE PRITZKER ARCHITECTURE PRIZE. Laureate Views by Year <http://www.pritzkerprize.com/laureates/year>.
Sobre el autor
Enrique Larrañaga (Caracas, 1953), arquitecto venezolano (Universidad Simón Bolívar, 1977 – Master of Enviromental Design, Yale University, 1983), profesor y conferencista en distintas instituciones del mundo, es también autor de varios libros y ensayos. Su trabajo profesional (con Vilma Obadía Benatar) ha sido galardonado y publicado dentro y fuera de Venezuela.