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De Cetto para GoebbelsDe Cetto para Goebbels

De Cetto para GoebbelsDe Cetto para Goebbels

5 abril, 2012
por Arquine

Es más fácil convertir con el tiempo a un gran artista en buen nacionalsocialista, que convertir a un pequeño miembro del partido en un gran artista

Hermann Wilhelm Göring 

por Oscar Ramírez / @Oo_inc

El joven Maximiliano Ludwig Carl Cetto (Koblenza, 1903 – Ciudad de México, 1980) llegó a México a los 36 años, exiliado de las políticas y guerra que iniciaría el Tercer Reich a partir de 1933 y hasta 1945, con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tras haber estudiado en las universidades técnicas de Darmstadt y Berlín, donde tuvo como maestros a Heinrich Wölfflin y Hans Poelzig, se recibió como ingeniero y arquitecto en 1926 y dos años después fue miembro fundador del Congreso Internacional de Arquitectura Moderna. En 1932 participó en el concurso del edificio para la Liga de las Naciones en Ginebra. Antes de emigrar a San Francisco, donde trabajaría con Richard Neutra hasta 1939, año en que viaja a México para colaborar con Jorge Rubio y Luis Barragán– Cetto escribe una carta dirigida al Dr. Goebbels, Ministro del Reich de Propaganda e Ilustración del Pueblo.

Fechada en mayo de 1933, esta carta denota la postura radical del arquitecto alemán, escrita poco antes de celebrar su cumpleaños número 30, estando en Fráncfort y con las expectativas de la nueva política cultural de los nacional-socialista. Cetto murió el 5 de abril de 1980 a los 77 años de edad. La radicalidad de la epístola contiene sutiles críticas redactadas de forma sobria, asumiendo el lenguaje del remitente y conduciendo un discurso sólido ante el autoritarismo impuesto. La siguiente carta (reproducida tal cual su traducción) se publicaría en la revista Die Neue Stadt (La nueva ciudad) editada en Zürich después de que Das Neue Frankfurt había sido clausurada. 

Carta de un joven arquitecto alemán al Sr. Dr. Goebbels, Ministro del Reich de Propaganda e Ilustración del Pueblo

‘El arte alemán de los próximos decenios será heroico, de un romanticismo férreo; será objetivo, sin sentimentalismo, henchido de un gran pathos nacionalista, será un compromiso común, un vínculo que une a todos con todos –o bien no será’.

¡Muy estimado Sr. Ministro del Reich!

Las frases que forman el núcleo de su alocución ante los directores de teatro alemanes han sido interpretadas en un ambiente de expectación, mucho más allá del grupo de personas a las que iban dirigidas directamente, como expresión orientadora y normativa de la voluntad de arte del nuevo Estado.

Las numerosas acciones aisladas de las últimas semanas que han afectado a artistas radicales –acciones comprensibles desde el punto de vista de la política del poder, pero carentes de una línea espiritualmente rectora– han estado, por esto mismo, expuestas al riesgo de ser consideradas mezquinas y reaccionarias.

Es cierto que los dirigentes más importantes en aquellos primeros tiempos, ante el imperativo de conseguir el pan de cada día, tuvieron que ocuparse de asuntos más urgentes que la protección del arte, producto noble –como el vino- , pero no de primera necesidad. Pero al fin y al cabo no pudieron dejar de percibir con cuánta frecuencia esas intervenciones imprudentes y pesadas sirvieron, bajo el pretexto de la elevación nacional, para desahogar una envidia profesional de tipo liberalista; con cuánta frecuencia una mentalidad de artesanos estériles y amargados, tras el escudo ético de la ideología, preparó el golpe contra el colega más afortunado, sin importar que ésta haya sido favorecido por los museos estatales o –peor aún- por las musas divinas. Embravecidos tipos de horizontes limitados, que en el fondo nunca habían tenido sensibilidad artística, creyendo que había llegado su hora, se autoautorizaron para acabar con los que sí eran artistas, imputándoles desprecio al pueblo y seducción de la juventud.

Ojalá que lo que usted proclamó a guisa de programa, junto con la declaración de una lucha sin miramientos contra el diletantismo, pronto les quiten los garrotes a esos héroes, tan valientes cuando se trata de destruir cuadros, como seguramente cobardes, si les hubiera tocado subir a las barricadas. Cuanto más seguro de su pureza esté el nuevo Estado, tanto más fácil le será permitir a los artistas un breve tiempo para respirar libremente, un tiempo durante el cual este Estado pueda llegar a la convicción -¡ojalá que así suceda!- de que sus metas ideales coinciden con las imágenes vistas en los cuadros de aquellos artistas, con los sueños gestados en su pecho, sueños, por cierto de ningún modo materialistas. Y entonces este nuevo Estado sabrá apreciar también la actitud de los más reflexivos, puesto que comprenderá, que aquellos que después del 30 de enero todavía no se han decidido a la adhesión, podrían considerarse hermanos espirituales de sus más valientes pioneros con mayor razón que el sinnúmero de tipos ágiles y hábiles lambiscones, ávidos de negocios.

Ojalá que cuando algún día, ya desvanecidos el vapor y el vaho, aquellos imperturbables vean que se está cristalizando dentro de lo nuevo un contenido noble, no sólo se confirme la frase del primer ministro Goering de que es más fácil convertir con el tiempo a un gran artista en buen nacionalsocialista, que convertir a un pequeño miembro del partido en un gran artista –que esta frase no sólo se confirme, sino que cada uno, el gran artista y el pequeño miembro del partido, ocupe el lugar que le corresponde.

Pero por lo pronto la mayoría de nosotros, que no somos miembros del partido, sentimos que no nos necesitan. Por lo pronto la actitud negativa ante la cursilería nacionalista, la promesa de medidas eficaces contra la inundación del pueblo con productos del más ingenuo diletantismo son el único consuelo positivo del artista plástico. Queda además la esperanza de que la radical generalización de tal actitud impida en todos los terrenos del arte que el talento sea sustituido por la intachable ideología.

Más concretamente están redactadas las propuestas oficiales en el campo del cine y el teatro; y una promesa cultural aún más fuerte es la institución de una Olimpiada de Cantos, proclamada, con autorización de usted, por el Dr. Layhausen. Se lo agradecerá la musa dramática, previendo que el choque de disciplinas cargadas de energía dará lugar a un resurgimiento.

¿Pero qué pasa con el otro gran arte, que enlaza todos los campos del crear humano como, de manera parecida, lo hace el drama de altos vuelos y que, como éste y de manera parecida, dará en tiempos futuros testimonio cabal del Estado, al que sobrevivirá –qué pasa con el arte de construir? Es cierto que este tema ya se ha discutido y que incluso existe desde hace mucho un libro que trata en forma sintética la arquitectura del Tercer Reich. Pero nos atrevemos a esperar que el autor, Karl Willy Straub, no haya estado autorizado a decir todo lo que dice o que ahora, después del triunfo del movimiento, se vaya a tener la libertad de hablar sobre este asunto de modo diferente.

Pues con este libro nos une a nosotros los jóvenes no mucho más que –de nuevo– una negación: el rechazo de los trabajos arquitectónicos en las últimas dos terceras partes del siglo pasado. Pero para caracterizar su relación limitada por clichés, con lo que hasta ahora se ha estado haciendo, basta citar la frase que convierte la forma del techo, sin más ni más, en símbolo de una ideología: “El techo de dos aguas ha llegado a ser bandera del movimiento nacional, así como la azotea el letrero del enfoque internacional”. Un modo de pensar a tal grado sentimental omite naturalmente poner al lado de, por ejemplo, la maravillosa imagen sobre Wimpfen sobre el Nectar –que demuestra la importancia de los grandes planos del techo para la homogeneidad del panorama urbano- otra imagen, ejemplo tomado del terruño del canciller del Reich, o sea la de una de las pequeñas ciudades a orillas del Salzach o del Inn, cuya deliciosa unidad formal, lograda sin planos del techo visibles, puede demostrar lo contrario. El hecho de la influencia italiana a este modo de construir absolutamente autóctono de ninguna manera podrá disminuir la validez de nuestro argumento en los ojos de las gentes que no se escandalizan por la fuerte influencia del barroco francés en las construcciones de muchos de sus hermanos ideológicos.

La cuestión de la calidad no tiene nada que ver con esta constatación, como tampoco con esta otra objeción –más importante para nosotros los jóvenes de todas las tendencias- a la ideología arquitectónica de los profesores Schultze-Naumburg y Schmitthenner, o sea la objeción de que sus obras ensalcen consciente o inconscientemente el ideal burgués de una propiedad asegurada; que representen una expresión de la condición de gente acomodada, contenta y satisfecha, que de seguro no hace latir más fuerte nuestros corazones militantes. El hogar individualista –puesto que sólo en casos contados los medios alcanzan para un pequeño castillo de estilo seudo-histórico- sólo podrá hacer totalmente feliz a su dueño si, construido en un estilo cursi, sumamente personal, se convierte en “espejo de su personalidad”, haciéndole sentir “que es más que sólo una ruedita en el gran engranaje”. Sobra citar otras frases del mencionado libro en torno al tema “individualismo o colectivismo en la arquitectura” para poner en evidencia que ese libro se dirige tanto en contra del ethos de la comunidad, actualmente cargado de nuevas energías, como en contra del auténtico espíritu de la arquitectura moderna, incomprendida en su más profunda esencia.

¿Entonces las cien mil valientes personalidades cuya vida eterna protege en Francia un mismo signo sobrio, el de la cruz, habrán brindado en balde el venerable ejemplo de un típico estilo de masas, de arrebatadora modestia? ¿Cien mil personalidades orgullosas de que su camisa café exprese en la calle el elevado ideal que la une y nada más, tendrían que imponer a sus cuatro paredes la tarea tan sentimental como costosa de convertirse en pétreo vestido de su alma?

Aunque esta parábola no hace ver los más sutiles detalles de la cuestión del individualismo en la arquitectura, sin embargo se justifica con ella la idea de que la actitud genuinamente socialista de los arquitectos radicales, su gusto instintivo por lo uniforme, así como la audacia revolucionaria en la elección de sus medios deberían enlazar con ellos al victorioso movimiento político, si es consecuente con sus principios.

Aquella generación de arquitectos tiene disponibles desde hace años las disciplinas formales y ha elaborado las bases espirituales de las que debe partir un Estado como el nuevo Estado alemán. Y por esta razón ellos han sido objeto de hostilidades por parte de pequeño-burgueses de todas las tendencias, que ahora, junto con el autor del mencionado librejo, quisieran verlos víctimas del crepúsculo de los dioses. Nos reprochan que lo nacional –desde siempre la cosa más natural para nuestros corazones- no haya figurado explícitamente y con suficiente énfasis en nuestra bandera: qué ironía del destino, tratándose de un enfoque arquitectónico específicamente alemán, cuyo carácter peculiar ha empezado a cobrar prestigio mundial y que, si una promoción libre y orgánica lleva al arquitecto a adherir el oído aún más estrechamente al amado suelo patrio, reúne todas las condiciones para lograr una versión representativa de nuestro carácter nacional.

Pero es seguro que precisamente la arquitectura radical, por su objetividad opuesta a todo individualismo sentimental, por su heroica sencillez y su fervor constructivo, pero sobre todo por la implacabilidad y pureza de su voluntad de forma, cuyo espíritu coincide con lo que usted, señor ministro del Reich, pide en las frases antepuestas a esta carta, podría constituir para los siglos venideros el monumento pétreo de un audaz arte estatal alemán.

Un arte que quizás hasta reflejaría el sentido que expresan visionariamente las siguientes palabras de Gottfried Benn: ’Una concepción del mundo antimetafísica, bien; pero entonces que sea artística’. Esta frase tomada de La voluntad del poder de Nietzsche cobraría entonces un significado definitivo; cobraría para el alemán un carácter profundamente serio, señalaría una última salida de sus pérdidas de valores, de sus manías, embriagueces y terribles enigmas; la meta, la fe, la victoria se llamaría entonces: la ley de la forma. Esta se convertiría entonces para él en un deber nacional: el de acercarse luchando, luchando la lucha de su vida, a las cosas que propiamente no se consiguen luchando y que los pueblos más antiguos y más afortunados ya han poseído, sin haber luchado por ellas, desde su juventud, gracias a sus predisposiciones y limitaciones, gracias a sus cielos y mares: el sentido del espacio y de la proporción, la magia de la realización, la sujeción a un estilo. ¿Valores estéticos, pues en Alemania, un país en que normalmente se sueña y se especula tanto? Sí, lo absoluto de la forma, logrado por disciplina, cuyo grado de pureza interior e intachabilidad estilística por cierto no debería ser inferior al de épocas anteriores, incluyendo las anteriores a la copa de cicuta y a la cruz. Es más: sólo partiendo de las tensiones últimas de lo formal, sólo desde la extrema espiritualización de lo constructivo hasta el límite de la inmaterialidad se podría –quizás– formar una nueva realidad ética después del nihilismo”.

Un gran problema para nuestro pueblo. Convencido de que a aquellos que lo planteamos, movidos por un impulso de muy adentro, no se negará una respuesta, hasta donde una sola persona puede “responder” de una respuesta, queda en respetuosa expectación

atentamente

Max Cetto

Fráncfort del Meno, mayo de 1933

*Carta publicada en Max Cetto (1903-1980), Arquitecto Mexicano Alemán (1995). Susanne Dussel Peters. Universidad Autónoma Metropolitana. Traducida al español por Mariana Frenk Westheim, amiga de la familia Cetto.

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