Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
7 agosto, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Dos libros recientemente publicados hacen pensar, directa e indirectamente, sobre las condiciones de la arquitectura en México. El primero, Arquitectura crítica, proyectos con espíritu inconformista (Turner, Madrid, 2018), escrito por Lorenzo Rocha, propone analizar “ciertas prácticas que hasta ahora han sido consideradas periféricas” y que serían, justamente, parte de la arquitectura crítica. De inicio, Rocha plantea que en la arquitectura “hay diferencias claras entre el soporte y el contenido de una obra.” El primero, tiene que ver con la construcción y materialidad de la obra; el segundo, “se compone de su forma, su lenguaje estético y la atmósfera fenomenológica creada en los espacios construidos.” En esta división entre soporte y contenido no queda del todo clara la dependencia recíproca de uno y otro, aunque se subraya la relativa independencia del arquitecto al respecto, pues “lo único que realmente es capaz de aportar es el proyecto.” En cualquier caso, unos y otros, los que dan primacía al soporte y los que lo hacen al contenido, “casi todos los arquitectos [dice Rocha] están de acuerdo en que su profesión se encuentra en crisis, pero la mayoría de ellos no sabría explicar con exactitud las razones del malestar en la arquitectura.”
La arquitectura crítica supone una tercera vía. No es la arquitectura que padece una crisis sino la que la provoca. “El arquitecto que problematiza el propio proyecto desde sus fundamentos,” — vuelve a decir el autor, y recordemos que también afirma que lo único que realmente es capaz de aportar el arquitecto es el proyecto—, “estará seguramente en el camino de expresar su crítica, reflejándola en los espacios que produzca; es ahí donde confluyen las ideas y las obras.” La arquitectura crítica, continúa, “no se puede resumir en características formales específicas, solamente se puede identificar como parte de la postura filosófica de cada arquitecto.” Se trata de “una actitud dirigida por el cuestionamiento y la problematización de los parámetros de cualquier proyecto.”
En su libro, Rocha ejemplifica la arquitectura crítica con cuatro actitudes distintas. Le Corbusier, que entre sus textos y su obra propone nuevas maneras de entender la casa, la ciudad y la manera de habitarlas. Giancarlo de Carlo, y su concepción de una arquitectura no jerárquica —anárquica, en cierto sentido—, construida desde abajo, de manera colaborativa y por consenso. Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, quienes en su práctica llegan a limitar la producción arquitectónica casi a la condición de un objet trouvé, un ready made. Y Alejandro Aravena quien, especialmente con su trabajo sobre vivienda con el grupo Elemental, parece cerrar un ciclo de preocupaciones sociales y arquitectónicas que planteaba ya, precisamente, Le Corbusier.
Rocha cierra su libro afirmando que “los arquitectos cuya práctica actualmente se plantea como inconformidad frente a los parámetros que norman la sociedad comparten un interés especial en el bienestar público, en mejorar la calidad de vida de los usuarios y habitantes de esos espacios. Una arquitectura que no tome en cuenta a las personas no puede ser crítica.”
El segundo libro, publicado unos meses antes que el anterior, es Arquitectura del fracaso (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2017), de Gina Cebey. Este libro es un ejercicio crítico sobre el estado no sólo de la arquitectura sino de la cultura y la sociedad mexicanas en el siglo XX y lo que va del XXI a partir de ciertos edificios emblemáticos, sus arquitectos, sus clientes, sus usuarios y sus circunstancias. “Mi interés,” dice Cebey, “es conversar con el objeto arquitectónico que, lejos de ser materia, es memoria.” Los edificios que, en un sentido casi literal pero también mediante un análisis histórico y crítico recorre Cebey en su libro incluyen a la Torre Latinoamericana, que “más que el primer gran rascacielos de la ciudad, se consolida como un emblema del consumo cosmopolita, más cercano a un logotipo hecho realidad.” La estación del metro de la glorieta de Insurgentes, que al tiempo que abre las entrañas de la tierra al futuro, lanza ese futuro hacia un pasado profundo, enterrado pero no olvidado del todo. El Monumento a la Revolución, “una capilla posa agrandada [que] por años acogió a las masas, la fe que bajo su cúpula se difundió fue la de la lucha revolucionaria,” y que al mismo tiempo, como “todo monumento, es una tumba: sólo se monumentaliza lo que ha muerto.” El Museo de Arte Moderno, en Chapultepec, que mientras con su arquitectura “representaba los deseos de una nación por mostrarse avanzada en cuanto a su producción plástica reciente,” con “el programa de sus salas demostraba lo contrario.” Un edificio que, “como el país […] era también un proyecto inacabado de modernidad.” El edificio de Insurgentes 300 —que algunos conocimos como el edificio Canadá, por el enorme anuncio de la zapatería en una de sus fachadas—, única pieza de un conjunto urbano que no cuajó y que representa “la catástrofe de un proyecto demasiado moderno para una sociedad demasiado desorganizada.” El Memorial de las Víctimas de la Violencia en México, al que califica como “oportunismo arquitectónico disimulado como compromiso social.” La Cineteca del Siglo XXI, “un ejemplar espacial más escenográfico que funcional.” Y, en el último capítulo, la vivienda periférica, la demostración construida de que “hoy la idea de la arquitectura social ha cedido a las presiones de la especulación” y de que “impera la idea de que los bienes raíces son, antes que nada, un negocio.”
Con la selección de ejemplos —sin duda arbitraria en algún grado—, Rocha, al no incluir ninguna práctica arquitectónica mexicana del siglo XX y lo que va del XXI, invita a suponer que, o bien no ha existido una arquitectura crítica en el país o que, de haberla, su condición es periférica incluso de cara a lo que él mismo advierte que se ha considerado como prácticas periféricas. Al margen del margen, más allá de la limitación de los casos escogidos, pareciera que aquí no se dan los arquitectos críticos en el sentido de reaccionar “contra la postura complaciente y el clientelismo de los promotores inmobiliarios, contra el sentido común y la condescendencia de sus colegas, contra la mundialización de los estilos arquitectónicos, contra la comodidad y el lujo, en resumen, contra la arquitectura como producto de consumo.” Por su lado, el libro de Cebey, con una atenta lectura de la modernidad y la actualidad de la arquitectura mexicana que en el caso de Rocha se obvia, parece confirmar lo que, en mi interpretación, el libro de éste da por sentado. Si, retomando una frase de Paz en su libro sobre la obra de Marcel Duchamp, los modernos no tienen ideas sino crítica, la lectura conjunta de Arquitectura crítica y de Arquitectura del fracaso acaso nos revele, para usar otro título de libro, que nunca fuimos modernos. Con todo, cabe preguntarse si, ante esa modernidad de escaparate que parece fue en gran parte la nuestra, y no sólo en lo arquitectónico y lo urbano, la salida es volver a una noción acaso demasiado moderna de la crítica o lo que hace falta no es, en cambio, una crítica de la crítica que nos revele que hoy —y va otro título de libro— otra modernidad es posible.
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