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Columnas

Crecer para arriba: ¿pero cómo? (II)

Crecer para arriba: ¿pero cómo? (II)

22 julio, 2015
por Juan Palomar Verea

La gente de Guadalajara detesta, casi universalmente, la vivienda popular vertical. ¿Por qué? Muy fácil: porque es detestable. Por muchas razones. Porque, fundamentalmente, la que se realizó a partir de los años setenta del pasado siglo, y sobre todo en la periferia urbana, es una “vivienda” incompleta de raíz. Los menos metros cuadrados posibles –y eso que entonces eran muchos más que ahora- resueltos solamente pensando en la codicia de los desarrolladores y en el “aprovechamiento” máximo del suelo. Áreas “comunes” deficientes y reducidas a su mínima expresión y nulos esquemas de mantenimiento.

El resultado, como se sabe, fue un desastre. Por diversos ámbitos de la geografía tapatía están sembradas presuntas “unidades habitacionales” que son muy poco habitables. Son el “peor es nada” de tantas personas. Ofrecen panoramas desolados e ingratos, espacios comunes devastados por la incuria y el vandalismo, viviendas hacinadas, graves problemas de convivencia.

De allí que el péndulo oscilara hacia el otro lado. La opción vertical de vivienda popular, rechazada generalizadamente, casi se canceló durante las siguientes décadas. La condición de que cada quien debería tener su pedacito de suelo firme para su casa se convirtió en una noción extendida entre los usuarios y, por supuesto, entre desarrolladores e instancias concernidas en la vivienda. Y otro desastre: interminables tapetes de casitas paupérrimas y monótonas, gravísimo dispendio de suelo, lejanías cada vez más acentuadas. Y, de nuevo, unidades de vivienda de ínfima calidad y espacios comunes altamente insatisfactorios.

Añádase a lo anterior la introducción desde hace más o menos dos décadas del “concepto ‘coto’”. Un “concepto” extralógicamente copiado a los desarrollos para clases medias-altas (también muy insatisfactorios) y curiosamente muy atractivo para los promotores que con esa idea acrecientan sus nunca moderadas ansias de provecho económico. Allí están, hoy, tantos desarrollos cuyos graves efectos negativos ahora se padecen injustamente por sus habitantes y por el resto de la ciudad. La codicia de los “desarrolladores” llevó su propia condena: ahí están las quiebras escandalosas de tantas compañías “vivienderas”.

Desde el gobierno federal, y tras de que múltiples voces dieran la alarma por mucho tiempo, vino al final, en el sexenio pasado, una reacción. La situación era ya insostenible. De allí el viraje en las políticas de vivienda: ahora, se dijo, hay que limitar la extensión de las manchas urbanas y procurar la vivienda vertical. Lo malo es que, quien se quema con leche… Los primeros esfuerzos en este sentido del Ayuntamiento de Guadalajara han contado con un sólido repudio de los vecindarios consolidados en donde pretenden ser construidos. Por buenas o malas razones.

Claro que hay que hacer vivienda vertical en zonas consolidadas. Pero hacer vivienda integral. Que, para empezar, tenga generosas áreas comunes y verdes y apropiados usos mixtos. Que se integre adecuadamente con los entornos preexistentes: no solamente que no perjudique, sino que enriquezca el contexto. Que tenga una adecuada y muy eficaz inducción de los usuarios a la vida en comunidad vertical: que se eduque a la gente para que viva contenta y en paz, gozando de las áreas compartidas y manteniéndolas en óptimas condiciones. Que cada vivienda tenga los metros cuadrados suficientes para una vida digna, con decoro y amplitud. Que se cuide la mayor independencia y privacidad de cada unidad. Que los proyectos urbano-arquitectónicos sean de la más alta calidad, realizados con materiales duraderos y nobles. Que, absolutamente, sean conjuntos cuya sola belleza haga de ellos lugares de habitación deseables en vecindarios urbanos amigables. En barrios.

Por supuesto, lo anterior es impensable sin cambiar radicalmente la ecuación costo-beneficio de nuestros tan frecuentemente lamentables “desarrolladores” (privados y oficiales). Y también sin cambiar los estándares normativos convencionales. Allí es donde debe cumplir su función regulatoria y compensatoria el estado, y el gremio arquitectónico su irrenunciable función social. Entonces sí podremos aspirar a una vivienda vertical nueva, digna, que logre no solamente ser tolerada, sino acogida calurosamente por usuarios y comunidades.

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