Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
2 noviembre, 2015
por Juan Palomar Verea
La arquitectura fue por siglos un oficio, en los mejores de los casos, libre y atenido a sus principios básicos e irreductibles. Firmitas, utilitas, venustas: de estas notas esenciales se transitó a lo largo de generaciones a una definición que las incluye y que en al ámbito mexicano quizá sea la que más certeramente define el hacer del arquitecto, debida a Ignacio Díaz Morales (1905-1992): “La arquitectura es el arte que consiste en el espacio expresivo, delimitado por elementos constructivos, para compeler al acto humano perfecto”.
Por supuesto que esa ciertamente difícil precisión de la esencia de la arquitectura ofrece muchas aristas, diferentes perspectivas y debe estar abierta al debate y al desacuerdo. Pero, también ciertamente, no existen muchas alternativas serias. De allí que, para fines de esta reflexión, sea un invaluable punto de partida.
El arquitecto, siguiendo esta línea de pensamiento, es un artista. Largos han sido los debates en los que se ha oscilado entre esta posición y la afirmación de que el arquitecto no es más que un técnico calificado. Pero, asumiendo que la arquitectura es un arte, el gremio de quienes se dedican a este oficio tendría que, permanentemente, levantar sus miras, encontrar las condiciones para desenvolverse a la altura de su cometido.
Sin embargo, las circunstancias en las que la arquitectura se genera resultan de una alta complejidad para conformar un caldo de cultivo propicio para el arte. Las fuerzas del mercado, las restricciones del consumismo y de la moda, la monopolización creciente de las actividades inmobiliarias, la escasez y la dificultad de los encargos oficiales son algunos de los elementos que han terminado por someter, casi por completo, al gremio.
¿Someterlo a qué? A realizar actividades meramente instrumentales al servicio de quienes tienen el poder económico o político, al sistemático alejamiento del objetivo de crear espacios expresivos en favor del comercialismo o las modas superficiales de meras construcciones, a la claudicación de buscar siempre el bien común y la edificación de una ciudad más justa y más bella.
Es más que explicable esta sumisión para quienes encuentran cada día más difícil encontrar un sustento razonable en la profesión de arquitecto. Pero he aquí una palabra clave: profesión: lo que hacen quienes profesan una serie de principios y creencias que llevan, contra viento y marea, a efecto. Que, en el caso de la definición a la que nos atenemos, están claros. La arquitectura ha sido una de las profesiones llamadas liberales: sujeta a la voluntad y arbitrio de quienes la practican, con las únicas limitaciones del bien común expresado –en el mejor de los casos- en leyes y reglamentos. El conflicto con las condiciones imperantes queda así más que de manifiesto.
El camino de salida de la sumisión del gremio –tan costosa también socialmente- podría ser el regreso de cada arquitecto a la conciencia de su verdadera labor en la comunidad. Y, a partir de ello, a la consecución –como condición indispensable- de una relativa autonomía económica e intelectual respecto al mercado profesional: existen, ciertamente, alternativas. Y otra condición indispensable y más profunda: el arquitecto debe hacerse cargo de una perspectiva integral del medio social y físico en el que está inmerso: la ciudad y sus territorios, dentro de los que existe, ciertamente, una inmensa necesidad de arquitecturación en todos los niveles y escalas, de oportunidades de trabajo. Bajo esa perspectiva, será posible para el arquitecto pasar del rol pasivo y sometido de quien “recibe encargos” al de un agente activo y propositivo capaz de generar vías espaciales para, a través del ejercicio de su arte, ser útil a la sociedad, ser plenamente un arquitecto, y vivir para contarlo.
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