Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
23 diciembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Historiador y sociólogo, Numa Denys Fustel de Coulanges publicó en 1864 su libro La ciudad antigua, en la que buscaba estudiar los orígenes de las instituciones sociales griegas y romanas. Ahí escribió:
Ciudad y urbe (cité y ville) no eran palabras sinónimas entre los antiguos. La ciudad era la asociación religiosa y política de las familias y de las tribus; la urbe era el lugar de reunión, el domicilio y, sobre todo, el santuario de esta asociación.
Fustel de Coulanges también agrega que no debemos hacernos de las urbes antiguas “la idea que nos sugieren las que vemos erigirse en nuestros días.” Éstas crecen poco a poco, mientras que aquellas “no se formaban por el lento crecimiento de hombres y de construcciones: fundábase la urbe de un solo golpe, totalmente terminada en un día.”
Tres años después de que Foustel de Coulanges publicara La ciudad antigua, Ildefonso Cerdá publicó su Teoría general de la urbanización y aplicación de sus principios y doctrinas a la Reforma y Ensanche de Barcelona. Ildefonso Cerdà i Sunyer nació el 23 de diciembre de 1815. En 1832 empezó a estudiar en Barcelona matemáticas y arquitectura, sin titularse como arquitecto. En 1835 se mudó a Madrid donde estudió en la Escuela de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, recibiéndose como ingeniero en 1841. Fue además político y se interesó por las ideas de los socialistas utópicos de la primera mitad del siglo XIX. En 1840 se toma la decisión de derribar las murallas que cercaban a la vieja ciudad de Barcelona, cosa que no sucedió sino hasta 1854. Eduardo Aibar y Wiebe E. Bijker escriben que “tan pronto com olas noticias del largamente deseado permiso del gobierno para demoler la muralla se conoció, hubo un regocijo general en la ciudad y las tiendas se vaciaron de palas y picos en una noche. Casi cada ciudadano se apresuró a participar en la demolición, fuera usando herramientas apropiadas o vitoreando a los que de hecho realizaban el trabajo. La muralla era, probablemente, la construcción más odiada de ese tiempo en una ciudad europea.” Cerdá tenía listo un primer plan para el crecimiento de la ciudad desde 1855, pero disputas políticas hicieron que su plan se pospusiera, luego que se pensara en otro alternativo presentado por Antoni Rovira en un concurso, y finalmente, por decreto Real, el plan de Cerdá fue aprobado —impuesto, para algunos— parcialmente: “todas las nuevas construcciones, dicen Aibar y Bijker, deberían obedecer el Plan Cerdá en términos de alineamiento, mientras que en otros asuntos las leyes municipales anteriores seguirían en vigor.”
Ramón Grau dice que “debería ser fácil comprender a Ildefonso Cerdá. Sus acciones públicas concuerdan bastante bien con sus ideas y su pensamiento es de un racionalismo arquetípico.” Lo cita diciendo que “la vida urbana se compone de dos principalísimos elementos que abarcan todas las funciones y todos los actos de esa vida. El hombre está y el hombre se mueve: he ahí todo. No hay, pues, más que estancia y movimiento. Y esos dos elementos tienen en la urbe, como no podían menos de tener, sus dos correspondientes medios o instrumentos para ejercitarse. Todos los actos de verdadera estancia se verifican en las capacidades finitas material o virtualmente ocupadas por la edificación; todos los actos concernientes a la locomoción se realizan en los espacios indefinidos que se llaman vías.” Racionalismo cartesiano de un ingeniero ilustrado del siglo XIX que prefigura las ideas urbanas de Hilberseimer o Le Corbusier. Pero también había en su proceder una reflexión que parte incluso de las palabras y que lo acerca a lo que había escrito Fustel de Coulanges. En la introducción a su Teoría general de la urbanización, Cerdá escribió:
Lo primero que se me ocurrió fue la necesidad de dar un nombre a ese mare magnum de personas, de cosas, de intereses de todo género, de mil elementos diversos, que sin embargo al funcionar, al parecer, cada cual a su manera de un modo independiente, al observarlos detenida y filosóficamente, se nota que están en relaciones constantes unos con otros, ejerciendo unos sobre otros una acción a veces muy directa y que, por consiguiente, vienen a formar una unidad.
¿Cómo llamar a esa unidad? Cerdá sabe que “se le llama ciudad” pero su objetivo “no era expresar esa materialidad” sino “la manera y sistema que siguen esos grupos al formarse y cómo están organizados y funcionan después todos los elementos que los constituyen.” Ciudad y sus derivados: civil o ciudadano, no le servían. Apunta entonces Cerdá que a eso que le interesa los “los latinos designaron más propiamente con el nombre urbs” y que civitas, “palabra que derivada visiblemente de civis, es decir, ciudadano, hubo de tener una significación análoga a la de la palabra población, que es la que nos sirve también para expresar un grupo de edificaciones, aunque más propiamente con relación al vecindario, que a la parte material de las construcciones.” Explica entonces aquello que también menciona Fustel de Coulanges: que la urbe antigua se hacía de golpe. La palabra urbs, dice, “síncope de urbum o arado, designa el instrumento con que marcaban los romanos el recinto que había de ocupar una población, cuando iban a fundarla, lo cual prueba que urbs denota y expresa todo cuanto pudiera comprenderse dentro del espacio circunscrito por el surco perimetral que abrían con el auxilio de los bueyes sagrados. De suerte que cabe decir, sin violencia alguna, que con la abertura del surco urbanizaban el recinto y todo cuanto en él se contuviese; es decir, que la abertura de este surco era una verdadera urbanización, esto es, el acto de convertir en urbs un campo abierto o libre.” Por esas razones filológicas y folosóficas, afirma, adoptó las palabras urbe, urbanizar y urbanización, que le sirve:
no sólo para indicar cualquier acto que tienda a agrupar la edificación y a regularizar su funcionamiento con el grupo ya formado, sino también el conjunto de principios, doctrinas y reglas que deben aplicarse para que la edificación y su agrupamiento, lejos de comprimir, desvirtuar y corromper las facultades físicas, morales e intelectuales del hombre social, sirvan para fomentar su desarrollo y vigor y para acrecentar el bienestar individual cuya suma forma la felicidad pública.
Desde mediados del siglo XIX, si bien basándose en las palabras y las costumbres de los antiguos romanos, así se articula la diferencia entre ciudad y urbe, aunque a veces olvidando la primacía de aquélla sobre ésta.
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