17 mayo, 2021
por Daniel Daou y Elena Tudela
Tenochtitlán, con sus templos, mercados, canales y chinampas, puede ser concebida, más que como una ciudad, como un sistema tecnológico, político y ecológico integrado que cuestiona la separación moderna entre la arquitectura, el urbanismo, el paisaje y la infraestructura. Bajo esta luz, el esfuerzo reciente que buscan integrar conceptualmente a la arquitectura y sus disciplinas cognadas pareciera no ser tan innovador como a veces se le presenta. Sin embargo, no por eso hay que idealizar la ciudad pre-colonial. Aunque su metabolismo estaba mejor integrado en el territorio, su modelo no podría escalarse para dar cabida a los veintitantos millones que hoy habitan la región.
En otras palabras, la humildad intelectual que nos exige el estudio de la historia es doble: no todo lo que se presenta como nuevo representa una ruptura real con el pasado, pero tampoco los modelos pasados pueden hacer frente a las complejidades contemporáneas. Sólo con esta actitud podremos distinguir lo que es realmente nuevo y apunta hacia el comienzo de los próximos quinientos años.
De la arquitectura al diseño
En algún momento parece haberse establecido una relación tácita entre escalas y disciplinas donde a la arquitectura le corresponde la escala pequeña de los edificios, al urbanismo la escala media de las ciudades, y al paisaje la escala grande de los territorios y las regiones. Estas asociaciones son arbitrarias pues no corresponden a las realidades metodológicas o técnicas de cada disciplina. Como argumentaron figuras como los arquitectos Vittorio Gregotti o Aldo Rossi, no hay razones para concebir a la arquitectura de forma independiente al territorio o la ciudad.
Esto no invalida a los campos del urbanismo o el paisaje. Pero han de entenderse como resultado de la profesionalización a la que empujan las presiones del mercado. Si observamos cómo diferentes escuelas de arquitectura han optado por nombrarse, encontramos al menos tres posiciones. La primera es la de las que optan por la arquitectura como término general para referirse a la arquitectura y disciplinas cognadas. El resultado es que las demás disciplinas se ven como subordinadas de la arquitectura. La segunda es la de las que optan por enumerar cada disciplina por separado. El resultado es que es difícil contener las crecientes divergencias disciplinares. La tercera es la de las que, reconociendo nuevas ambiciones disciplinares, optan por llamarse escuelas de diseño buscando la integración sin privilegiar a ninguna disciplina sobre el resto.
La sustitución de la “arquitectura” por el “diseño” es más que un cambio retórico pues busca una ruptura con la tradición de las Bellas Artes. Esta transformación ha implicado tanto la adopción de modelos foráneos como el desarrollo de metodologías propias. Brevemente discutiremos el papel de la ecología como un ejemplo de lo primero y la noción del diseño como investigación como un ejemplo de lo segundo.
Entre los modelos adoptados por el diseño, la ecología ha jugado un papel central como metáfora, modelo y medio. Como metáfora, la ecología (informada en gran medida por la cibernética, la teoría de sistemas y las ciencias de la complejidad) ayudó a la arquitectura a concebir proyectos que pudieran hacer frente a la indeterminación, la incertidumbre y los cambios cada vez más vertiginosos.[1] Como modelo, la ecología y su creciente repertorio conceptual (adaptabilidad, auto-organización, emergencia) inspiró la reconfiguración de la práctica profesional para navegar más ágilmente las turbulencias del mercado.[2] Por último, en años más recientes es cada vez más común encontrar proyectos que trabajan con los procesos ecológicos mismos como parte del proceso de diseño, es decir, que emplean a la ecología como un medio. Nuevos diseños hacen uso de procesos (por ejemplo, erosión o sucesión) y sistemas bióticos (por ejemplo, humedales artificiales) como parte de los procesos de diseño que con mayor frecuencia incluyen también a “usuarios” no-humanos.
El metabolismo —los procesos de transformación energética y material que relacionan las diferentes partes de los sistemas vivos— es un concepto clave en el diseño ecológico. Bajo la lente metabólica se puede concebir al “objeto arquitectónico” como un momento en un procesos metabólico que se extiende más allá en el tiempo y el espacio. Esta concepción nos hace preguntarnos, por ejemplo, de dónde vienen los materiales y a dónde podrían ir o cuánta energía requeriría para operar una construcción durante su vida útil. La ecología hace inevitable la ampliación del campo escalar de la arquitectura.
Los cambios en el diseño no sólo han sido resultado de adoptar modelos provenientes de otras disciplinas. Precisamente, en respuesta a este fenómeno, el diseño ha buscado reafirmar su legitimidad como medio para la producción de conocimiento distinto a la ciencia y el arte. Tal es la motivación detrás de la noción del “diseño como investigación.”
El diseño como investigación tiene por objetivo la generalización de ciertos principios metodológicos para facilitar su replicabilidad. No busca copiar el método científico, pero sí desmitificar y dar rigor a los diferentes procesos de diseño. Como metodología, busca difuminar las diferencias entre el diseño y la investigación, entendiendo ambas como diferentes momentos en un mismo proceso de proyectar.[3]
Como aproximación a la búsqueda de respuestas, el diseño como investigación tiene ventajas únicas de cara a otras metodologías especialmente en un contexto post-normal donde la acción es urgente, la información es insuficiente y los riesgos son altos. Como una manera de investigación, el diseño resulta en un proceso ni deductivo ni inductivo, sino abductivo.[4] Esta forma de pensamiento es útil al tratar con los llamados “problemas perversos” (wicked problems). Entre otras cosas, esta categoría de problemas se caracteriza por no poder ser propiamente entendidos hasta no haberse formulado una solución. Por lo tanto, el diseño, entendido como una hipótesis planteada abductivamente, sirve como un punto de partida para el análisis de tales casos.
Representación: Diagramas generativos y cartografías críticas
El diseño como investigación implica un mayor énfasis en el proceso de proyectar y el enfoque ecológico parte de un entendimiento dinámico del territorio, como un conjunto expansivo y elusivo de sistemas que se entremezclan en transformación continua. Por tanto, es vital desarrollar tácticas que le permitan abordar la complejidad de dichos entornos y desvelar los procesos y relaciones, en muchas ocasiones ilegibles o difíciles de observar a simple vista, que dan forma a su evolución en el tiempo. Esto implica que, crucialmente, la representación deja de ser una operación post-facto para volverse parte integral del proceso de diseño. Dos ejemplos son la valoración del diagrama como herramienta generativa y la cartografía como herramienta crítica.
En el caso de los diagramas generativos, el dibujo deja de ser una herramienta meramente de comunicación para volverse un instrumento que registra, abstrae, sintetiza, analiza y proyecta de manera simultánea. El hecho de que devuelvan más información de la que se les introduce los convierte en una técnica heurística y especulativa. Esto implica que el diagrama generativo tiene la capacidad de orientar la toma de decisiones en el proceso proyectual sin determinarlo. Como tal, es una técnica crucial para saldar la brecha entre la investigación, la teoría y la práctica.[5]
Algo similar ocurre con la cartografía crítica. Los mapeos nunca son neutrales. Es importante reconocer que la información que producen es altamente artificial y sesgada pues sólo así puede desatarse su potencial como construcciones visuales capaces de revelar condiciones inéditas y promover nuevos comportamientos. Dado que los mapas suelen considerarse como representaciones factuales, no han sido suficientemente utilizadas con fines de investigación y crítica.[6] Sin embargo, representan una forma creativa de proceso de diseño, primero exponiendo y después alojando condiciones para la emergencia de nuevas realidades.
Objetivos: Entre el centímetro y el kilómetro
“El diseño tiene la capacidad de combinar centímetros y kilómetros. Hay que encontrar la manera de que el diseño de los centímetros tenga un impacto positivo sobre los kilómetros”.
Manuel de Solá Morales (De Cosas Urbanas, 2008)
Los problemas más acuciantes en la actualidad son abstractos y de escala planetaria (por ejemplo, la financiarización de la economía o la crisis ecológica de la que el cambio climático es sólo una faceta). Sin embargo, el diseño se ha mantenido al margen de objetivos a gran escala por ser considerados disciplinariamente inalcanzables o profesionalmente mal redituados. Esta condición se ve reflejada en la falta de imaginación y propuestas para visualizar una espacialidad deseable, progresiva y justa tanto social como ambientalmente.
En el llamado Antropoceno–la era en la que el impacto humano sobre el planeta alcanza escalas geológicas–existe un sentido de urgencia que sobrepasa límites disciplinares, nacionales, políticos y sociales. El cambio climático es el reto inmediato más grande al que nos enfrentamos y, al igual que la emergencia sanitaria por SARS-CoV-2, se presenta dadas las imbalances entre los sistemas político-económicos y ecológicos. Aunque es importante luchar contra formas abiertas de negacionismo científico (que se traducen en negacionismo climático o pandémico), también es importante estar alertas en contra de formas más sutiles de negacionismo. Una de ellas es el negacionismo implicativo que sucede cuando reconocemos la importancia de actuar, pero nuestras acciones no corresponden a la escala o naturaleza del problema. Esto lleva a una falsa impresión de estar contribuyendo a la solución–una forma de activismo placebo. En el caso del diseño, nos hemos inclinado por debatir con intensidad soluciones temporales a las consecuencias de estos fenómenos en lugar de prestar atención al origen del problema más abstracto y elusivo.
Un primer paso para acercarnos a los problemas complejos, abstractos y de gran escala es dejar atrás el paradigma del humano como la medida de todas las cosas para adentrarnos en territorios “post-humanos.” Aquí, ya no es posible depender de lo que nuestros cuerpos perciben a través de sus sentidos. Lo que constituye la “realidad” ya no es sólo la inmediatez física de la escala humana, sino las vastas redes infraestructurales que permiten inimaginables flujos de energía, materia y, cada vez más, información que regulan la vida en la biósfera.
Las redes de infraestructura y sus funciones urbanas, si se visualizan desde múltiples escalas temporales y espaciales, presentan una condición de urbanización generalizada planetaria, en muchas ocasiones difusa y en otras concentrada. El enfoque metabólico facilita el análisis de las interacciones de los sistemas sociales y ambientales y pone a disposición del diseñador un lente para abarcar una multiplicidad de procesos operando a diversas escalas. Los procesos de urbanización se extienden mucho más allá de la huella física de las ciudades. La comprensión de los procesos metabólicos–extracción de recursos, transporte, deposición de desechos, movimientos de mercancías, migraciones humanas, algoritmos bursátiles–es indispensable para entender y orientar su evolución hacia metas deseables.
Los problemas que han sido dominio exclusivo de la ingeniería deben abrirse al diseño para dar cabida a múltiples propósitos y a una experiencia espacial capaz de generar nuevas conciencias del entorno. Vivimos entre objetos infraestructurales y hacemos uso de ellos colectivamente de manera cotidiana. La apertura de nuestra práctica hacia confines de cotidianidad colectiva infraestructural también representa una oportunidad para superar la rigidez disciplinar. Queda mucho camino por recorrer en materia de las implicaciones formales y espaciales del enfoque metabólico puesto que las discusiones se han centrado en interpretaciones ligadas a la eficiencia y rendimiento de flujos. El registro espacial de las posturas sociales y geopolíticas detrás de los procesos metabólicos es una tarea pendiente para el diseño.
Mapa síntesis de aspectos ambientales de la Ciudad de México, desarrollado por la SGIRPC del Gobierno de la Ciudad de México en su Dirección General de Resiliencia y ORY para la publicación “Ciudad residente: Retrospectiva y proyección de una ciudad (in)vulnerable”. Fuente: ORU Oficina de Resiliencia Urbana. 2020.
Mapa síntesis de aspectos urbanos de la Ciudad de México, desarrollado por la SGIRPC del Gobierno de la Ciudad de México en su Dirección General de Resiliencia y ORY para la publicación “Ciudad residente: Retrospectiva y proyección de una ciudad (in)vulnerable”. Fuente: ORU Oficina de Resiliencia Urbana. 2020.
Ciudad de México
En su más reciente libro “La Arquitectura de los mundos cerrados o, ¿cuál es el poder de la mierda?”, la historiadora de la arquitectura Lydia Kallipoliti argumenta que, dentro de las narrativas metabólicas y ambientales, no hay un aspecto más desatendido o ignorado que el de la mierda. Antes de que la ciudad cambiara de nombre, a los capitalinos nos llamaban peyorativamente “Defequenses.” Más allá de la envidia disimulada como repudio, tal vez nuestro apodo esconda también una perspectiva más esclarecedora de nuestra realidad socioecológica.
El Valle de México ha sido ampliamente estudiado no solo por su papel protagónico a nivel nacional, sino también por la antigüedad de su constante y, en cierta medida, exitosa ocupación humana. La cuenca en la que se ubica la Ciudad de México es endorreica, con un ecosistema de lagos someros, forma parte del altiplano central y se encuentra en el Eje Neovolcánico Transversal que atraviesa el país de oriente a poniente, donde se concentra el mayor sistema de centros urbanos del país. Con la temporada de lluvias, en épocas prehispánicas pre-tenochcas, las partes bajas se convertían en un único lago, combinando aguas saladas de Texcoco con las dulces provenientes de Xochimilco y Chalco. Las crónicas de la llegada de las huestes hispanas al valle hace 500 años narran con admiración el paisaje, no sólo del sistema lagunar, sino también de sus bosques, flora, fauna y el aprovechamiento que se logró de los recursos disponibles. Es innegable la drástica transformación y el declive ambiental que ha experimentado la “región más transparente” desde el momento de la fundación de Tenochtitlan al día de hoy.
Desde épocas prehispánicas, el Valle ha sido altamente intervenido ingenierilmente. Culturas anteriores a los mexicas se asentaron en las riberas de los lagos de agua dulce e implementaron sistemas agrícolas chinamperos. A partir de la fundación de Tenochtitlan como ciudad insular y el crecimiento poblacional que atrajo, se ingeniaron obras de diversas escalas, algunas de ellas monumentales como los albarradones, presas y acueductos, para proveerse de agua, alimentos y servicios. No obstante, la ciudad fue exigiendo cada vez más recursos conforme crecía en población y extensión, mientras que la variabilidad del entorno producía desastres como sequías, inundaciones y grietas. Las obras en beneficio de la centralidad siempre fueron prioridad, mientras que las poblaciones ribereñas con menor poder padecían sus impactos. A pesar de la imposibilidad de controlar el entorno ambiental, las relaciones entre el entorno y la ciudad eran legibles a escala regional.
Es durante la época colonial que los ámbitos urbanos y ambientales se distanciaron, colocando las necesidades urbanas por encima de las ecosistémicas. Las prácticas infraestructurales de Tenochtitlan operaban frecuentemente bajo esquemas de economía circular. Por ejemplo, los desechos fecales humanos y animales se transportaban en canoas para nutrir suelo chinampero y agrícola. Durante la Conquista, los españoles impusieron otros modelos urbanos importados, como el uso del lago de Texcoco para disponer de sus residuos. Las Ordenanzas de 1573, expedidas por Felipe II para definir el trazo y organización de las ciudades coloniales, estaban basadas principalmente en el tratado de urbanística renacentista de Juan Bautista Alberti “De Re Aedificatoria” que no contemplaban contextos ambientales desconocidos para los europeos como el ecosistema de humedales del Valle. La falta de comprensión de dicho ecosistema, las frecuentes inundaciones que azotaron la ciudad y la expansión de la misma, dieron lugar a una batalla constante contra el agua. Ingenieros, urbanistas, planificadores, arquitectos y gobernantes se empeñaron en drenar y secar los lagos en aras del progreso a través de infraestructuras cada vez más monumentales. Una vez que empeoró el problema de drenaje abierto se centró la atención en la sanitización urbana. Estas acciones contribuyeron a cambios en el clima, tolvaneras, disminución de servicios ecosistémicos y generación de problemas de salud pública, entre múltiples otros conflictos y transformaciones al medio.
Hacia una Ciudad de México sensible al agua, propuesta de integración urbano-ambiental para la ciudad desarrollada por ORU. Fuente: Oficina de Resiliencia Urbana, ORU. 2019.
Hoy en día no es sencillo comprender las conexiones entre los sistemas centralizados, las periferias y la provisión de servicios ecosistémicos. La distancia que recorren el drenaje, el agua potable, los residuos sólidos y otros servicios es demasiado vasta expandiéndose a otras cuencas, ciudades y regiones a costos sociales y económicos muy elevados. El metabolismo urbano dialoga con el del cuerpo humano, vinculando procesos multiescalares que pueden ser descritos aptamente como toilet-to-table o del retrete a la mesa haciendo un guiño a la tendencia culinaria reciente del farm-to-table que busca promover el consumo de comida local. Se suele hablar mucho del problema de aprovisionamiento de agua potable y la fragilidad de este sistema, cuando quizás una clave radica en la revaloración del drenaje. Las aguas negras (separadas de las industriales) representan una importante fuente de fertilizante para el riego agrícola y hay que recordar que el uso agrícola del agua es el porcentaje más alto en la demanda a escala nacional.
En la Ciudad de México destacan dos casos de metabolismo regional históricamente vinculados al drenaje: las chinampas de Xochimilco al sur de la Ciudad y el Valle del Mezquital al norte, en el Estado de Hidalgo.
La Zona Patrimonial de Xochimilco, Tláhuac y Milpa Alta se encuentra catalogada como Patrimonio de la Humanidad de las Naciones Unidas vinculada al Centro Histórico, en un decreto único, recordándonos que no pudo darse dicha centralidad sin su sustento agrícola tradicional de chinampa. Actualmente, los cinco núcleos chinamperos que subsisten en la zona sur, se nutren del agua tratada proveniente de la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales del Cerro de la Estrella en Iztapalapa, a través del Canal Nacional, siendo una de las instalaciones con mayor capacidad e importancia dentro de la ciudad. Al contar con poco acceso al sistema centralizado de la Central de Abastos, los chinamperos y sus familias han ido abriéndose paso a la producción para la creciente industria gastronómica de alto nivel. Las chinampas son el último resquicio del ecosistema lagunar, y aunque hoy están bajo amenaza de desaparición, han demostrado ser la forma agrourbana más resiliente en la región.
Al mismo tiempo, un complejo sistema urbano de drenaje conduce un caudal que combina aguas de lluvia y aguas negras fuera de la cuenca hacia Hidalgo, donde se aprovechan sin tratamiento para el riego de una de las zonas agrícolas más importantes del altiplano y cuyos productos ocupan un lugar primordial en la Central de Abastos. El Valle del Mezquital cuenta con dos de los cuerpos de agua más contaminados del país–el Río Tula y la presa Endhó–, y es el suelo que ha recibido más aguas negras sin tratar del mundo. La reciente construcción de la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales de Atotonilco en Hidalgo, la mayor en América Latina, ha empeorado la disputa sobre el agua entre el estado y los campesinos. Ellos reclaman acceso al excremento rico en nutrientes (desafortunadamente acompañado de toxinas, metales pesados y antibióticos que terminan permeando al suelo y las cosechas), no obstante los sistemas se entrelazan y se comportan dinámicamente, involucrando una amplia gama de actores y comunidades que operan en un campo de juego de poder desnivelado en materia de acceso a recursos, espacio y servicios.
La conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlan y de la fundación de la Ciudad de México ofrece una oportunidad para revalorar, a través de una relectura histórica, tanto la relación de la ciudad, su arquitectura, infraestructuras y entorno como la del papel del diseño entendido como la integración de la arquitectura, el paisaje y el urbanismo. El objetivo es reposicionar al diseño como una forma particular y aventajada de producción de conocimiento indispensable para las mesas de decisiones, la mediación de intereses, la promoción de la justicia socioambiental, y, sobre todo, la imaginación de escenarios futuros deseables para los próximos 500 años.
Propuesta de Distrito hídrico como modelo urbano de escala media para el manejo sostenible del agua en la Ciudad de México, desarrollada por ORU Oficina de Resiliencia Urbana, bajo la coordinación de Anita Berrizbeitia, en el marco de Mexico Innovation Fund Grants para el David Rockefeller Center for Latin American Studies de la Universidad de Harvard. Fuente: ORU Oficina de Resiliencia Urbana, 2020.
Notas: