Azcapotzalco: las petroleras y un encuentro con el destino
Nací en Tula (Hidalgo), pero, por varias razones, siempre me hizo feliz la idea de vivir en la Ciudad de [...]
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¡Felices fiestas!
25 abril, 2024
por Carlos Will | twitter: @_tlatelolco | instagram : @carloswill_
A pesar de las señales, y después de ir de un departamento a otro durante casi cinco años en Tlatelolco, me aferraba a ese territorio. Pero pronto noté que las opciones se iban reduciendo y el tiempo seguía avanzando. La angustia inmobiliaria, que es el pan de cada día en la ciudad, me estaba empezando a dejar indefenso frente al acecho de lo inevitable y no aparecía ninguna opción que fuera pagable y no se tratara de un espacio sin ventanas, con humedad y en una azotea. Finalmente, y quiero pensar que como casi siempre, apareció una luz al final del túnel, en una zona menos conocida, en definitiva, que Tlatelolco. Ahora, cuando me preguntan dónde vivo, suelo decir que “cerca de Tlatelolco” o “del hospital de la Raza” o, para aquellos menos ubicados, “cerca de Buenavista”.
La colonia Santa María Insurgentes pasa desapercibida y suele ser confundida con su casi homónima vecina, la Santa María la Ribera, pero tiene una serie de particularidades, debo admitirlo, difíciles de reconocer a primera vista y que la hacen un espacio interesante de visitar y entender. Se trata de un triángulo en el mapa, delimitado por la avenida Insurgentes, el Circuito Interior y la avenida Flores Magón; la presencia de las vías del tren suburbano, en el lado sur, supone de inicio una separación urbana importante, que en esta zona se resolvió de las peores formas posibles: enormes puentes viales superpuestos unos sobre otros, rejas por todas partes e intransitables y altísimos puentes peatonales, recubiertos de rejas, como jaulas que dan vértigo y claustrofobia al mismo tiempo.
Comparada con zonas más céntricas, la Santa María Insurgentes podría parecer modesta en cuanto a historia. No obstante, su emplazamiento nos puede dar algunas pistas, pues se trata de un territorio cercano a los pueblos prehispánicos de Tlatelolco, pero también a Azcapotzalco y, en efecto, es posible revisar —en el Legajo de Colonias del Antiguo Ayuntamiento de la Ciudad de México— la función que esta zona tuvo, hasta bien entrado el siglo XVII, como sitio y punto nodal para la distribución del agua dulce para estos dos pueblos prehispánicos.
Con todo, sería hasta el siglo XX que comenzó la planeación y urbanización de la zona actual, que primero se llamó colonia Chopo.
La avenida Insurgentes se trazó en la década de 1930 y por entonces se amplió la colonia, adosando terrenos del antiguo y desaparecido rancho Los Gallos. Fue también en este periodo que apareció uno de los monumentos más insólitos de la ciudad, cuya accesibilidad, e incluso su visibilidad, ha sido mermada con el tiempo, haciéndolo caer en profundo abandono. Me refiero al Monumento a la Raza, ¿Será quizá que su abandono es un indicador del merecido olvido de semejante concepto? Quisiera pensar que sí. Sin embargo, el objeto urbano como tal resulta interesante, pues es un auténtico palimpsesto, que incluye una estructura que simula un basamento de templo prehispánico, una serie de conjuntos escultóricos y, ¿por qué no?, todo coronado por un águila de fundición francesa, que fue creada para el truncado proyecto del edificio para el Congreso, convertido ahora en el Monumento a la Revolución. Las avenidas rápidas que lo rodean, su superficie cubierta de grafitis y el deplorable estado de conservación en que se encuentra, francamente no ayudan a sentir el Monumento a la Raza como un objeto propio de nadie, pero sería interesante resignificarlo, tal como los insurgentes salvaron el Caballito de Tolsá por su valor artístico, aun cuando no iba con sus ideologías, y quizá podamos darle una manita a este peculiar espacio, que se encuentra casi a la fuerza, en los límites territoriales de la colonia Santa María Insurgentes.
La colonia experimentó cambios en 1950, cuando se destinó la mitad sur del territorio para un uso de suelo distinto, lo que marcó el destino de la zona, pues dio paso a la industria. Transitar por estas calles que, aunque arboladas, se sienten ciertamente hostiles por tener un frente de calle con grandes y viejas naves, resulta a veces necesario, pues se interponen entre la zona céntrica de la ciudad y la zona habitacional de la colonia. A pesar de esta relativa hostilidad visual, la experiencia se enriquece con los intensos aromas que brotan de las chimeneas de dos naves en particular: la fábrica de pan Bimbo, de donde emana un cálido y familiar olor a roles de canela y, por supuesto, la fábrica de chocolates Bremen, con una tradición de más de 80 años. A veces estos aromas, movidos por el viento, suelen perfumar la sala de mi departamento o colarse por la ventana de la habitación, como un dulce recordatorio del sitio en el que me encuentro. La fábrica de Bremen tiene además una tienda en la esquina, donde se consiguen los chocolates más ricos que he probado, mis favoritos son las tablillas rellenas de avellanas enteras.
Desde la azotea de mi edificio se alcanza a ver un enorme domo rojo, del que proviene otro estímulo, esta vez auditivo, muy característico de la Santa María Insurgentes: se trata de la parroquia del Santo Cristo de la Agonía que, por su diseño moderno, parece haber prescindido de campanario, por lo que, muy curiosamente, llama a los feligreses a misa por medio de altavoces con una grabación de campanas (que, estoy casi seguro, deben ser las de la Catedral Metropolitana) y que los domingos por la mañana obliga a cubrirse la cabeza con alguna almohada. El edificio fue diseñado por Nicolás Mariscal Barroso, a quien se le reconoce también como autor del edificio de la embajada estadounidense en el Paseo de la Reforma.
Otro elemento interesante se encuentra a la entrada de la colonia por el lado de Insurgentes: una fuente de terrazo, con modesto estilo art déco, que milagrosamente se mantiene encendida todos los días y le da un aspecto fresco al rumbo. Más adelante, siguiendo por Insurgentes, se encuentra un generoso y bien cuidado parque —conocido como “el de los relojes”—, pues tiene unos muros sobre unos montículos de tierra distribuidos de manera longitudinal, y orientados de tal forma que funcionan como relojes de sol según la estación. En la calle lateral al parque se encuentra una propiedad con una sencilla fachada de cantera, cuyos letreros indican que ahí se reúne la comunidad musulmana: se trata de una de las dos mezquitas que existen por el rumbo; la otra está en la Santa María la Ribera.
En cuanto a la estructura urbana de la zona habitacional de la colonia, es notorio que ha pasado por mejores épocas. Platicando con algunos vecinos que han vivido desde siempre aquí, en sus conversaciones resalta el orgullo que les produce hablar de la Santa María Insurgentes y el prestigio que antaño esto suponía vivir aquí, sobre todo cuando mencionan los pocos edificios de departamentos que existen, y que la mayoría de las construcciones son casas grandes. La experiencia de vivir aquí ha sido interesante, de mucha tranquilidad (una vez que el cerebro empieza a ignorar el constante y lejano ruido de los coches en el Circuito Interior), en una zona de la ciudad que, por su carácter, podría ser considerada periférica, pero que demuestra, una vez más, que cada espacio en esta ciudad tiene algo que ofrecer, haciéndola inagotable.
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