Tal vez la única distinción entre objetos y cosas radique en su escala. Más cercano a cualquier cosa natural, en esa escala ambigua, este pequeño edificio es más que una choza pero menos que una casa: es una cabaña.
Como un bloque opaco, un objeto monolítico pesadamente ancado al borde de un acantilado, enfrenta una reserva de leones marinos en la costa del Océano Pacífico. En su espesor sub dimensionado, en su proporción alta y angosta, la construcción puede ser leída como un muro habitado que avanza perpendicular a la topografía natural.
La altura de este muro queda determinada por dos líneas: un horizonte continuo y una secuencia escalonada de seis plataformas que descienden hacia el mar. La separación entre ese techo horizontal (con la función de una terraza abierta) y la extensión regular del suelo (con una organización informal de reposo, comida y estar), una única habitación asimétrica, es interrumpida por tres grandes columnas y dos puentes. Mientras las camas ocupan las plataformas altas, con un cielo bajo, sillones y mesas deberían quedar en las plataformas de abajo, en el espacio vertical.
El largo volumen tiene un modesto régimen de aperturas a ambos lados, con algunos lucernarios puntuales, unas cuantas perforaciones tipo media luna que se podrían usar como relojes de sol y sólo una ventana de esquina partida por un pilar redondo. Esta es la única ventana con vidrios sin marco enrasados a la cara exterior del hormigón. Espejando el ocaso, una roca descansa flotando, casi imposible y ficticia, sobre aquellos reflejos.