José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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¡Felices fiestas!
14 julio, 2017
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El inicio del año 2006 fue el comienzo de una corrosión territorial, del resquebrajamiento físico del progreso simbólico y económico que llegaron a encarnar las carreteras. El proyecto alemanista de trazar vías obedecía a diversas necesidades: una mejor comunicación entre estados para estimular el turismo, la facilitación del traslado de materias primas, la conexión de lejanías geográficas con puntos céntricos del país. La guerra contra el narcotráfico supuso (y sigue operando de esa manera) una suspensión del libre tránsito.
En un reportaje de la BBC Mundo titulado El nuevo mapa del narcotráfico, publicado en 2012, fecha de término del sexenio gubernamental de quien inició el conflicto bélico, se señaló que “la guerra que emprendió el gobierno contra el tráfico de drogas y las luchas entre grupos por el control de rutas” había “provocado divisiones y el nacimiento de organizaciones nuevas”. Ese trabajo periodístico hablaba de un síntoma que apenas comenzaba a esparcirse por la región. De los cuatro grandes carteles que existían (el de Sinaloa, el de Juárez, el del Golfo y La Familia Michoacana) estos se fragmentaron para formar siete organizaciones y 20 grupos locales, situación que ha construido una nueva cartografía del país y, por ende, una manera enrarecida de mirarlo y de recorrerlo. El turismo, una de las prácticas que todos los gobiernos modernos y contemporáneos han planteado como un estímulo para la economía nacional, se transforma en riesgo y en el subsecuente abandono tanto de una industria como de una forma de arquitectura: los hoteles. Una cifra que resulta particularmente dolorosa durante los veranos o los fines de semana largos es la de los bajos índices de reservación de habitaciones en Acapulco, Guerrero, Estado que ha sido uno de los nodos más conflictivos en la actual desaparición de diferencias entre lo legal y lo ilegal, entre la democracia y el terrorismo. También, el simple hecho de transportarse puede ser modificado por la economía del crimen. En el reportaje Secuestros en autobuses: otra forma de actuar del crimen en México, de 2016, VICE News difundió que “en los últimos dos años el secuestro y el robo a pasajeros que se transportan en autobuses comerciales entre una y otra ciudad de México se ha reportado cada vez más en los medios locales y nacionales”.
Ahora bien, podemos decir que recorrer el país, mirarlo a través de la ventana turística, funciona en términos panorámicos. La mirada nota un paisaje enrarecido, pero no por ello deja de desplazarse. Pero la guerra contra el narcotráfico ha modificado también a la vivienda y ha arrojado una nueva concepción de lo doméstico. La casa es una imposibilidad si se la imagina en ciertas zonas nacionales. En Desplazados en México: El Triángulo Dorado, investigación también de 2012 en la que participó el medio mexicano Animal Político, se puede leer la historia de un antiguo habitante de la Sierra de Sinaloa: “Jorge y sus vecinos intuyeron que a diferencia de los homicidios ocurridos en los últimos cuatro años, en esta ocasión [el objetivo] era intimidar a todos, aunque no tuvieran injerencia en la siembra o transporte de drogas, rompiendo el ‘orden’ que hasta ese tiempo se vivía y que consistía en respetar los rangos de las personas vinculadas con el negocio y las que no tenían ningún tipo de relación con las actividades”. Más tarde, se apunta: “Ese mismo día, Jorge, con su familia y 100 familias más, abandonaron el pueblo”. En Pueblos fantasma por culpa del narco, nota de Amalia Escobar publicada en El Universal, se nos dice que “la violencia que se recrudece y el éxodo provocado por el narco escala. En este municipio de nombre Plutarco Elías Calles, cuya cabecera municipal es Sonoyta, familias enteras del área rural y urbana huyen con los zapatos y la ropa que traen puesta. Cualquier lugar es mejor que vivir entre el fuego cruzado de bandas criminales”. La violencia ha despojado casas, uno de los reductos espaciales que en México continúa representando ideas de estabilidad y patrimonio familiares, y que además, junto al turismo, es el emblema de la propaganda política que habla de garantías.
51 años antes de que empezara la guerra contra el narcotráfico, el Fondo de Cultura Económica publicaba Pedro Páramo, primera y única novela de Juan Rulfo. El desmontaje de la anécdota narrativa y la fragmentación formal hicieron del texto un artefacto novedoso en la producción de las letras mexicanas que, hasta ese momento, se encontraban establecidas en las claves del costumbrismo. Pero también Pedro Páramo es la historia de un asedio geográfico, de una tierra cada vez más esterilizada por el rencor y la megalomanía de un cacique (y son muchos los que han trazado semejanzas entre el cacique y el narcotraficante mexicano: ambas figuras secuestran la productividad de los pueblos). La historia comienza con la llegada a Comala de Juan Preciado, quien le promete a su madre moribunda ir en la búsqueda de su progenitor para reclamarle aquello que les pertenece. ¿A qué se está refiriendo el texto cuando menciona pertenencia? ¿Cómo funciona este acto (o esta subjetividad) en las inmediaciones de Comala? La clave para entender el sentido de pertenencia que opera en la novela se encuentran en la acumulación de objetos abandonados, en las casas derruidas, en una tierra sobre la que no se puede volver a construir o cosechar. La falta de pertenencia, obviamente, está relacionada con la falta de una casa y de un territorio.
La Comala con la que se encuentra Juan Preciado es una arqueología de la que le narró su madre, una en la que “los niños juegan en las calles de todos los pueblos, llenando con sus gritos la tarde. Cuando aún las paredes reflejan la luz amarilla del sol”, un pueblo en el que los campos de trigo parecían estragos de las últimas luces de la tarde. La región que encuentra Preciado expone las huellas de un éxodo, cuyos paralelismos con los desplazamientos provocados por el narcotráfico no permiten las dudas sobre una posible sobreinterpretación:
“—¿Qué es lo que hay aquí? —pregunté.
—Tiliches –me dijo ella–. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos”.
En un reportaje titulado Los pueblos fantasma que crea el narco en México, también armado por la BBC Mundo, se lee:
“Una tienda de víveres luce anaqueles vacíos, peluches regados por los pisos y una cerveza a medio tomar. Este es el paisaje que encuentra un visitante hoy en San Luis de la Loma, un pequeño pueblo en el estado mexicano de Guerrero, tradicionalmente dedicado a la producción de mango, leche y ganado. Ubicado a dos horas de Acapulco, en sus alrededores existen cientos de caseríos a la entrada de la Sierra Madre del Sur, los cuales han sido totalmente abandonados por sus habitantes”.
Después del éxodo, el único habitante de los espacios domésticos es la violencia:
“—Iré con usted. Aquí no me han dejado en paz los gritos. ¿No oyó lo que estaba pasando? Como que estaban asesinando a alguien. ¿No acaba usted de oír?”
—Tal vez sea algún eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Alderete hace mucho tiempo. Luego condenaron la puerta, hasta que él se secara; para que su cuerpo no encontrara reposo”.
Comala, además, alberga la fantasmagoría de una ciudadanía desplazada:
“—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas, como cansadas de reír (…). Hubo un tiempo en el que estuve oyendo durante muchas noches el rumor de una fiesta. Me llegaban los ruidos hasta la Media Luna. Me acerqué a ver el mitote aquel y vi esto: lo que estamos viendo ahora. Nada. Nadie. Las calles tan solas como ahora”.
Pedro Páramo es la narración de una corrosión territorial, del resquebrajamiento físico de una población. También, es el retrato de la vivienda abandonada ante condiciones imperantes de hostilidad. Trazando una línea entre la publicación de la novela y el año 2006, podemos preguntarnos qué significa la tierra y la construcción desde que Felipe Calderón Hinojosa iniciara su mandato. Los geógrafos contemporáneos consideran también como crisis ecológicas los abandonos humanos, cuyo impacto es mucho más severo cuando se trata de regiones agrarias, como lo fue Comala o San Luis Loma. Ante esta circunstancia, la crisis de vivienda adquiere otros matices que tal vez no estén siendo contemplados por organizaciones urbanísticas o por la práctica arquitectónica comprometida con resolver condiciones de desigualdad pero no de desplazamiento. Particularizando el caso mexicano, las posibilidades de autoconstrucción eran mucho más probables (es común que la gente comience a trazar su patrimonio en terrenos heredados o adquiridos por sus esfuerzos agrarios), y ante el dominio del narcotráfico se ven nulificadas. Por otro lado, como sucedió con el abandono de las fábricas ante la llegada del capitalismo posindustrial, la industria del turismo comienza a abandonar sus arquitecturas. No sólo en México existen esos casos. Hay registros de los negocios abandonados en los perímetros de las pirámides de Egipto, uno de los lugares más visitados por extranjeros antes de la creciente intensificación del conflicto en Medio Oriente. Las casas, los hoteles y los negocios comienzan a ser meramente utilitarios únicamente para la violencia, a su manera una forma de capitalismo. Estos espacios no son del todo abandonados. Las noticias podrían seguirse citando: complejos hoteleros transformados en casas de seguridad, unidades habitacionales usadas como el campo de tiro del crimen organizado, carreteras tomadas. Así el crimen se apropia ciertas formas de arquitectura y produce su propio territorio ante su cada vez más complejo dominio.
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