Columnas

Roberto Burle Marx, el movimiento moderno con jardín

Roberto Burle Marx, el movimiento moderno con jardín

4 agosto, 2020
por Iñaki Abalos

 

 

La historia, por reveladora, ha sido contada innumerables veces, tanto por Roberto Burle Marx (1909-1994) como por sus biógrafos: nacido en Sâo Paulo, con una inclinación preferente hacia la música y la ópera en particular, ciertos problemas oftalmológicos deciden a sus padres enviarle a Europa, a Berlín, donde a los dieciocho años, en 1927 —el año heroico de la modernidad— aprovecha su estancia y tratamiento de casi dos años en esta ciudad para estudiar música y pintura, su otra gran vocación, que estalla con fuerza tras visitar la gran retrospectiva de la obra de Van Gogh que tras su muerte en 1890 se realiza por primera vez en Berlín. Allí descubre las extraordinarias potencias que la pintura expresionista había abierto sobre la noción de paisaje. El segundo paso se da casi de inmediato, al asistir como alumno en prácticas de apunte del natural al Jardín Botánico de Dahlem, Berlín, uno de los primeros en incorporar en su organización los criterios ecológicos que el botánico Henrich Engler había desarrollado a partir de las ideas de Alexander von Humboldt, y en incorporar, subsiguientemente, la moda de las Estufas Calientes para aclimatar plantas tropicales, otra consecuencia del viaje humboldtiano. Allí, maravillado, Burle Marx descubre especies de la flora tropical brasileña de las que no solo no tenía noticia —a pesar de un interés natural hacia la jardinería, heredado de su familia— sino que, entiende, contienen toda la riqueza plástica de la paleta de Van Gogh.

Todo ello deriva en un giro de su vocación plástica que se desarrollará tras su vuelta a Río de Janeiro en 1930. Allí entra a estudiar en la Escuela Nacional de Bellas Artes, que integra entre sus estudios Arquitectura y que desde ese mismo año está dirigida por Lucio Costa, el padre de la arquitectura moderna brasileña, integrante del grupo de artistas e intelectuales —en el que destaca Claudio Portinari, también maestro de Burle Marx— que busca elaborar una versión de la modernidad capaz de integrar la cultura autóctona brasileña, que este país está empezando a descubrir, como lo estaba México y como décadas antes, en tiempos de Olmsted, lo había hecho Estados Unidos. Una cultura de mestizaje, capaz de dar cuenta y crear un producto único del cruce de la cultura europea y africana de sus inmigrantes y el fabuloso legado indígena como un producto único del que Costa será uno de los impulsores más significados.

 

Otro azar: Lucio Costa vivía en la misma calle que la familia Burle Marx y, como consecuencia de observar al paso su jardín familiar y conocer las aptitudes de Roberto como alumno, siendo aún estudiante, le propone en 1932 hacerse cargo del jardín de la Casa Schwartz. Burle Marx decidió plantar bananeros y organizó su terraza jardín con iconografía moderna, iniciando una colaboración permanente entre ambos, que rápidamente se abrió a otro gran arquitecto coetáneo, Oscar Niemeyer. Dos años después, en 1934, consigue su primer trabajo oficial como director de Parques y Jardines de Recife, donde traba amistad con el botánico Henrique de Lahmeyer Mello Barreto, quien le adiestrará hasta convertirle en un consumado experto en la flora brasileña, aficionándole al estudio de las plantas in situ mediante expediciones en las que aprenderá a observar la interrelación entre agua, terreno, flora y fauna. Y con quien ensayará más tarde el primer gran jardín ecológico, el Parque de Araxá, en el que intentarían reproducir las zonas fitogeográficas del Estado de Minas Gervais, en un experimento pionero de paisajismo ecologista.

Otro importante viaje, el de Le Corbusier a Río, invitado por Costa en el 28, había facilitado el contacto que iba a llevar a la construcción del Ministerio de Educación y Salud en la misma ciudad, proyecto de Le Corbusier en colaboración con Costa, Reidy y Niemeyer entre otros, y con la destacada colaboración artística de Claudio Portinari —del que Burle Marx será asistente— y del propio Burle Marx en el ajardinamiento de la plaza y la conocida terraza jardín del proyecto, primera materialización significativa de un jardín moderno en la cubierta de un edificio emblemático (1938). El ciclo de viajes y azarosas coincidencias, que trenza en diez años la biografia profesional de Burle Marx, y ésta con casi todos los personajes de nuestro atlas, queda así sucintamente descrito. Con esta urdimbre se dio la oportunidad única de desarrollar, precisamente en el país en el que triunfó la modernidad, un verdadero paisaje moderno, hasta hacer definitorias las palabras de Michel Racine: “el movimiento moderno brasileño es un movimiento moderno con jardín”.

Una oportunidad que sólo pudo materializarse cuando las condiciones estaban maduras y alguien fue capaz de ensayar con materiales naturales las concepciones latentes de lo pintoresco que la modernidad no había podido barrer con su fe positivista en el progreso tecnocientífico. Pero se necesiartículo taba también, seguramente, una distancia que permitiese minimizar los dualismos entre naturaleza y artificio de la modernidad europea, englobando esa rica experiencia en otra, la del mestizaje cultural, cuyo foco estuviese puesto en la integración. Y disfrutando de una flora exótica capaz de estimular una liberación, al menos aparente, de las iconografías ya conocidas en Europa y América del Norte.

La cultura moderna alumbrará así, inopinadamente, el exuberante jardín tropical, una modalidad que las distintas culturas históricas no habían tenido oportunidad de ensayar, presente sin embargo en la visionaria invocación de Humboldt a los jóvenes pintores a adentrarse en aquellas tierras del nuevo continente. Brasil fue el destino final de aquella visión, un país cuyo nombre deriva de su riqueza floral (el Haematoxylum brasiletto, importado de Asia a Europa desde la Edad Media) y cuyo lema, “Orden y Progreso” es el lema positivista por excelencia, en una combinación casi premonitoria de lo que iba a suceder.

¿Qué hace Roberto Burle Marx? En realidad una operación muy sencilla, casi instintiva, al menos para quien posee los conocimientos que él tenía en una primera época, la que le da a conocer. Actúa frente al jardín simultáneamente como pintor de paisajes y como arquitecto, utilizando como referencia para sus proyectos la paleta expresionista y las geometrías orgánicas de los abstractos Arp, Le Corbusier, Léger, Calder. Pero lo hace como arquitecto, porque a pesar de utilizar el gouache, sus paisajes son concebidos como organizaciones o composiciones en planta, en un distanciamiento del procedimiento de las “vistas” características de los paisajistas y pintores tradicionales que le aproxima a la visión arquitectónica y cubista. Sorprendentemente, para tratarse de proyectos relativos al paisaje, el verde es en sus primeros proyectos —plaza Salgado Filho (1938), Ministerio de Educación y Salud (1938)— un color minoritario, abundando las gamas calientes, del amarillo al rojo: la organización de formas y colores, en consonancia con el sentido estético de su época, tiene así, a la vez, un distanciamiento radical del naturalismo y un enorme poder integrador y evocador. La abstracción de la geometría biomorfa está ligada al material vivo a través de la forma y el volumen. Descomponiendo las plantaciones, y por repetición de las mismas en asociaciones basadas en el contraste de volumen, color y textura, se produce una insólita materialización, radicalmente artificiosa y formalista, del jardín moderno. Insólita porque su formalismo es ajeno al pintoresquismo naturalista con el que en principio la modernidad había aceptado la integración del verde en la ciudad —y por la ausencia misma del verde, como base de la composición.

Plaza Senador Salgado Filho

 

De hecho, si tuviese que buscarse una referencia en la tradición jardinera sólo podríamos remitirnos, al menos en esta época primera, al parterre del jardín formal barroco francés, un parterre o broderie de inspiración orgánica y abstracta, pero, en definitiva un ejercicio puramente artificioso —decorativo y concebido en planta— que choca con los “escenarios naturales” de Olmsted y Le Corbusier. No choca sin embargo con las complejas composiciones que van apoderándose de la arquitectura de Le Corbusier desde los treinta, cuando comienza a interesarse en los “objetos a reacción poética”, ni con las cristalografías coloristas de los expresionistas: su carácter insólito viene más bien de la sorpresa que produce una elaboración estética tan sofisticada aplicada a la jardinería, el salto que se produce entre la enunciación de un tema proyectual aparentemente sencillo y su materialización como hecho estético: un salto que los modernos no habían considerado aún en el área del paisaje. Pero, por otra parte, su trabajo posee también un poder evocador de las formas del paisaje natural brasileño, participa de su colorido y de la ondulante sensualidad que ya había afectado al sistema de Le Corbusier en su primer viaje a Río. Los “genios del lugar”, de raíz genuinamente pintoresca, tienden puentes entre el trabajo del paisajista, la naturaleza tropical y la pintura abstracta y expresionista, integrando miradas y materiales que sólo en ese lugar y en esas fechas podían darse —y que tantos vínculos guardan con la similar operación que Niemeyer realizará sobre la arquitectura moderna.

Estas obras primerizas de Burle Marx resuelven contradicciones y prejuicios de la modernidad en relación al jardín con una operación de gran sencillez que no desdice un ápice su originalidad. Le Corbusier, entusiasmado con su planteamiento de la cubierta del cuerpo inferior del Ministerio de Educación y Salud —que iba a ser contemplado básicamente en planta— le confiesa su incapacidad para resolver la cubierta jardín con los paisajistas franceses, precisamente cuando a finales de los treinta está ultimando un sistema compositivo maduro en el que, a su modo, la misma problemática iba a obtener una respuesta arquitectónica paralela. Pese a su éxito, esta concepción del paisajismo moderno era inmadura y Roberto Burle Marx se hacía consciente de ello según sus intereses iban desplazándose de las paletas expresionistas a los conocimientos botánicos. Concebir las plantaciones desde criterios plásticos era una pobre aproximación a la complejidad floral de Brasil —un país con 50,000 especies registradas frente a las 11,500 europeas—: un sistema compositivo ajeno por completo a las asociaciones y agrupaciones de plantas y a sus procesos de adaptación y crecimiento en el tiempo, temas que desde su colaboración con Mello Barreto iban atrayendo su curiosidad y demandando una mayor atención. Los criterios puramente plásticos eran un hallazgo indiscutible, pero debía ser elaborado a la luz de un rigor más científico en la organización de los contrastes; el uso de materiales vivos demandaba conocimiento y adecuación a sus leyes biológicas. Y este conocimiento derivará en un interés creciente por las técnicas pintorescas, por atender a los “genios del lugar”. El Parque de Araxá, de 1943, inicia el camino de una reformulación que se hará efectiva en sus trabajos para la residencia Odette Monteiro (1948) y la Residencia Olivo Gomes, de Rino Levi (1950), y que tendrá en la adquisición por Burle Marx en 1949 de la Finca San Antonio da Bica —un antiguo cafetal a 60 kilómetros al sur de Río—, una de sus consecuencias más significativas, marcando estas acciones su segunda etapa como profesional.

Será en el jardín de Odette Monteiro en Corrêas, Petrópolis, donde por primera vez desarrolle las ideas de Río —ministerio y aeropuerto— en un marco topográfico natural de mayor complejidad, dotado Burle Marx de conocimientos que le permitían una mejor articulación de sus intereses botánicos y plásticos. Él había dicho: “Nuestro verde es oscuro, casi negro, y por extraño contraste se alía a dos colores dominantes: el amarillo de las acacias y lapachos, que dan vibración a la composición cromática y el violeta de las cuaresmas, casi hechas para crear esa atmósfera ritual de la Semana Santa. A estos colores únicos, la naturaleza los presenta juntos haciéndolos competir con las tonalidades rosa de los paloborrachos para dar la justa medida de la composición. Encontramos también en la forma y en el ritmo de las montañas, de las sierras, un allegro vivace que se contrapone a momentos de contemplación, adagio de los valles y planicies”. Cromatismo expresivo en las asociaciones naturales y geometría biomorfa de montañas y valles se encuentran ya en la naturaleza brasileña, listos para ser reelaborados estéticamente: son los genios del lugar, ahora vistos ya no con ojos de pintor sino también botánicos. Esta sensibilidad confluyente se refleja en la nueva sintonía que obtiene con el marco topográfico, usado para prolongar y extender los límites de la actuación sin solución de continuidad, idea que conecta los conceptos burlemarxianos al pintoresco naturalista. Henrique E. Mindlin lo ha descrito subrayando estos nuevos principios del trabajo de Burle Marx: “Grandes cantos rodados y plantas esculturales reflejan los contornos de la montaña mientras plantas de color rojo tizón… señalan como dedos estratégica mente hacia un ‘pintoresco’ árbol que conduce la mirada hacia los bosques que caen sobre las laderas. Un lago artificial en forma de ameba refleja el cielo y las montañas dando cobijo a los nenúfares. Lo cruzan piedras sueltas que se espacian hasta introducirse en la hierba, elevándose hacia un follaje horizontal que repite la silueta del lago. Desde la distancia, las tonalidades rojas, verdes y grises son como pinturas de plantas abstractas, pero vistas de cerca se convierten en un juego de volúmenes. Localizado en una región de granito y gneis, el jardín hace uso ecológico de la roca y las plantas de cantera indígenas, algo escasamente utilizado antes de Burle Marx en los jardines brasileños. Un sinuoso sendero rodea el jardín casi al estilo inglés del siglo XVIII”.

Finca San Antonio da Bica. Fotos: Halley Pacheco de Oliveira

 

Un mayor conocimiento de las técnicas botánicas y la estética pintoresca se alían con un uso experto de plantaciones y del sustrato rocoso articulando tridimensionalmente jardín y naturaleza desde la atención a la experiencia cinestésica del paseante. Se consolida junto a este reencuentro con las técnicas proyectuales del paisajismo pintoresco una concepción del jardín que ya no abandonará, en la que tres materiales —agua, materiales orgánicos y minerales— interactúan para crear escenarios en los que el tiempo —tanto como efecto de la experiencia secuencial y los puntos de vista del paseante, como efecto del control de las asociaciones de plantas y sus leyes de crecimiento—, será el nuevo factor que completa su sistema proyectual.

Pero no sólo eso; la pervivencia de un fuerte componente formal, que gracias a su geometría biomorfa dialoga con el medio natural, le permite atender a la arquitectura utilizando en su proximidad una geometría más regular y estableciendo el jardín como un diálogo entre artificio y naturaleza que la paleta cromática tropical facilitará, utilizando las plantaciones como mímesis de la casa —cuyos colores blanco y rosa replica en su proximidad mediante azaleas, lilas, santa ritas, petunias, magnolias y arbolado (Pseudo bombax ellipticum) de flores fucsia, mientras, al alejarse, las plantaciones se mimetizan progresivamente con las de las naturaleza circundante.

Este modelo plástico será llevado hasta sus últimas consecuencias en el proyecto para la casa Olivo Gomes, en Sâo José dos Campos, Sâo Paulo (1950), dotado de una arquitectura más poderosa, realizada en sintonía con el jardín por su amigo Rino Levi. Aquí la disposición de espacios y gamas cromáticas como acuerdos entre la acción de la arquitectura y la naturaleza provoca un tipo de fusión que, incluso en su cromatismo, nos remitirá a los intentos visionarios de fusión natural-artificial de Taut y sus fantasías arquitectónicas, trasladadas del pintoresquismo alpino al tropical. En este conjunto encontramos uno de los proyectos en los que el sistema de trabajo de Burle Marx queda ultimado. Mientras la fusión con la arquitectura conlleva un trabajo formal y cromático más construido y artificioso —que incluye la elaboración de artes aplicadas y murales de azulejería como elementos de transición entre arquitectura y naturaleza-, el parque —hoy Parque Roberto Burle Marx— según se aleja de la casa, va transformándose en un jardín paisajista naturalista, surcado por sinuosos caminos y lagos que expanden las perspectivas, en las que algunos árboles de gran porte, decididamente unificados en grupetos, puntúan y organizan la experiencia visual, respondiendo con exotismo pero con precisión a las técnicas pintorescas inglesas tradicionales. Todos los elementos se encuentran ya en Olivo Gomes; al conocimiento botánico desplegado —especialmente en el magnífico uso de plantas acuáticas, como las victoria regia, y de las araucarias angustifolias y los guaparuva—, se le une la atención a distintos elementos de la tradición árabe y portuguesa, como los mosaicos y el uso del agua como acondicionador climático, junto a las influencias paisajistas anglosajonas y al formalismo del jardín francés, en una propuesta de sincretismo felizmente desarrollada en sus transiciones —unificadas por una sensualidad que da continuidad a su experiencia secuencial. Olivo Gomes sin duda responde a los intereses culturales, ya no de fusión natural-artificial sino de fusión e integración social y cultural, de mestizaje en una palabra, que estaban implícitos al proyecto moderno brasileño desde sus primeras formulaciones.

Paradójicamente esta eclosión de sincretismo tropical se produce de forma pareja al inicio del sistemático expolio forestal y cultural desplegado en nombre de la modernización del país, cuyos efectos globales son hoy conocidos por todos. La falta de atención a la riqueza floral local —que produce desde el principio problemas de abastecimiento para Burle Marx, pues los viveros priman las plantas tradicionales de jardinería europea— se alía a la sistemática destrucción del patrimonio, motivando a Burle Marx a adquirir en 1949 la Finca San Antônio da Bica, hoy Sitio Roberto Burle Marx, un antiguo cafetal y bananero de 365,000m2 a 60 kilómetros de Río, en la Barra de Guaratiba, sobre un territorio de selva atlántica costera, con una capilla del XVII, en la que organizará sus 6,000 m2 de viveros y su casa de recreo. Sus terrenos serán reorganizados como un laboratorio en el que los descubrimientos de sus exploraciones amazónicas —que le llevarán a la identificación de más de veinte plantas que llevan su nombre— irán dando lugar a distintos ecosistemas en función de las condiciones topográficas de la finca —lo que científicamente se denomina fitocenosis.

Esta casa-taller pasará a ser no sólo singular jardín botánico tropical y laboratorio de experimentación en ecosistemas sino también casa-museo, en la que el mismo impulso coleccionista será aplicado a la adquisición de esculturas policromadas, artesanías indígenas, cerámica precolombina y popular brasileña, mascarones de proa, fragmentos arquitectónicos, imágenes sacras —piezas obtenidas a veces como pago de sus trabajos—, dando lugar a una especial mezcla de referencias europeas, indígenas y africanas que nos remitirá en parte al ambiente prolífico y exuberante de las casas de Neruda. Pero Burle Marx dispondrá todos estos elementos en conjunción con las plantaciones, en una versión tropical del tema de las “ruinas pintorescas” que muestra bien su sentido cultural y cívico. Junto a su creciente interés en las investigaciones ecológicas, su contribución a la creación de una identidad cultural para Brasil nos traslada de la sensibilidad moderna a la actual sin transición. También sin duda, nos pone en relación con otra singular figura del panorama arquitectónico brasileño, Lina Bo Bardi, cuya síntesis de naturaleza y artificio, así como sus propuestas de sincretismo entre las tradiciones indígenas y la modernidad europea, darán lugar a otro viaje paralelo y complementario al de Burle Marx, en este caso desde la arquitectura al paisajismo: dos figuras simétricas y complementarias con las que bien podríamos establecer un juego de semejanzas y variaciones como el que establecemos entre Le Corbusier y Olmsted. En los trabajos de ambos encontramos un afán común por poner la modernidad plástica en relación tanto espacial como temporal con otras culturas, en el primer intento de concebir un espacio público de integración de identidades culturales, algo que hoy interesa a todos, no sólo a la sociedad brasileña —al fin y al cabo un anticipo de la sociedad contemporánea. Y debe destacarse cómo este doble proyecto de hibridación naturaleza-artificio y de mestizaje humano y cultural surge en ambos casos de una muy singular aproximación pintoresca que les permitió hablar un lenguaje cuya vigencia sólo ahora empezamos a comprender (como muestra el aluvión de publicaciones internacionales al que asistimos sobre sus obras respectivas).

 

 

En el periodo que va desde los cincuenta hasta principios de los setenta Burle Marx llevará a cabo una actualización del programa en torno al sistema de parques que Olmsted había ideado, desde los grandes parques públicos y las vías-parque hasta la creación de un sistema continuo de parques y vías. Un “sistema de parques” que Burle Marx hizo suyo redefiniendo la noción de lo público y la identidad de Río de Janeiro en una forma que sólo encuentra referencia en el Emerald Necklace de Boston. El parque de Ibirapuera en Sâo Paulo (1953), diseñado con Oscar Niemeyer para celebrar el cuarto centenario de la fundación de Sâo Paulo; el Museo de Arte Moderno (1954) en colaboración con Alfonso Reidy y el Parque Flamingo (1961) de Río de Janeiro; el Parque del Este en Caracas (1962); el frente urbano de Copacabana (1970) en Río; los Ministerios de Relaciones Exteriores (1965) y del Ejército (1970) en Brasilia, con Oscar Niemeyer, son puntos de referencia de este periodo singular.

La actividad plástica de Burle Marx habrá madurado, en sintonía con las corrientes nacionales e internacionales, hacia una plena abstracción de marcados trazos gráficos en la que se funden motivos o patrones decorativos tradicionales con estilizaciones abstractas de sus apuntes del natural de la flora autóctona. Obtiene así un referente formal más personal que sus primeras geometrías biomorfas, con el que sus proyectos se irán alejando progresivamente de las referencias europeas iniciales integrándose en el renacimiento del arte brasileño que se produce en las mismas fechas.

Ibirapuera, su primer gran proyecto de parque público, marcará la transición entre el parque privado y el público mediante el recurso a fracturar el conjunto en unidades que al aproximarse a las edificaciones se geometrizan, tomando prestados motivos ornamentales de la tradición bahiana y facilitando la visión tanto cinestésica como estática de los motivos compositivos desplegando pasarelas elevadas para la contemplación de sus composiciones. Catorce jardines ornamentales ligan las edificaciones y la naturaleza a través de transiciones que están basadas en la reinterpretación del patio mediterráneo. En Ibirapuera el uso de los jardines ornamentales minerales, las plantaciones y la organización del agua aparecen como materiales equivalentes en su importancia y extensión, con los que elabora su noción madura del pintoresco tropical.

Pero mientras esta colaboración con Niemeyer quedará en el papel, la fusión más íntima entre arquitectura pública y paisaje se producirá en el Museo de Arte Moderno de Reidy en Río, en el que jardines líquidos, minerales y vegetales entrarán en contacto directo con la arquitectura ascendiendo hacia sus cubiertas sin solución de continuidad, para provocar una verdadera interacción arquitectura-jardín-paisaje. Ensayará lo que luego será uno de sus motivos ornamentales más reconocidos, las olas, dos siembras de diferentes combinaciones de césped siguiendo un patrón geométrico tradicional de origen portugués, que desarrollará también a veces como mosaico pétreo. Con él enlaza la abstracción del parque natural con las tradiciones locales y los motivos plásticos postcubistas, creando uno de sus signos distintivos. Este trabajo se concatenará con el conjunto creado por la suma de intervenciones en la costa de Río, con las que dará lugar a uno de los espacios públicos más consistentes del paisajismo moderno; el formado por la plaza Salgado Filho en el aeropuerto de Santos Dumont y los jardines del Museo de Arte Moderno ya mencionados, el Acuario y Marina da Gloria, el Outeiro da Gloria, el parque y la vía parque do Flamingo, Botafogo y la Plaza Indio Cuaternac, playas de Leme y Copacabana, terminando en el arranque de la playa de Ipanema.

En definitiva, el conjunto del frente marítimo no portuario de Río, desarrollado en algunos casos como parques, en otros como paseos marítimos y en otros como vías parque, resolviendo de forma magistral la transición entre la difícil topografía montañosa, el mar y la ciudad, y dotando a la ciudad no sólo de su impronta característica sino también de una secuencia de espacios públicos que culminó en la composición de la playa como el lugar público por excelencia, en el que la igualdad y el mestizaje social se unen a la intensa experiencia sensorial del agua y el sol en contacto con el cuerpo para producir una fusión de hombre, naturaleza y artificio que Burle Marx celebra haciendo uso de todos los recursos de su pintoresco sistema moderno-tropical: las técnicas y los lugares del paisajismo se habrán desplazado así para dar cabida a las nuevas prácticas de socialización.

Estos motivos son los protagonistas de los terrenos ganados al mar para establecer una vía-parque y espacios peatonales en la playa de Copacabana. Concebidos éstos para ser divisados desde los hoteles que la flanquean o, fragmentariamente, por el peatón, razones técnicas y comerciales impusieron aquí lo que Burle Marx denominaba jardines minerales, ritmados por grupos aislados de plantaciones repetitivas proveyendo sombra —cocoteros y palmeras resistentes a los salados vientos marinos. Para los jardines minerales reutilizó una técnica tradicional portuguesa (de origen romano), el mosaico de pedrería de colores blanco, rojo y negro, que se adapta con enorme ductilidad al interés por los diseños gráficos de Burle Marx, trasunto abstraído de su ya muy avanzado dominio de los motivos botánicos tropicales.

El resultado de este conjunto, sucintamente descrito, reproduce el que Central Park tuvo para Nueva York: importantísimo elemento de cohesión social, sus cualidades ornamentales y pintorescas fueron decisivas en la creación de una identidad ciudadana con efectos positivos para su economía turística. La ciudad de Río de Janeiro, dotada de una topografía privilegiada, ejemplo ella misma de una relación íntima entre artificio y naturaleza, acogía en su franja de mayor intensidad urbana sus mejores espacios públicos en una nueva versión de la fusión naturaleza -artificio preconizada por la estética pintoresca. Brasilia, inaugurada en 1960 y diseñada en 1957 por Lucio Costa, suponía desde el punto de vista paisajístico un reto considerable al tratarse de una zona fitogeográficamente diferente, la sabana, con una vegetación xerófila que se aleja de la exuberancia del resto de ecosistemas brasileños. Desgraciadamente Burle Marx, cuyos conocimientos de las posibilidades ornamentales de esta vegetación habían ido perfeccionándose a través de sus experimentos en San Antônio da Bica, no será llamado a colaborar tras las primeras fases, perdiéndose así una oportunidad única. Participará con Niemeyer en 1961 en la urbanización de su eje monumental, concebido por Costa, y, entre otras obras menores y proyectos ejecutados, en los Ministerios del Ejército (1970) y el Palacio Itamaraty, Ministerio de Relaciones Exteriores (1965), donde dejará retazos de lo que podría haber sido una verdadera acción paisajística de escala urbana.

 

 

En Brasilia la dureza del clima impone un paisajismo de “compensación”, basado en el uso masivo de agua y plantaciones capaces de aportar frescor y sombra abundante. Pero el uso de agua para riego es problemático y la flora xerófila es de escaso porte, así que Burle Marx ensayará jardines de agua, “esculturas líquidas” en su lenguaje, como forma de optimizar el uso de agua en dicho contexto —invirtiendo con islas vegetales la configuración tradicional de un jardín. También propondrá jardines minerales con parterres de xerojardinería así como jardines interiores -“cautivos” en su terminología, cobijados por la arquitectura, pueden reproducir la vegetación húmeda de la selva. Estas tres estrategias de probada eficacia darán cuenta de los recursos ya no solo plásticos y botánicos sino ecológicos que marcan la madurez del autor, que habrá extendido el repertorio de la arquitectura del paisaje a todo el espectro del espacio público a través de su taxonomía de jardines vegetales, minerales, líquidos y cautivos, con la que esconde eufemísticamente todas las tipologías del espacio público exterior e interior, entendidas bajo su prisma pintoresco.

Burle Marx es ya un verdadero arquitecto del espacio público, dotado con todos los recursos que el paisajismo, la botánica, la arquitectura y las artes plásticas ofrecen. Habrá extendido también el alcance de su dominio de la botánica al de la ecología, apasionado ya en los setenta por los procesos de aclimatación y adaptación, y plenamente consciente de los peligros inminentes que amenazaban a la riqueza del patrimonio vivo brasileño. Su campo de acción preeminente en los últimos años pasará a la divulgación y lucha ecológica, cerrando su trayectoria como un desplazamiento desde el paisaje a la botánica y desde ésta a la ecología, en etapas cuyo encadenamiento no supone oposición sino complementariedad. En este sentido debe entenderse su creciente interés por lo que denominó irónica pero certeramente “ecologías artificiales”, asociaciones experimentales a las que se aficionó en su última etapa, en las que la flora autóctona se combina con la proveniente de otros países de clima tropical/subtropical hacia los que sus viajes comenzaron a abrirse a partir de 1947, estudiadas en todos sus elementos —suelo, clima, compatibilidad mutua etc.—, para crear micro-paisajes enteramente artificiales con apariencia de reproducción fiel del medio natural, un tipo de trabajo sin duda “pintoresco”, que explica en sí mismo la apertura y orientación estética de su militancia ecologista.

Burle Marx supone una ratificación y extensión de la oportunidad de las técnicas y temas de intervención que Olmsted ideó y realizó, en relación a la figura del landscape architect. Una ratificación en un contexto completamente diverso, marcado por diferencias geográficas que obligaron a una apasionante evolución de las concepciones y los lugares pintorescos, y por nuevas ideas plásticas que obligaron a su vez a hacer evolucionar la forma en la que naturaleza y artificio interactuaban para dar cabida al espacio público.

Expandida porque encontró y dio forma a los lugares públicos de las grandes metrópolis tropicales y subtropicales en el momento mismo que éstas pasaban a crear el cinturón superpoblado que hoy caracteriza al mundo, inexistente al comienzo de la modernidad. Expandida, porque Burle Marx llega, en algunas de sus mejores colaboraciones con Reidy, Levi y Niemeyer, a integrar arquitectura y paisaje en un proceso continuo que no acepta el dualismo implícito a la concepción de Olmsted entre lo natural y lo artificial, sino que abarca todo el espectro de lo público. Expandida también porque lograr la síntesis que su obra supone implica un gran esfuerzo creativo, en un contexto que escindía científica y culturalmente artificio y naturaleza y entendía esta última como un sistema inestable y caótico, frente al modelo armónico y unificado idealizado en tiempos de Olmsted.

Expandida también porque contribuyó a la divulgación de los efectos negativos del desarrollo industrial sobre el ambiente en contextos locales —empobrecimiento de la biodiversidad y de las sociedades indígenas con economías directamente vinculadas al medio—, y globalmente —síntesis bioquímica de la atmósfera, agotamiento de los recursos energéticos, sobrecalentamiento de la tierra—, ayudando a entender aquella naturaleza que en tiempos de Olmsted emanaba leyes éticas de la democracia, beneficiosa socialmente por su implícito valor educativo, como uno de los grandes retos políticos creados precisamente por el desarrollo de las democracias occidentales.

Su obra recorre así ejemplarmente los temas del siglo XX, enlazando al turbulento universo expresionista y nihilista con la actual sensibilización política y cultural hacia el medioambiente, mostrando lo que en otros momentos hemos denominado vigencia y elasticidad del programa pintoresco. Pero también debe decirse que se trata de una obra paradójica: por una parte, indiscutiblemente conclusiva, de síntesis, que da salida a problemas que lo eran esencialmente desde la óptica moderna y que en ella deben entenderse en marcados, como síntesis conclusiva y reflejo de un mundo “moderno”. Pero, por otra, con una dimensión visionaria, aquella que vendría en parte de la lúcida asimilación de los procesos ecológicos a los procesos de mestizaje cultural como germen de lo público contemporáneo. Sus “ecologías postindustriales”, en afortunada expresión de Frampton, iluminan las condiciones de integración sincrética en las que paisajismo y espacio público deben resolverse hoy, así como su sentido estético, poniendo en valor el rico despliegue ornamental de sus obras, como una verdadera necesidad para obtener la identificación entre ciudadanos y ciudad, entre habitantes y espacio público. El legado de Burle Marx es también éste; un legado a favor de la belleza, en contra de tantos determinismos sociales, funcionales o científicos; un legado que pone en relación unívoca arte, naturaleza y arquitectura.

 


Este texto es un capítulo del libro de Iñaki Ábalos Atlas pintoresco. Volumen 2: los viajes. y se publica aquí con permiso del autor.

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