Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
11 octubre, 2015
por Juan Palomar Verea
Las botellas de plástico (PET) constituyen una real amenaza para la ecología de ciudades y campos. Por todos lados abundan: tiradas en la calle, tapando bocas de tormenta, rebosando basureros, cubriendo los bordes de las carreteras, contaminando valles, bosques, cuerpos de agua. Este plástico tarda cinco siglos en desintegrarse.
Según datos recientes (de la organización Fan México, reproducidos en la publicación del Iteso Cruce Nº 622), nuestro país es el mayor consumidor en el mundo de botellas de PET (siglas derivadas de la composición de estos contenedores elaborados con el plástico denominado Politereftalato de etileno).
Siguiendo esa información, México consume 780 mil toneladas de PET al año. Dividiendo entre el estimado de la población nacional, esto quiere decir que a cada habitante le corresponden anualmente casi 8 kilogramos de botellas. Lo anterior significa casi una botella diaria “eliminada” por persona.
La mayor parte de estos desperdicios (sólo 30% son reciclados) va a dar, en el mejor de los casos, al servicio de recolección de basura –y sus deficientes tiraderos- y lo demás es aventado por donde sea con la irresponsable prodigalidad que todos podemos comprobar a diario. Total, 90 millones de bombas anti-ecología de plástico no degradable, que se van acumulando cada año al general deterioro de nuestro medio ambiente.
Por supuesto, los intereses creados que impulsan el uso de botellas de PET son enormes. Y para la población su utilización es aparentemente conveniente: hasta que cada quien haga conciencia del daño que sobre su medio ambiente genera. Y este daño, tarde o temprano, se revierte, amplificado, sobre cada individuo.
Las universidades deben ser enclaves líderes en el pensamiento y las propuestas para mejorar a la sociedad. Es de aplaudirse que el Iteso lleve ya adelante acciones para reducir drásticamente el uso del PET en su campus, y por extensión, en los ámbitos vitales de toda su comunidad. (Ya desde 2008 se eliminó en esa institución el uso del unicel.) Sería esperable que todas las demás universidades y centros académicos y/o escolares de Guadalajara y del estado siguieran esa iniciativa. Y más: todas las instancias de gobierno de los tres niveles deberían hacer lo mismo.
Como se ha mencionado, el reto no es fácil. El PET es “barato” (en realidad, con su huella ecológica sale carísimo); y es un enorme y cómodo negocio para fabricantes y embotelladores. Pero el bien común y la salud ambiental deben prevalecer, máxime que somos testigos del cada vez más preocupante deterioro del medio ambiente.
Hay interesantes ejemplos de racionalidad responsable: en París están por prohibirse todas las bolsas de plástico. En Francia se ha propuesto una ley para que sea obligatorio aprovechar toda la comida que normalmente se desperdicia por toneladas. Entre nosotros, alguien tiene que tomar, en serio, este tipo de iniciativas. Y buscar, con responsabilidad, alternativas inmediatas.
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