Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
29 marzo, 2016
por Juan Palomar Verea
Es algo fundamental. Probablemente es uno de los principales indicadores del grado de civilización, de respeto por la comunidad, que alcanza una ciudad. Las banquetas son la primera manifestación de la dignidad del individuo al utilizar el espacio público. Y hay tanto por hacer en Guadalajara. Las banquetas son la continuación, en el ámbito público, del derecho a la habitación digna que tiene su origen y reducto en el espacio privado, en la casa de cada quien.
Hay una larga inercia histórica que es necesario volver consciente, y hacer evidente, para entender el cotidiano menoscabo de la presencia peatonal –que debiera ser soberana- en las calles. Consiste en la mezcla de ingenuidad e irreflexión con la que históricamente fue recibido el tráfico rodado en los contextos urbanos. Este factor se acentuó, y profundizó a niveles críticos, con la llegada de los primeros vehículos de combustión interna a Guadalajara.
Se dice que a principios del siglo pasado llegó el primer automóvil a las calles tapatías. Podemos imaginar la expectación y el asombro que la llegada del nuevo protagonista callejero causó entre la comunidad. De allí a la admiración casi reverencial debió medir un paso. El vehículo de motor fue declarado tácitamente el actor central y la representación tangible de una anhelada modernidad. Un triunfo de la tecnología de la época que prometía, ilusoriamente, una vida más confortable y práctica para todos.
De por sí, los anteriores carruajes de tracción animal, que se siguieron usando un buen tiempo, consumían grandes espacios callejeros. De allí también lo exiguo de las incipientes banquetas, de allí los indispensables guardacantones que se instalaban en esquinas y portones para paliar los daños de las maniobras mal calculadas de estos vehículos.
Pero, con la llegada de los automóviles, esta situación se vio reforzada y llevada a sus extremos: máximo espacio para los vehículos, mínimo –un peor es nada- para los transeúntes. Al fin que la gente de a pie es capaz de avanzar en fila india y de sortear obstáculos con mucha mayor facilidad que las estramancias rodantes.
Y esta tendencia, reflejada muy concretamente, se expandió junto con la ciudad. Basta revisar las secciones viales de centenares de calles de la zona urbana central, y de muchos otros rumbos citadinos. No existió en ellas ni la mínima racionalidad que asignara el espacio apropiado al tráfico rodado y una porción digna y amplia para las banquetas y para su indispensable arbolado. Esto se puede comprobar a la fecha en múltiples contextos.
De un tiempo a esta parte se han hecho, por fortuna, esfuerzos por dotar a ciertas secciones viales de la elemental racionalidad que devuelva al peatón su esencial dignidad, su indiscutible primacía en la ciudad. No ha sido más que un inicio de una medida que debe extenderse por toda la mancha urbana: sería un verdadero movimiento ciudadano que recuperaría la jerarquía humana sobre el accionar de las máquinas rodantes, sobre –precisamente- la deshumanización de la ciudad. Sería una toma de conciencia comunitaria.
Es una batalla que apenas empieza: los loables esfuerzos del actual programa “Banquetas libres” son el principio de la recuperación de un territorio invadido y envilecido por la inconsciencia, la dejadez y el desorden. Es muy deseable que, después de recuperar una mínima dignidad de las actuales banquetas, este programa avanzara con aún mayor ambición rumbo a la reconversión integral de los espacios peatonales. Racionalizando las secciones viales, ampliando en todos los ámbitos posibles las banquetas, dotándolas de forestación adecuada y mobiliario urbano.
Es un tema de la mayor importancia. Nos hemos acostumbrado a que las banquetas sean una especie de residuo arrinconado por el tráfico automotor. Recuperar y potenciar las banquetas tapatías puede y debe ser un auténtico renacimiento de la dignidad ciudadana, una renovación del pacto comunitario por tener una ciudad propicia para una vida plena.
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