Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
16 noviembre, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Para la arquitectura exponerse es un riesgo. Se supone que la arquitectura consiste en ponerse, en colocarse o situarse. En estar ahí y no en otra parte. La arquitectura, la buena —dicen—, es aquella que entiende y sabe medirse con el lugar que ocupa, la que le saca partido y aprovecha su potencial. La arquitectura, pues, supone saber de posturas y posiciones, pero no siempre funciona bien exponiéndose. Hay quienes insisten en que la arquitectura sólo puede entenderse in situ. Me parece que esa idea —la teoría wagon-lits de la arquitectura— es falsa, pues la arquitectura no está en los edificios —o no sólo ahí.
En su libro El erotismo Georges Bataille escribió: “El objeto del deseo es diferente del erotismo, no es el erotismo entero, sino el erotismo de paso por él.” Podemos decir lo mismo de la arquitectura: el edificio es diferente de la arquitectura. No es el edificio la arquitectura entera sino la arquitectura de paso por él. La arquitectura es un pasaje, un paso o, más bien, un ritual de paso. Sí, es cierto: está en el edificio, como el poema está en el texto y en el lenguaje o la imagen en la nube, el manchón o el escupitajo —piénsese en Francis Bacon y sus borrones o, mucho antes, en Leonardo estudiando atentamente las paredes sanguinolentas de un hospital de tuberculosos para ver qué podían imaginar con eso. Está ahí, de acuerdo, pero hay que sacarla, es decir: ex-ponerla.
Ver arquitectura —entendida al menos en el sentido disciplinar, clásico— nunca es un acto ingenuo, ni siquiera si es inocente, primordial u originario. ¿Qué vemos en el cubo —se preguntó alguna vez Bernard Tschumi— la geometría de la caja con seis lados o la idea de cubo? —y recordemos que el significado del origen griego de la palabra idea, eidos, es justamente imagen. Las exposiciones, los festivales y las bienales de arquitectura quieren servir para eso: para sacar la arquitectura de su lugar y mostrarla —de-mostrarla, digamos— como idea y como imagen, como un acto de la imaginación, pues —la arquitectura, según escribió el filósofo inglés Roger Scruton, es siempre imaginaria, es decir, un acto de la imaginación.
Por supuesto que esa ex-posición tiene algo de violento, de forzado y, retomando la analogía erótica, puede llegar incluso a lo pornográfico —sin que haya ningún moralismo o sentido peyorativo en el término: la pornografía, siguiendo a Baudrillard, es simplemente la realidad más real que lo real. Una imagen es pornográfica no sólo —ni exclusivamente— por mostrarnos un acto sexual, sino por exhibirnos de manera acaso forzada lo que no normalmente nunca vemos de esa manera. Por eso, seguramente, Humberto Ricalde calificaba de pornográficas a muchas revistas de arquitectura que muestran los edificios de un modo como nunca podemos verlos en realidad: demasiado cerca, demasiado iluminados, demasiado despoblados, demasiado pura construcción y poca arquitectura. Ese ha de ser el gran reto tanto de las revistas como de las exposiciones, de las bienales y de los festivales de arquitectura: ex-ponerla, enseñarla mediando —negociando, como hoy tanto se dice— entre el mostrar y el demostrar, entre la sugerencia erótica y la evidencia hiperrealista pornográfica, intentando lograr la coincidencia —aunque sea pasajera— entre la idea y la imagen.
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