Carme Pinós. Escenarios para la vida
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2 octubre, 2015
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
En 1964, refiriéndose al proyecto del Conjunto Urbano Nonoalco-Tlatelolco, Mario Pani escribe en laRevista Banobras –una de esas revistas que servía para promocionar los logros arquitectónicos modernos que venían auspiciados por esta institución bancaria– que su proyecto y visión se enmarcaba dentro de la “revolución pacifica” que se había propuesto el Gobierno de aquella época. Su texto recogía así otra sentencia realizada por el Presidente López Mateos donde destacaba que “una revolución pacífica evita una revolución violenta”.
Sin querer perder el aire revolucionario (e institucional), heredero de principios de siglo, ambas ideas remiten a aquella otra con la que Le Corbusier cierra su libro Vers une architecture, y que se resume en una disyuntiva: Arquitectura o Revolución. La frase juega con un doble sentido, de un lado nos habla de una revolución necesaria para la arquitectura que sustituya el “trasto viejo, saturado de tuberculosis” en que se había convertido la casa con la ciudad industrial; de otra parte la arquitectura moderna que proponía era una alternativa a la violencia y sublevación. Sin embargo, el libro acaba por resolver la disyuntiva con una frase -que LC escribió a mano sobre el manuscrito original- que impide cualquier posibilidad de elección: “La sociedad desea violentamente una cosa que obtendrá o no. Todo depende de eso, del esfuerzo que hagamos y de la atención que acordemos a esos síntomas alarmantes. Arquitectura o revolución. Podemos evitar la revolución”.
Escrito en 1923, Le Corbusier sabía –y conocía– que el fantasma que recorría Europa se había levantado tan sólo unos pocos años antes en la Unión Soviética se había convertido el una amenaza para sus vecinos. Para el suizo, la revolución significaba el caos, y era la consecuencia lógica de una sociedad molesta que había perdido su modo y calidad de vida por culpa de la ciudad industrial, lugar enfermizo para el cuerpo y el espíritu. Así, la arquitectura –su arquitectura– era para LC la única salida posible la sublevación de una población civil descontenta.
Los distintos gobiernos Europeos, conscientes de esta problemática, y necesitados además de la construcción rápida de vivienda tras la guerra, acaban por aceptar las ideas de esta nueva arquitectura, que a partir de entonces se vuelve, más claramente, un producto industrializado, en serie, homogéneo y de volúmenes claros y blancos. Como el París del Barón Haussmann, el nuevo diseño urbano aparecía alumbrado bajo necesidades sociales e higiénicas. El mundo necesitaba limpiar la ciudad –sacar la basura fuera, habría que decir– y la arquitectura era el método para lograrlo. Manifestaba, sin embargo, otro aspecto, más oculto en los libros de arquitectura, que le daba a la arquitectura potencial suficiente como para transformarse en un elemento de dominación y control. El París hausmanniano permitía la represión de las revueltas y la modernidad, con lógica similar, se convertiría en una herramienta de vigilancia (1).
Cuarenta años después, cuando la propia arquitectura moderna estaba cuestionándose sus propias ideas, México apostaba por un gran proyecto de Estado que recogiera las principales ideas modernas: el Conjunto Habitacional Adolfo López Mateos Nonoalco Tlatlelolco. Definido como una supermanzana o una ciudad dentro de la ciudad –conformada por casi 12,000 viviendas con hospitales, escuelas, centros deportivos, cines y teatros– alejada del ruido, la suciedad y el malestar, se confeccionó como una Tabula Rasa que eliminó la “herradura de tugurios” que se ubicaba en aquella zona previamente, pero manteniendo los restos heroicos que allí se habían dado en el pasado. Así, la Plaza de las Tres Culturas –centro del nuevo proyecto urbano– representaba los tres poderes y legados que ahí se encontraban, el prehispánico, el colonial y el liberalismo que traía consigo la modernidad. La modernidad construía un nuevo lenguaje de Estado, publicitado por anuncios, revistas y fotógrafos, libre de todo historicismo y traía, por supuesto, el progreso, la idea de un futuro mejor: nuevos materiales constructivos y, especialmente, nuevos espacios por aprehender.
Quizás por esa falta de conocimiento sobre su forma de uso, los espacios de la modernidad mexicana de mitad de siglo se convirtieron en escenario perfecto para la protesta y la búsqueda de nuevas formas y lugares de representación. Podemos imaginar el proyecto de CU ocupada por los estudiantes, pero especialmente la mencionada Plaza de las Tres Culturas donde, el día 2 de octubre de 1968, se materializó “una matanza indiscriminada que acabó con las manifestaciones del descontento popular” (2). La arquitectura moderna se convertía en testigo mudo del fracaso político y cumplía fríamente aquello que rezaba su concepción original: “¿Arquitectura o revolución? (…) Podemos evitar la revolución”.
(1) Véanse los trabajos de Beatriz Colomina como Arquitectura y publicidad o La domesticidad en guerra.
(2) ADRIÀ, Miquel. Un intruso en Tlatelolco. En arquine.com
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