Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
5 enero, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Veo una puerta y se que por ahí se puede entrar o salir. Eso es lo que quiere decir la puerta, lo que comunica, incluso si por esa puerta específica no se puede ni entrar ni salir —porque está cerrada con llave y no la tenemos, porque está prohibido usarla sin autorización expresa o porque realmente no es una puerta y sólo está ahí para completar la composición del muro, pero el marco no tiene goznes que permitan que la hoja gire y, si lo hiciera, el muro continúa y no es posible salir o entrar. Para Umberto Eco, ese era uno de los problemas con los que se enfrentaba al intentar plantear una semiótica de la arquitectura.
Al día siguiente de que Paul Virilio naciera en París, el 5 de enero de 1932 nació Umberto Eco en Alessandría, una pequeña ciudad del Piamonte, en Italia. Eco estudió filosofía y letras en la Universidad de Turín. En 1962 publicó Obra abierta, una colección de ensayos cuyo título, según el mismo Eco, se convirtió en un eslogan y que, pasando por la música, las artes visuales, la cibernética y hasta el Zen, proponían que la riqueza de una obra artística no estaba en la determinación formal cerrada de la misma sino en la capacidad de entenderlas como campos de posibilidades abiertos a múltiples lecturas. En 1968, Eco publicó La estructura ausente, una investigación ya propiamente desde la semiótica. La tercera sección de ese libro se titula La función y el signo y está dedicada expresamente a la arquitectura. ¿Por qué la arquitectura desafía a la semiótica?, se pregunta Eco, “porque, en apariencia, los objetos arquitectónicos no comunican (o al menos no han sido concebidos para comunicar), sinio que funcionan.” Una puerta, una ventana o una escalera, son posibilidad de función: se puede entrar o salir por la puerta, asomarse por la ventana o subir por la escalera. Entonces, continúa Eco, “el primer problema que se plantea es el de saber si las funciones se pueden interpretar también en su aspecto comunicativo.”
Eco cita a Roland Barthes, para quien “desde el momento en que existe sociedad, cualquier uso se convierte en signo de ese uso,” y afirma que, por ejemplo, una cuchara “promueve cierta manera de comer y significa esta manera de comer.” En el caso de la cuchara es evidente que no sólo comunica que es un utensilio para comer sino que su uso significado va acompañado de una serie de reglas y convenciones que rebasan el hecho de usar la cuchara para comer. En los términos de Eco, la cuchara denota la posibilidad de usarse para llevar la sopa del plato a la boca, pero connota una serie de reglas sociales y culturales que explican cómo usar cierta cuchara para cierto tipo de comida y de cierta manera y tienen mayores implicaciones —como lo que algunos aun llaman buenas costumbres a la hora de sentarse a la mesa. Lo mismo pasa con la arquitectura o, más bien, los elementos que la componen. “La escalera me estimula a subir, aun sin verla y subiendo el primer escalón a oscuras.” Pero la escalera también significa: “no denota solamente una función, sino que implica una determinada concepción de la manera de habitar y de su utilización; connota una ideología global que rige la operación del arquitecto.” Eso hace que a “un hombre primitivo habituado a las escaleras y los planos inclinados,” se revele “totalmente incapaz ante un ascensor: las mejores intenciones del proyectista no alcanzan para hacerlo manejable por el ingenuo,” agrega Eco, porque “no posee el código del ascensor.” Por lo mismo, concluye Eco, “podemos darnos cuenta de que todas las místicas de «la forma sigue a la función» son precisamente místicas si no se apoyan en una consideración de los procesos de codificación.”
En 1980 Umberto Eco publicó su primera novela, El nombre de la rosa. Académico al fin, tres años después Eco escribió Apostillas a El nombre de la rosa. Ahí dice que una obra —un texto, en ese caso— “produce sus propios efectos de sentido,” independientemente de la voluntad del autor —por algo es una obra abierta—, quien “debería morirse después de haber escrito su obra para allanarle el camino al texto.” El autor, agrega Eco, “no debe interpretar. Pero puede contar por qué y cómo ha escrito.” Eco cuenta, entre otras cosas, por qué escogió el Medioevo como época para su novela: porque tenía ganas de envenenar a un monje pero, también, porque es un experto en esa época. En un capítulo titulado “La novela como hecho cosmológico”, Eco dice que “para contar lo primero que hace falta es construirse un mundo lo más amueblado posible, hasta los últimos detalles.” El primer año en que trabajó en su novela, “estuvo dedicado a la construcción del mundo.” Saber cuántos personajes habrá —aunque no digan o hagan nada— y quiénes son y de dónde vienen, pero también edificar el espacio en el que se moverían: “de allí —dice— las extensas investigaciones arquitectónicas, con fotos y planos de la enciclopedia de la arquitectura, para determinar la planta de la abadía, las distancias, hasta la cantidad de peldaños que hay en una escalera de caracol.” Para Eco, el ritmo de su texto —que si fuera un poema vendría por la métrica del verso— lo dio “el mundo subyacente,” construido por él mismo y que obliga a los personajes a seguir sus leyes.
Hay en eso otra lectura posible de la arquitectura según Eco: no por su función ni por su significado, no por lo que denota o por lo que connota, sino por lo que hace posible: una obra abierta que es, también, una estructura presente que tanto abre posibilidades a ciertas acciones como las condiciona.
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