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Arquitectura, estética y sentido humano

Arquitectura, estética y sentido humano

8 enero, 2016
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo

La arquitectura es un vehículo de los valores de una sociedad. Lo es por la explotación de recursos (humanos y naturales) así como por el uso de materiales y sus estrategias de ocupación del territorio. En otros términos, la arquitectura transporta el potencial humano de una época, además de por los componentes formales y estilísticos, por el sistema económico y de producción del que depende la realización de los diseños. En este sentido, la formación del arquitecto exige, de menos idealmente, una altísimo sentido de comunidad, responsabilidad social y sensibilidad por las necesidades humanas.

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Ya desde hace miles de años, Vitruvio lo dejó muy claro en sus libros sobre arquitectura (que vale decir, fueron mucho más allá para tocar la ingeniería, el urbanismo, la política e incluso la guerra a través de máquinas de destrucción). Para el cosmos vitruviano y su orden urbano, las ciudades estaban compuestas por elementos que tenían un lugar y extensión definida que respondía a la cosmovisión de su tiempo. El teatro y el templo, por ejemplo, no podían construirse arbitrariamente en puntos cualesquiera. El teatro demandaba de una acústica y limpieza atmosféricas favorables a la puesta en escena y el espíritu detrás de las artes teatrales. Por su parte, el templo ocupaba un lugar importante no nada más geográfica sino políticamente: debe estar en ciertos sitios de la urbe para la protección de los habitantes y como salvaguarda del bienestar de la ciudad.

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Milenios después, Frank Lloyd Wright dedicó profundas reflexiones a la educación como principio de desarrollo social. Para el norteamericano, “el sistema educativo es el abuso de la manada.” Y más punzante todavía: “¡Esta maleza se reproduce! Los niños nacen y crecen constantemente. Arreados por millares hacia escuelas construidas en el estilo de fábricas, y manejadas como si fueran fábricas: todas producen sistemáticamente adolescentes de espíritu gregario, del mismo modo que las máquinas producen zapatos. Son fábricas de conocimiento.” Este paradigma fabril se traslada a la educación universitaria, que da continuidad a la lógica de transmisión del conocimiento descrita por Lloyd Wright en La ciudad viviente. La producción de técnicos-empresarios (incluso desde la perspectiva estética, no sólo constructiva-ingenieril) ha desplazado en mayor o menor medida la función social del arquitecto. Así, el capitalismo financiero y el carácter pecuniario de nuestra sociedad han expandido su dominio sobre los espacios de formación y educación arquitectónica (y demás disciplinas, por supuesto).

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La estela del pensamiento tecnocrático y el utilitarismo absurdo deja huellas monstruosas en las ciudades contemporáneas, más en una como la capital mexicana: edificios se alzan a diario en cada esquina, sin ton ni son; edificios pequeños, medianos o colosales más bien feos, destinados a centros comerciales, oficinas, centenares de apartamentos minúsculos en terrenos vastos, construcciones que sacrifican el espacio público en aras de la explotación monetaria de los predios. Irónicamente, la racionalidad económica deviene en la destrucción ambiental; en otras palabras, la inteligencia esclava de la avaricia y la ambición se consume a sí misma y destruye la posibilidad de aspirar al bienestar que promete.

Me pregunto si seguiremos sometidos a lo que  Sigfried Giedion, en la conclusión de su voluminoso estudio sobre arquitectura moderna, Espacio, tiempo y arquitectura, denominó como la gran paradoja de nuestro tiempo: “se ha vuelto más difícil sentir que pensar.” Sin duda hay una crisis moral que se ve reflejada en las formas de construcción. También nuestra sensibilidad y sus modos de representación viven tiempos de crisis. Así, una revolución educativa se antoja urgente, si no es que ya vemos brotes de ella. En la utopía de Lloyd Wright, la educación arquitectónica pretendía metamorfosear en algo mucho más fructífero para la vida citadina: “Aún en el marco de nuestro cerebral sistema académico —que educa ahora a la juventud en la escuela de la pedantería— quizás podamos ser testigos de la transformación. (…) El joven arquitecto aprenderá de nuevo a construir como lo hicieron los grandes maestros populares, como compusieron los grandes los maestros de la música: aportar del hombre mismo, y por amor al arte del hombre.”

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Hoy más que nunca, en la era de la explotación irracional de recursos, de la construcción de edificios sin identidad, en un mundo cada vez más desordenado, asimétrico, arrítmico, me pregunto si la máxima de Pedro Ramírez Vázquez, contenida en su libro El espacio del hombre, resuena en los centros de formación de arquitectos: “Ni el logro estético ni la hazaña técnica son metas válidas si no cumplen con sus objetivos básicos de servicio a la vida humana.” Mejor ya ni preguntarme si leen a Vitruvio, Giedion o Wright. Porque leer, lo que se dice leer, es cada vez más raro entre los estudiantes universitarios, no sólo los arquitectos. Entonces, ¿cómo consolidar una arquitectura integral, que considere sistemas de poder y reglas compositivas compatibles con las necesidades humanas?

Parece un reto cotidiano no sólo de arquitectos contra constructores e inversionistas, sino de ciudadanos contra políticos corruptos y, en última instancia, de la vida contra la muerte. Hoy dependemos de las grandes ciudades para sobrevivir. Lloyd Wright de nuevo: “el verdadero estudio es una experiencia”. Idealmente, una experiencia de la realidad para la que se va construir. Dice él mismo: “Todo excelso valor arquitectónico es valor humano, o bien carece absolutamente de valor. Los valores arquitectónicos son siempre fuente de vida, jamás formas de muerte”. Si dijimos que el arquitecto está “al servicio de la vida humana”, entonces el estudio debe ser una “experiencia” constante para la creación, preservación y comunicación de valores humanos. ¿De qué valores nos hablan estas tendencias constructivas descritas anteriormente, donde ni siquiera el individuo al que apelan tiene cabida? ¿Hay algún beneficiario –real– de la destrucción del entorno? Más todavía, ¿podemos llamar arquitectura a la edificación que trae consigo la destrucción del entorno? ¿Cuál es el futuro que estas edificaciones auguran?

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