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Columnas

Arquitecto por un día

Arquitecto por un día

28 septiembre, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Hay días para todo. Nacionales —el 4 o el 14 de julio, el 16 de septiembre— y otros que celebran ciertas religiones. También hay días como el primero de mayo, que es casi mundial, o el de la mujer, aunque el de la madre no es el mismo día en todos lados. Desde 1996 el primer lunes de octubre es el Día Mundial de la Arquitectura, por soberana decisión de la Unión Internacional de Arquitectos (UIA). Ese mismo es el Día Mundial del Hábitat —instituido por la ONU— y alguien —probablemente un arquitecto de tendencias entre heideggerianas y ecológicas— supuso que van pegados: que si el hábitat es el lugar donde habitamos algo debe de tener de arquitectura —al menos en el grado cero de una arquitectura primordial y originaria. En México, además de ser el día del hábitat y el día de la arquitectura, también es el día del arquitecto. Supongo que alguien más —probablemente otro arquitecto, convencido de que el orden de los factores no altera el producto— supuso que si los arquitectos hacen arquitectura, entonces la arquitectura es asunto de arquitectos, y que habría que celebrar al mismo tiempo que al hábitat y a la arquitectura a los indispensables arquitectos.

Supongamos que lo primero es relativamente cierto, que arquitecto es quien hace arquitectura, aunque de ningún modo, pienso, hacer arquitectura implique necesariamente ni construir ni hacerla bien: hay arquitectos que construyen mala arquitectura —muchos— y otros que hacen buena arquitectura aunque nunca o rara vez construyan algo —o, más bien, la arquitectura se construye de varias maneras, pero eso es otro asunto. En cambio, asumir que la afirmación inversa, es decir, que la arquitectura la hacen los arquitectos, es cierta tiene consecuencias que incluso cambian el sentido de la primera —que arquitecto es quien hace arquitectura. Porque si suponemos —como de algún modo lo hizo la UIA al hacer del día del hábitat también el de la arquitectura— que ocupar un lugar habitándolo es una acción arquitectónica, entonces podemos también decir que se hace arquitectura estando en el mundohabitar es la estancia entre las cosas, dijo Heidegger. O, dicho de otro modo, que habitar y hacer arquitectura son, en el fondo, lo mismo —y si ser es habitar, de nuevo según Heidegger, no podemos ser sin hacer arquitectura o, más bien, por el mero hecho de ser haremos arquitectura —eso dijo en cierto sentido Eugenio Trías, para quien la arquitectura es, en su forma más básica, lo que hace que el espacio tenga un sentido humano; o también Peter Sloterdijk, quien dice que todos somos arquitectos de interiores al acondicionar el mundo para habitarlo.

Entonces, si arquitecto es quien hace arquitectura, arquitectos somos todos. Al contrario podríamos suponer que la arquitectura, sí, se hace al habitar pero que eso no implica que quienes la hagan de ese modo sean necesariamente arquitectos: puede haber una arquitectura sin arquitectos y el arquitecto sería un especialista en eso que todos hacemos: habitar. Algo así como el poeta es un especialista en eso que todos hacemos: hablar. Aunque la comparación es peligrosa: abre la puerta a un romanticismo superficial de quienes no piensan la poesía más que como rimas y olvidan que también el novelista y el filósofo son, en un sentido amplio, poetas —y así, también, se habita: pleno de méritos pero como poeta el hombre habita en la tierra, dijo Hölderlin y lo citó, una vez más, Heidegger.

Pero eso —que el hábitat es arquitectura y por tanto todos somos arquitectos y habitamos poéticamente— no creo que sea realmente el tema central de la celebración del próximo lunes. En un país con 120 o más escuelas de arquitectura, la mayoría malas, con asociaciones gremiales que no son ni de lejos representativas de todos quienes ostentan el título o ejercen la profesión, mucho menos de los cientos de miles de jóvenes recién egresados o aun estudiando, donde la obra pública —derivada de ocurrencias poco planeadas— es asignada de manera directa y casi siempre según criterios nada claros, donde, en fin, el trabajo de los arquitectos parece inalcanzable para buena parte de la población —y no sólo en sus casas o trabajos sino en los edificios y espacios públicos que usan—, parece más necesaria la reflexión y la reinvención que la autocelebración acrítica. Aunque es cierto, para eso último, un día no basta.

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