Gobierno situado: habitar
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24 mayo, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Jean-Nicolas Servandoni nació en Florencia en 1695. Fue uno de los seis hijos de un cochero nacido en Lyon casado con una italiana. El único que se distinguió en las artes. Pintor, escultor y arquitecto. Fue famoso por sus escenografías y decorados para festivales. Después de trabajar por un tiempo en Londres, a los 29 años llegó a París. En 1732 ganó el concurso para hacer la fachada de la iglesia de San Sulpicio, cuya construcción se había iniciado casi un siglo antes, sustituyendo la parroquia que desde el siglo XII era parte del dominio de la abadía de Sait-Germain-des-Prés. Del costado sur de la iglesia sale una pequeña calle de sólo una cuadra de largo, que termina en el lado norte del Jardín de Luxemburgo y que lleva el nombre del arquitecto de la fachada: Rue Servandoni. Ahí, en el número 11, vivió y trabajó Roland Barthes. “En un bello edificio burgués de piedra blanca y con una gran puerta de fierro forjado,” escribió Laurent Binet en su novela La séptima función del lenguaje, que narra el asesinato de Roland Barthes. Pero Barthes no murió asesinado. Al menos no oficialmente. El 26 de febrero de 1980 lo atropelló la camioneta de reparto de una tintorería cuando caminaba de regreso a su casa tras una comida ofrecida por François Mitterrand y su futuro ministro de cultura, Jack Lang. Aunque Barthes tampoco murió cuando lo atropellaron. Murió en el hospital, un mes después, de complicaciones pulmonares. Desde los 19 años, cuando en 1934 le diagnostican tuberculosis, había padecido de los pulmones. Barthes había vivido junto a su madre hasta que ella murió en 1977. Hay quien especula que, deprimido, intentó suicidarse lanzándose al paso de la camioneta.
El departamento del 5º piso —escalera B— del número 11 de la calle Servandoni, lo había comprado Barthes a mediados de los años cuarenta, gracias a una herencia de su abuela materna. Ahí vivían él, su madre y su hermano menor. También compró dos habitaciones de servicio en el sexto piso del mismo edificio. Era su estudio de trabajo. “Por primera vez en París —escribe Tiphaine Samoyault en su biografía de Barthes—, tenía una oficina separada, a la que siempre se refirió como su «habitación», en la que podía recibir invitados y tener una vida más libre.” Había mandado hacer una escotilla que conectaba el departamento del 5º piso con el cuarto del 6º para poder entrar y salir sin usar la escalera del edificio. Samoyault cita una crónica que Guy Le Clec’h publicó en Le Figaro littéraire en 1964: “Levanta una trampa en el piso de su habitación. Baja unos cuantos escalones, regresa con su abrigo y estamos listos para dejar la cabina donde se están desarrollando algunas de las ideas más cautivadoras de los últimos años.”
En 1968, el escritor estadounidense Stephen Menick estudiaba un semestre en el American Center for Students and Artists. Uno de sus profesores fue Roland Barthes. Menick escribe:
“Un sábado a fines de junio, en un Barrio Latino donde había caído una especie de toque de queda no oficial, y casi cada vez que doblabas una esquina te encontrabas con la policía del batallón antidisturbios, visité a Barthes en su apartamento de la rue Servandoni, una calle como grieta junto a la Plaza de Saint-Sulpice. Sólo vi el estudio de Barthes, una espaciosa buhardilla bajo una mansarda, ordenado, elegante, dividido en pequeños teatros: para trabajar, dibujar, y tocar musica.”
La idea de que su habitación estaba dividida en pequeños teatros, en puestas en escena, es muy cercana a lo que el mismo Barthes contaba. En una entrevista que le hizo Jean-Louis de Rambures, publicada el 27 de septiembre de 1973 en el periódico Le Monde con el título Roland Barthes: “una relación casi maniaca con los instrumentos gráficos”, Barthes dijo:
Soy incapaz de trabajar en la habitación de un hotel. No es el hotel en sí lo que me molesta. No se trata de una cuestión de ambiente, de decorado, sino de organización del espacio. (¡No en balde soy estructuralista o me califican de ese modo!) Para poder trabajar, debo poder reproducir estructuralmente mi espacio de trabajo habitual. En París, el lugar donde trabajo (todos los días, de 9:30 a las 14 —ese tiempo regular de funcionario de la escritura me conviene más que el tiempo aleatorio que supone un estado de excitación continua) se sitúa en mi habitación para dormir (que no es aquella donde me baño o donde como). Se complementa con un lugar para la música (toco el piano todos los días, más o menos a la misma hora: 14:30) y de un lugar “para pintar”, entre muchas comillas (casi cada ocho días ejerzo la actividad de pintor de domingo —necesito entonces un espacio para los manchones). En mi casa de campo, reproduje exactamente estos tres lugares. No importa si no están en la misma habitación. No son los muros sino las estructuras lo que cuenta.
Pero eso no es todo. Hace falta que el espacio de trabajo, propiamente dicho, esté dividido a su vez en cierto número de microlugares funcionales. Debe haber una mesa (me gusta que sea de madera, me relaciono bien con la madera). Y al lado otra mesa donde pueda amontonar las diferentes cosas con que trabajo. Y hace falta un lugar para la máquina de escribir y un pupitre para mis notas y fichas de microplaneación, para los tres días que siguen, y macroplaneación, para el trimestre. (Nunca las veo, pero su presencia me basta.)
En su libro Roland Barthes par Roland Barthes, publicado dos años después que esa entrevista, Barthes resume la descripción anterior acompañando algunas fotografías que lo retratan trabajando:
Mi cuerpo sólo está libre de todo imaginario cuando reencuentra su espacio de trabajo. Este espacio es en todas partes el mismo, pacientemente adaptado al goce de pintar, de escribir, de clasificar.
En 1976, cuando su madre ya estaba bastante enferma, Barthes rentó un departamento en el segundo piso, mudándose ahí con ella y dejando a su hermano el del quinto. Ese mismo año dictó su curso ¿Cómo viviremos juntos? en el Colegio de Francia. Tras la muerte de su madre, Barthes siguió viviendo en el segundo piso, pero usaba cada vez menos su cuarto del sexo. En su libro The Afterlives of Roland Barthes, Neil Badmington cita a Barthes escribiendo entonces: “¿Cómo voy a vivir aquí, completamente solo?”
Hace unos años, en algunas publicaciones francesas de bienes raíces, apareció un breve anuncio acompañado, también, de varias fotografías: una agencia inmobiliaria y de decoración había “renovado este apartamento parisino, de apenas 25 metros cuadrados, en tonos neutros y elegantes (chics). Antigua oficina del escritor Roland Barthes, este apartamento de dos piezas conserva su bello parqué y sus volúmenes atípicos, al mismo tiempo que reencuentra una segunda juventud.” Entre las fotografías, una que enmarca la ventana abierta, confirma lo que Barthes escribió en su texto sobre la Torre Eiffel, publicado en 1964:
No hay casi ninguna mirada parisina a la que no toque en algún momento del día; cuando, al escribir estas líneas, empiezo a hablar de ella, está ahí, delante de mí, recortada por mi ventana; y en el mismo instante en que la noche de enero la difumina y parece querer que se vuelva invisible y desmentir su presencia, he aquí que dos pequeñas luces se encienden y parpadean suavemente girando en su cima.
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