Amoxtli in tlaquetilistli. Un libro sobre dos piedras y dos volúmenes sobre arquitectura
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¡Felices fiestas!
22 junio, 2017
por León Villegas
La ciudad, entendida como el artefacto más complejo jamás logrado por la humanidad –siendo esto ya un aforismo–, eleva su complejidad cada segundo. El espíritu de la ciudad se entiende a partir de las relaciones entre aquellos que la habitan y las estructuras que la posibilitan. Relaciones que trascienden a las generadas por la masa informe de la población que simplemente la transita, siendo las definitorias las que hablan de, desde y para la ciudad, generadas por quienes activan las estructuras y les dan significado. De estas relaciones resultan una diversidad de manifestaciones, públicas y privadas, formales e informales, estáticas y en movimiento, en exigencia de derechos cívicos o simplemente en la búsqueda de una voz que pueda definir lo que es verdaderamente urbano. Una de estas manifestaciones emerge desde la cotidianeidad, apelando a instintos humanos muy básicos: competitividad, velocidad y dominación, pero también al de creación de comunidad, se llama Alleycat Race.
La Alleycat Race surge desde la comunidad de mensajeros ciclistas, que, en su devenir diario, se enfrenta a la adversidad de una ciudad que a la vez les da refugio. Es una competencia abiertamente clandestina, contra el tiempo, contra los sistemas establecidos de movilidad. La habilidad, la agilidad y la osadía son los requerimientos mínimos para competir. Organizados en reducidos crews de ciclistas, los alleycats se lanzan a la conquista de la ciudad. Es una competencia no de ruta sino de manejo espacial, de mapeos y de sondeos, de cartografías mentales en constante transformación.
La Alleycat es una declaración, un acto de rebeldía, de apropiación y de dominación del territorio. Pone en evidencia la obsolescencia de los sistemas de transporte individual motorizados, en continuo letargo, a paso cansino en la trama que les fue asignada, de manera forzada, flagrantemente violentada, para habilitar su incómodo tránsito. La carrera desafía las reglas de sentido, de ida y vuelta, de los flujos establecidos, de quién manda. La masa crítica, reducida a su mínimo, se filtra entre los automóviles y entre los peatones, se hace capilar. El pavimento descuidado en el recorrido, las concentraciones masivas de gente en las zonas de abasto popular, no detienen el pulso del pedaleo. Navegan entre las irregularidades de los trazos urbanos, estratos horizontales de la historia, entre las capas expansivas. Traspasan los mecanismos de contención de la vida urbana: los circuitos, viaductos, anillos periféricos y ejes viales, donde la autoridad del automóvil no se cuestiona ni el statu quo de la decencia y las buenas costumbres, es ahí donde los alleycats prosperan. Las calles no forman más parte de un sistema de ida y vuelta. El objetivo es llegar a un punto de control, literalmente, quienes acumulan estos checkpoints en el menor tiempo posible se llevan la victoria. El premio no siempre se materializa en un beneficio, algunas veces, se persiguen fines altruistas.
Como acto cultural, la carrera no solamente pertenece a los competidores, que proceden de muy diversos contextos –en ocasiones participan ex ciclistas profesionales que abandonaron la contención de las competencias formales seducidos por libertad de las carreras urbanas– también atrae a fotógrafos y camarógrafos en busca de velocidad y perspectivas, ansiosos de captar una estética de puntos de fuga dinámicos enmarcando la libertad de seres humanos en movimiento, compartiendo sus expresiones en tiempo real por streaming y a través de la inmediatez de las redes sociales. Por lo general, las bicicletas utilizadas son fixies (fixed gear bike) de engrane fijo y sin frenos, ilegales en algunos países, sobre las que también ya se ha desarrollado una subcultura.
El movimiento, ya internacional, remonta sus orígenes un par de décadas atrás, aunque ha tomado fuerza en los últimos años y, como consecuencia, ha captado también la atención de algunos medios, que advierten sobre los peligros inherentes a la práctica –inclusive ha inspirado un largometraje: Premium Rush. (Columbia Pictures. 2012)–. Sin embargo, adquiere mayor atractivo mientras más riesgoso y complejo sea el contexto que lo aloje. Ciudades formales y ordenadas como las de los Estados Unidos palidecen ante el caos y la complejidad de una urbe como el de la Ciudad de México, que se desafía a sí misma en cada esquina, a cada momento.
Quizá, prácticas de esta índole no trasciendan más allá del nicho de la comunidad que las genera, pero es evidente su potencial para trastornar la ciudad y las relaciones con sus habitantes, como los eventos esporádicos, subversivos y casi espontáneos que son. Lo interesante no es demostrar que tanto puedan revelar sobre como percibimos nuestro entorno, sino las preguntas que generen sobre cómo nos comportamos dentro de éste.
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