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Allá arriba. El difuso límite entre arriba y abajo (I)

Allá arriba. El difuso límite entre arriba y abajo (I)

3 junio, 2015
por Isaac Torres | Twitter: isaac_chato

Hace 10 años solía frecuentar Ciudad Satélite un par de veces por semana. Durante varios años, quizá 4 o 5 frecuentaba Xalostoc por lo menos una vez a la semana. Hace unos 3 años dejé de hacerlo.

El Estado de México y yo sólo deberíamos propiciar encuentros mágicos, por que cada que lo hacemos algo pasa, una reflexión se detona, una teoría, conspiración a la razón o un golpe de extrema desesperanza. La sensación inconfundible de cuando sabemos que algo ya no tiene más remedio, que siempre será así, aunque queramos pensar todo lo contrario.

La historia de ese lugar es por casi todos conocida. El imaginario alrededor de él remite a todos los que habitamos la región central del país, mas o menos en una misma dirección: priísmo, mugre, camiones, robo, fábricas y tabiques sin repellar.

Allá arriba están tres Estados de México, o cuatro o cinco no sé, porque pocos lo conocen bien realmente. Porque todos podemos decir cosas, pero de ahí a que lo sepamos a precisión lo dudo. Naucalpan de Juárez, Tlalnepantla de Baz y Ecatepec de Morelos trazan un eje geográfico, social y urbano conectado por una vía rápida a la que cada década le crecen más pisos y más puentes y en donde también muchas veces parece que el tiempo no pasa, que los cambios no lucen o que simplemente el lugar crece como crecen los hijos… sin que nos demos cuenta.

Y todo esto viene a colación por que está última semana tuve la necesidad (o la oportunidad) de visitar Naucalpan y Ecatepec. Me detendré un poco en el primero.

Fui a una tocada de Rap, un grupo español que decide presentarse en un lugar conocido como Foro Norte en las inmediaciones de Lomas Verdes. Me parece lo normal tomar el metro hasta Cuatro Caminos y buscar en la Letra L algo que me lleve a Lomas Verdes. El paradero de Cuatro Caminos (como todos los paraderos colindantes con el Estado de México) es una miniciudad, donde se trabaja, se come, se roba, se escapa, se vive y se vende. Pero hoy, Cuatro Caminos tiene algo especial, un microuniverso del comercio informal que bien podría ser Bangkok o Hanoi. Un laberinto de locales comerciales de lámina que lo mismo mezclan tacos de pastor, uñas postizas, pollos rostizados, estéticas unisex, discos y películas piratas y ropa de ocasión.

Y es que a algún astuto se le ocurrió que mientras ocurría la prometida remodelación de la CETRAM, se reordenaría el paradero de transporte urbano y se cerraría el acceso original de la estación a los hangares de salida de los peseros, combis y camiones que desplazan a miles de personas al día en la estación con más afluencia del Distrito Federal. Era un túnel feo pero funcional, donde a menudo asaltaban en las 21 escaleras que lo conformaban. También a menudo se inundaba.
Hay quienes alegan que la estación Cuatro Caminos se encuentra en un limbo territorial que dificulta la ejecución de planes de acción por parte de las dos administraciones vecinas. No estoy del todo seguro de aquella leyenda urbana.

Ese mismo astuto que cerró el acceso sur y norte del paradero de la estación decidió poner unos puentes y un pequeño infierno de Dante lleno de olores, sonidos, calores, gente y caos, con una longitud equivalente a cuatro o cinco cuadras, una especie de pasillo-corredor-tianguis de lámina en el que uno solamente da vueltas y vueltas para volver a subir escaleras de manera absurda, en donde parece más bien que la intención es hacerte perder el tiempo, quizá un método eficaz para la planeación de arribos y llegadas de gente. Medidas de dosificación le llaman algunos. Y es que luego de caminar por 5 o 10 minutos descubrí que la primer salida que tome estaba justo a unos metros debajo de donde estaba ahora, pero la encomienda era obligarme a pasear a ver si se me antojaba un pollo, supongo.

El pasaje infierno es por demás absurdo. Los puentes igualmente. La señalética no existe. Hay un par de lonas impresas que tienen borrados los nombres de las rutas porque casualmente la gente pega el dedo a la lona para señalarlas. Y unos 100,000 dedos al día por lo menos pasan por ahí. Lo más eficaz son las cartulinas fosforescentes pintadas con esterbrook y afianzadas con cinta canela. Y es que alguien por ahí el otro día me dijo que en este país todo se arreglaba con cinta canela.

Los checadores encargados de coordinar a los choferes sólo te mandan de un lugar a otro si te animas a preguntar. Es imposible saber a precisión cual cruza Lomas verdes, cual te deja cerca, si es directo o no, cuanto cobra, cuanto hace, nada es concreto, todo es incierto.

Cuando la pequeña unidad arranca cruza rápida y furiosamente la salida del paradero abandonando el DF y entrando en la tierra donde el peatón no existe, rodea el perímetro de un centro comercial que sepultó al antiguo Toreo y que tampoco tiene nada de peatonal. El pequeño vehículo a su máxima capacidad entra en el agujero negro de las vías rápidas y los segundos pisos, la utopía del desarrollo modernizador que creó ciudades satélites y expansiones metropolitanas desproporcionadas, como la ciudad de las vías de circunvalación abarrotadas que describió Peter Hall en su libro Las ciudades del mañana. No hay cinturones de seguridad. Los cabezazos con el de a lado son encuentros casuales. El sobrepeso de los Naucalpenses no paga boleto doble.

Y luego Naucalpan se vuelve una avenida rodeada de ruinas industriales y comerciales, parques de diversiones abandonados, edificios posmodernistas con los espejos empañados por el fracaso de su neoliberalismo suburbano, propaganda política y puentes y más puentes. El mismo periférico es un Billboard de kilómetros y kilómetros. Avisar la bajada del transporte es imposible. La vía rápida no lo permite. Si no bajas a tiempo no te pasas unas calles, te pasas uno o dos kilómetros.

Y es que un día un buen amigo me platicó con mucha coherencia que por ahí de la década de los 50 está ciudad decidió su destino. O más bien no lo decidió ella por si sola, fue una combinación entre un prehistórico bando 2, el legendario regente Uruchurtu y la aferrada voluntad de arquitectos y no-arquitectos, quienes construyeron en su afán sectario a la Ciudad Satélite y a la Ciudad Neza, haciendo la histórica división de esta ciudad entre los del poniente y los del oriente, de ahí para adelante así fue el desarrollo.

Y Naucalpan se llevó el progreso, el sueño americano, la clase creativa, los universitarios amigos de César Costa, los que traían los rampantes autos que nomás el Santo y los hijos de López Mateos podían costearse. Los que organizaban las fiestas que salían en las películas de Angélica María. Y luego vino el apogeo ochentero al más puro estilo del News y Luis Miguel, y su mall de primer orden. Y a su alrededor el hacinamiento del Molinito y la Río Blanco, el fracaso industrial del Alce Blanco, la ciudad de las vías abarrotadas. Un desarrollo con fecha de caducidad. Un monstruo urbano cuya única solución es ponerle otro piso, para ya no ver tanto al de abajo. Quizá la cultura de los arrancones tan acendrada en estas tierras tiene que ver con querer pasar de rápido y no ver.

Con transporte público caro y de baja calidad. Con propensión a las inundaciones y deslaves, con un síndrome de Estocolmo permanente hacia el PAN, con un puerto de conexión a la ciudad central plagado de tacos, pollos rostizados y bares de gay para militares, una descarga diaria de medio millón de habitantes, una política urbana que no conoce el reciclaje urbano y la predominancia de un humo denso que combina industria y tráfico, ahí se halla este territorio desconocido por muchos.

Pobre de ti, Naucalpan, no tienes remedio, sólo unas pinches torres sin derechos de autor y en disputa permanente.

Pero no todo está tan mal, digo, hay lugares con condiciones más adversas, justo adelantito, sobre el mismo carril y a la misma velocidad llegamos a ellos. Me encargaré de hablar sobre eso en mi siguiente entrega.

Continuará…

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