Gobierno situado: habitar
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4 agosto, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Ayer, por coincidencia, llegué a dos sitios donde se mostraban mapas de algo que no fue. El primero, vía WIRED en una entrada sobre mapas de panes para ciudades que pudieron haber sido, dirigía al Tumblr de Andrew Lynch: hyperreal cartography and the unrealized city. El segundo, gracias a un tuit de Antonio Martínez Velasco, un artículo en The Atlantic cities con el título This Guy’s Never Met a Map he didn’t want to fix, que habla de Max Roberts, y su obsesión por redibujar cada mapa que se encuentra, no necesariamente para hacerlos más legibles, sino como experimentos que ponen a prueba lo que asumimos que un mapa o un diagrama deben ser.
Lo anterior me hizo recordar casos de mapas —obsesión, en mi caso más o menos controlada, que parece muchos compartimos. Primero, algunos aparecidos en el sitio de Frank Jacobs, Strange Maps, donde ha publicado, por ejemplo, mapas accidentales —entre otros un mapamundi en la nariz de un perro—, mapas que son más bien calcos —como un mapa publicado como de Nueva Amsterdam —hoy Nueva York— pero que en realidad es Lisboa, o las taxonomías cartográficas de Armelle Caron.
Otros más, desde el sitio de Geoff Manaugh BLDGBLOG, como el mapa más grande del mundo, según reportaba Scientific American en 1924: un mapa en relieve de California del tamaño de dos campos de futbol y 70 toneladas de peso, o unos bellísimos mapas táctiles de la costa de Groenlandia hechos por los Inuits.
En BoingBoing han publicado, entre otras, notas sobre los cartógrafos activistas del MIT trabajando en Lima, Perú, o un video del senador Al Franken en acción dibujando con asombrosa exactitud un mapa de los Estados Unidos de memoria en poco más de un minuto.
Todo eso me hizo, como siempre, recordar este breve texto de Borges y Bioy Casares —que aquí se puede oír en la voz del propio Borges— sobre el rigor de la ciencia cartográfica:
En aquél Imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia ocupaba toda una ciudad, y el mapa del Imperio, toda una provincia. Con el tiempo, esos mapas desmesurados no satisficieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del imperio que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y de los inviernos. En los desiertos del oeste perduran despedazadas las ruinas del mapa, habitadas por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas”
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